Un abogado va a defender a uno de sus clientes y termina en prisión, una estudiante que quiso pasar unas vacaciones en la playa es acusada de atentar contra una ministra, dos mujeres endulzan el café con piruletas ante la escasez general de azúcar, un hombre se convierte en ícono de manifestaciones políticas al hacer de las cometas una herramienta de protesta, un joven actor de teatro afronta un viaje de seis días para abandonar su país y llegar a un nuevo destino. Las crónicas y artículos de Tiempos feroces, el nuevo libro de Leonardo Padrón, ofrecen un retrato de la Venezuela de los años recientes.
Publicado en España por Kálathos ediciones, el volumen reúne sesenta textos escritos entre 2015 y 2018 que conforman un mapa fragmentario de una nación que vive la peor de sus crisis en la historia contemporánea. Hechos y personajes pasean por las páginas entre artículos de análisis político y reflexiones de prosa poética.
Zenda adelanta un fragmento del libro.
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Un problema tonto
Así le dijo un militar a Joselyn Prato el día que fue detenida: “Tranquila, lo que ocurrió es un problema tonto, en cualquier momento te soltamos”. Pero pasaron sesenta y ocho días después de esa frase. Sesenta y ocho días con sus largas noches. Y un itinerario pavoroso de calabozos, golpes, maltrato, humillación y violaciones a los derechos humanos. Todo por abuchear a una ministra en una playa. Un detalle: Joselyn Prato no estaba cuando ocurrió el incidente.
Para nosotros ya no es noticia. Para ella siempre lo será.
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El viernes 21 de agosto del 2015 las noticias hablaban del incidente ocurrido en Cayo Sal, estado Falcón, donde una multitud de temporadistas ejerció su repudio político a dos figuras del gobierno de Nicolás Maduro. Se trataba de la ministra de Turismo, Marleny Contreras, esposa de Diosdado Cabello, y de la gobernadora del estado, Stella Lugo. El abucheo masivo se condimentó con ofensas, arena, botellas y agua. Las titulares abandonaron el lugar con paso rápido, salpicadas por el rechazo y el mal rato. Un episodio condenable, sin duda. Los videos del suceso se convirtieron en epidemia en las redes sociales. Distintos ángulos mostraban un gesto colectivo que nadie pudo haber planificado. Solo el cansancio de un país vejado.
Pero al poder no le gusta ser humillado. Al poder le gusta tener la última palabra. Cuatro horas después, Cayo Sal fue tomado por un asombroso contingente de soldados y policías. La rabia llegó en barco. La venganza, digamos mejor.
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A las tres de la tarde, los bañistas disfrutaban de un sol occidental y generoso. Joselyn Prato tenía apenas hora y media de haber llegado con su familia: doce personas, novio incluido. Bañaba a su sobrina de seis meses cuando le dijeron que su hermano había sido detenido. Joselyn y los demás corrieron hacia el restaurant donde se encontraba Joan.
“Él se asomó a ver por qué había tantos militares. Sin querer empujó a un civil que resultó ser un coronel”, me cuenta y agrega el impacto que sintió cuando lo encontró en cuclillas, esposado y apuntado por un fusil. Su reclamo fue tan airado que sólo consiguió que un sargento la empujara y cayera en la arena. A partir de allí todo fue vorágine. Entre cinco mujeres policías trataron de esposarla. “Yo no me dejaba colocar las esposas y me comenzaron a golpear con los pies. Uno de los golpes en la cara fue con las botas. Me pisaron el brazo tan fuerte que me lo fisuraron. Quedé inconsciente alrededor de cinco minutos. Tenía los brazos arañados como si me hubiera agarrado un tigre. Después me arrastraron, así como tú arrastras una silla, por toda la playa. Mi mamá lloraba desesperada”, cuenta mientras atraviesa cada centímetro del recuerdo. Al rato, estaban en el comando de la Guardia. Allí ya había tres muchachos detenidos.
Uno de los guardias les dijo que apenas se diluyera el operativo los soltarían.
Pero eso no fue lo que ocurrió.
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“El capitán nos contó que la orden era llenar el cayo de bombas lacrimógenas y llevarse a todo el mundo, pero como había muchos niños no lo hicieron”, cuenta Joselyn y me insiste en que ellos le mostraban el ticket que garantizaba que habían llegado a las 1 y 30 pm a la playa, mucho tiempo después del incidente. Pero el dato fue ignorado. “Mi hermano me veía y lloraba. No entendía por qué hasta que me vi la cara. Sólo cuando comencé a vomitar fue que hicieron algo. Pero en Chichiriviche el hospital está que se cae. Me llevaron a Tucacas”.
Los médicos se alarmaron al verla. Le drenaron la herida. Le enyesaron el brazo. Le hicieron unas placas. “El médico estaba indignado. Me quería dejar hospitalizada para aliviar mi situación. Pero otro médico le dijo que se podía meter en rollos, que me dejara ir, igual ese era un problema tonto”.
Lo que todos pensaban.
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Ya era sábado y seguían detenidos en el comando. “Estábamos aun en traje de baño, descalzos, llenos de arena, queríamos bañarnos, cepillarnos los dientes. Pero el capitán nos trató malísimo”. Solo en el cambio de guardia lograron la compasión de otro militar que ordenó que la familia les llevara ropa.
“Yo al capitán lo llamo el monstruo. El nos convirtió en falsos positivos para buscar un ascenso o algo así. Nos gritaba: ´¡Es que los hubiese agarrado con drogas, me pagan cualquier guevonada y yo los dejo ir. Pero se metieron con la esposa del jefe!´”, cuenta, con la voz aún llena de susto.
“De los nervios, me dio una crisis asmática. Menos mal que tenía la bombita. El forense me revisó. Tenía el cuerpo lleno de hematomas, fisuras. Y lo colocó en el informe. El capitán, furioso, lo rompió. “¿Ustedes creen que yo estoy jugando carritos?!”.
Finalmente, en el expediente aparece que Joselyn fue agarrada con un coco en la mano, listo para lanzárselo a la ministra.
Llegaron los abogados del Foro Penal, revisaron: “Tranquila, aquí no hay nada, los cargos no son para privarlos de libertad, menos para trasladarlos a un penal”.
Pero eso no fue lo que ocurrió.
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Domingo, 5 pm. Ante un tribunal, la fiscal del caso cataloga a Joselyn Prato como dirigente de las güarimbas en el estado Táchira. Su prontuario iba creciendo. La fiscal insistía en la inaceptable casualidad de que los cinco detenidos eran “gochos”. En eso, recibió una llamada: “Sí, estamos en la presentación. Claro, claro que van para el hueco”. La jueza estaba nerviosa, conmovida. Pero igual los sentenció: “Van privados de libertad, por cuarenta y cinco días, mientras se hacen las averiguaciones”. La fiscal sonrió.
“Estamos hundidos”, pensaron todos.
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El lunes en la mañana las redes mostraban el rostro golpeado de Joselyn Prato. Alguien había subido las fotos. Se supo que la trasladarían al Penal de Coro. El caso se convirtió en tendencia.
El capitán llegó furioso por la multiplicación de las fotos en todas partes: “¡Te voy a joder la vida!”. Joselyn baja la voz: “Allí pasaron cosas feas entre ese señor y yo. No sé si contártelas”, me dice.
El café donde Joselyn y yo hablábamos adquirió una turbia densidad.
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El relato desciende hacia la pesadilla: “Nos llevaron al Penal. Allí conocí gente que tiene hasta tres años esperando que se le cumplan los cuarenta y cinco días. Allí hay gente incursa en asesinatos, secuestros, violaciones, infanticidios. Nunca podré olvidar el momento en que ingresé allí. Esa cárcel es un cementerio de seres vivientes. Todo era tan tétrico. Eran celdas sin barrotes, herméticas. Las reclusas pedían comida, auxilio. Gritaban como locas, desesperadas. Aquí me muero, pensé. Yo no voy a aguantar esto”.
Era el inframundo.
“Cuando abrieron la celda, una mujer cayó desnuda a mis pies, estaba dormida, recostada a la puerta”. Las ocho mujeres estaban totalmente desnudas porque el calor rayaba los 50 grados. Sólo había una cama de cemento. Dormían sentadas o recostadas a la poceta.
Al día siguiente, el desayuno era un trozo de pan tieso con agua de fororo. “Apenas fui al baño vi que mi orina y mis heces tenían sangre”. Le comenzó el pitido de los asmáticos. Vomitó. Había sangre allí también. Se desmayó del susto. La llevaron al hospital. Tenía un riñón dilatado por los golpes. Pero igual volvió a la cárcel.
El agua que tomaba casi siempre era del grifo. Agua con sabor a creolina. A óxido. “Allá es famoso el arroz de cementerio. Así le dicen. Es un arroz con pollo, pero con puro hueso. Son los restos del pollo que se comen los guardias”. La carne era de burro. En las noches escuchaba a los guardias persiguiendo a los burros para matarlos. Un día comía pasta y al final descubrió gusanos en el plato. Se sacó lo que tenía en la boca y también había gusanos. “No quise comer más. Llegué a pesar treinta y cinco kilos. Los frijoles venían nacidos, o con animales”.
Su papá todos los días le llevaba comida, así no lo dejaran pasar. La directora del penal le exigió que su padre no fuera más. Ella replicó: “Llámalo tú y dile que deje de ser buen padre”.
La directora entonces sembró un falso rumor en la población: “la interna del caso político va a ser mis ojos aquí”. “Me declaró oficialmente enemiga de todas las reclusas”. Al otro día, una la arrinconó: “¡Eres una sapa!”. Tenía un tatuaje que decía: “Te odio, mamá”. Una advertencia cruzó sus tímpanos: “Si te veo en algo, te pico”.
Cuando la llevaron a un tribunal declaró lo de la comida en descomposición, el maltrato, uno de sus ojos sangraba, sus 35 kilos eran penosos. Su hermano también habló. Luis Betancourt, del Foro Penal, lo hizo público. La presión funcionó. “Pero la ministra nos dijo que si queríamos salir en libertad debíamos renunciar a los abogados del Foro y recibir defensa pública. Tuvimos que hacerlo”.
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Hoy, Joselyn y Joan están libres, bajo régimen de presentación cada sesenta días en Tucacas. Aún no les han celebrado la audiencia preliminar para decidir si son culpables o no.
“Los primeros días dormía con mis padres porque me despertaba con crisis de llanto. Mi mamá me dice que todavía en las noches hago el gesto de sacudirme cosas del cuerpo. Era la costumbre de estarme quitando las cucarachas de encima. Había muchas en la cárcel”, cuenta con el asco escurriéndose en las palabras. “Al salir, caí en depresión. Me quedaba encerrada en la casa. No quería ver a nadie. Me cuestionaba qué había hecho yo en mi vida para merecer esto”.
No olvidemos el detalle. Joselyn y su hermano no estaban allí en el momento del abucheo masivo: “Teníamos de testigo al lanchero, al de Inparques, al dueño de la casa donde estábamos, y no los dejaron presentarse”.
Alguien necesitaba unos culpables.
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Esta es la historia de una joven estudiante de Ingeniería del Petróleo que sólo quiso pasar unas vacaciones en la playa. Y le cambiaron la vida. “Yo tenía un buen trabajo, tenía mi novio, nos íbamos a casar. Todo lo perdí”.
Estamos acostumbrados a olvidar. Se nos diluyen titulares que una semana, un mes, un año atrás nos causaron indignación. Y entonces vamos actualizando la ira con nuevos atropellos y abusos. En la ruta, hay muchos escombros: gente con su vida distinta o rota. Mientras, el miedo hace su trabajo. Y nuestra atención voltea hacia la próxima noticia.
Pero para Joselyn el olvido no existe. Con 24 años tiene ya una pesadilla atragantada en la sangre. Para nosotros, es solo una anécdota que sigue envejeciendo.
Esta es la historia de Joselyn Prato. Es su testimonio. Su versión de un problema tonto que se convirtió en tendencia en las redes sociales un día de agosto del 2015.
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Autor: Leonardo Padrón. Título: Tiempos feroces. Editorial: Kalathos. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.
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