Ian Manook regresa a Mongolia y a su carismático comisario, Yeruldelgger. País de fuertes contrastes, donde las tradiciones ancestrales y la espiritualidad conviven con la mafia y el crimen organizado. Aquí podéis leer un adelanto de la novela Tiempos salvajes, publicada por Salamandra.
…y puso un dedo en el gatillo
Embutida en su parka con forro polar, la inspectora Oyun intentaba comprender aquel amontonamiento de cosas. Estaba agachada en la nieve, que crujía bajo su peso, y se había inclinado para verlo mejor. El frío le cortaba los ojos y el aire helado le arañaba las fosas nasales con cada respiración. Era como aspirar fragmentos de cristal. A su alrededor, un nuevo dzud, el invierno mongol más terrible y extremo, había vitrificado la estepa inmaculada. Por tercer año consecutivo, el «mal blanco» golpeaba el país. Eran inviernos polares muy largos, seguidos de veranos caniculares cortos. Tormentas de nieve que duraban días, en las que uno no veía ni su propia yurta y podía perderse y morir congelado, de pie, a un metro de ella. Luego, sobre el paisaje paralizado por el hielo, se alzaban cielos tan azules que parecían lacados, agujereados por un sol blanco y diminuto. Oyun no recordaba dzuds como ésos en su infancia. El primero del que tenía recuerdo era el de 2001. Un invierno tan crudo y largo que siete millones de animales murieron en todo el país. Guardaba en su memoria la imagen de aquellos miles de nómadas, todavía orgullosos y fuertes unos meses antes, que acudían derrotados a Ulán Bator para mendigar y morir en silencio, ateridos, en las cloacas. Los hombres habían perdido sus caballos, las mujeres, sus yaks y sus cabras, y los niños, sus corderos e incluso sus perritos. Aquel invierno mató más personas en Mongolia que los aviones de las Torres Gemelas en Manhattan.
Y los dos años siguientes, sendos dzuds diezmaron lo que quedaba de ganado, ya muy debilitado. Había, pues, «males blancos», en los que la nieve sepultaba la estepa bajo una costra helada, y «males negros», veranos tórridos que recocían hasta lo más hondo la tierra agrietada. Los dos males dejaban los rebaños desamparados durante el invierno. Los animales se dispersaban en busca de pasto, se perdían, y morían de hambre y de frío. Sus cadáveres descarnados, resecos y curtidos por la nieve, sólo reaparecían en primavera, miles de ellos. Incluso millones, cuando un dzud unía los dos males, el blanco y el negro, en un mal todavía peor.
El montículo de cadáveres era la única protuberancia de la estepa en kilómetros a la redonda. Oyun se preguntó qué podría explicar su presencia, pero evitó buscar la respuesta en el horizonte. La intensidad del viento había perfilado tan nítidamente la línea de relieve del terreno que hacía daño a los ojos. Se concentró en los cadáveres apilados. El militar que había conducido hasta allí un viejo semioruga soviético bajó de la vetusta cabina del at-l y se le acercó. Ella había oído el golpe de la puerta, seco como un tronco hueco que se parte, luego el crepitar amerengado de la nieve que se aplastaba bajo sus botas. Sin decir nada, el militar se acuclilló a su lado, le tendió una taza de estaño y sacó un termo de su deel acolchado.
—Lo que está arriba del todo es un yak doméstico, ¡eso seguro! —afirmó el hombre.
—Un yak doméstico o un dzo —lo corrigió Oyun—. Los nómadas de aquí sólo tienen híbridos. Pocas veces, yaks salvajes.
—¡O un dzo! —concedió el hombre, mientras desenroscaba el tapón hermético del termo entre sus enormes manoplas forradas de pelo de oveja.
Se sirvió un té salado caliente con mantequilla antes de ofrecerle uno a Oyun. Doméstico o dzo, eso no cambiaba gran cosa. El animal cubría los otros cadáveres con su cuerpo destripado. El frío había revestido su pelaje y sus vísceras de racimos de escarcha. Estaba tumbado boca arriba, con las cuatro patas abiertas, obscenamente, encima de aquello a lo que sus entra- ñas heladas servían de mortaja. Por lo menos no olía. En ese mismo lugar, en verano, a más de cuarenta grados, de aquel montón de carroña habría emanado una pestilencia insoportable. El aire glacial lo volvía todo aséptico, incluso el horror. El hombre se inclinó para mirar a través de las costillas rotas del animal, luego metió una mano entre las vísceras, duras y rígidas…
—¡Una dzum! —dijo—. Es una hembra.
—¡Qué bien! —exclamó Oyun, aferrándose a su taza de té—. ¿Y lo de abajo?
—Lo de abajo es un caballo —respondió el hombre sin dudar.
Se veían los cascos de las cuatro patas descoyuntadas, enredadas con las de la dzum. La parte del cuerpo que Oyun distinguía parecía haber sido reventada a la altura del lomo. El cadáver de una hembra de yak despanzurrada sobre la carroña desbaratada de un caballo, a veinticinco grados bajo cero y a quinientos kilómetros de Ulán Bator: a todas luces, eso no era algo que le correspondiera investigar a la policía criminal. Si fuera por ella, el asunto ya hubiera pasado a manos de la policía local. Pero estaba la pierna. Una pierna, calzada con una bota y con el pie todavía en el estribo, que asomaba entre el lomo congelado del caballo y la panza vitrificada del yak.
—Es el jinete —explicó el soldado.
—No me digas —contestó Oyun, sintiendo de pronto el mordisco del frío y la fatiga en los riñones—. ¡La cuestión es saber qué hace ahí! —Iba encima del caballo —dijo el militar.
—Sí, ¡y ahora está debajo del yak! —dijo ella, perdiendo la paciencia—. ¿Alguna idea de quién puede ser?
—No —respondió el hombre—. Sólo tenemos la pierna.
—¿Y no has intentado sacarla de ahí? ¿Buscar pistas?
—Soy militar —soltó el soldado, lacónico.
Oyun volvió la cabeza y lo miró sin irritación. Yeruldelgger le había hablado ya de ese tipo de nómada reconvertido en funcionario. Todo lo que eran virtudes en un nómada pasaban a ser defectos en un funcionario. Sobre todo si era militar.
—De todos modos, podemos intentar averiguar quién es, ¿no?
Oyun se agachó en la nieve sin esperar la respuesta y agarró la bota, pero el hielo había soldado el cuero al estribo.
Trató sin éxito de liberar el pie del cadáver. La pierna, rígida como un tronco fosilizado, no se movió un ápice. Se agachó para hacer palanca, apoyando el hombro en la carcasa del yak, y al moverse se cruzó con la mirada del militar. Parecía que no aprobaba lo que estaba haciendo.
—¿Qué? —dijo irritada y sofocada por el esfuerzo.
Oyun estaba sudando bajo la parka, pero tenía los pulmones cubiertos de escarcha. No estaba de humor para soportar la indiferencia resignada del soldado.
—No hay que hacer eso —murmuró el hombre con reprobación.
—¿Ah, no? ¿Y por qué? —respondió ella tirando de la pierna como un galeote de su remo.
—Por el frío.
—Porque crees que él…
Se oyó claramente que algo se rompía, y la inspectora cayó hacia atrás, sobre la nieve amontonada, con un ruido sordo. Cuando se levantó, con el rostro estriado por el frío, se sobresaltó horrorizada y arrojó la pierna lejos de ella.
—He visto dzuds que congelan el tronco de los abedules hasta la médula y los vuelven frágiles como el cristal —explicó el militar—. Así que una pierna…
—¡No me lo puedo creer! —murmuró Oyun, recogiendo la pierna petrificada.
El hueso y la carne se habían rasgado limpiamente, a medio muslo, como si fueran la tela de un pantalón. Esa cosa ya no era un miembro humano.
—Al menos tendré con qué justificar una búsqueda de adn… Echó un último vistazo al montículo de cadáveres, reflexionó un instante y luego hizo una seña al militar para que se acercase.
—¿Crees que podríamos rodearlo con una cadena y tirar de él para despegarlo del suelo? —Vas a partir al caballo y puede que también al jinete…
—¡No podemos dejar eso ahí todo el invierno! Va a acabar atrayendo a los carroñeros.
—¿Puedes quedarte dos días?
—¡¿Aquí?! —exclamó Oyun.
—En mi casa, en el puesto.
—¿Y eso para qué?
—Si quieres recuperar tus tres cadáveres, hay que descongelarlos, y yo sé cómo hacerlo.
—Sí, ya había pensado en ello —respondió Oyun—. Podríamos encender un fuego alrededor…
—No aguantaría toda la noche. Hay una vieja yurta en el puesto, la dejaron unos nómadas después de un dzud. Vamos a montarla de manera que el montículo quede dentro. Encenderemos dos o tres braseros en el interior y, además, tengo dos generadores pequeños de aire caliente. En veinticuatro horas debería estar todo descongelado. Y tú podrás marcharte con tu cojitranco completo.
—¡Eh, un poco de respeto! —lo reprendió Oyun—. Es una víctima.
—¡No soy yo quien le ha arrancado la pata a ese tipo! —se burló el militar.
—De acuerdo. Pero muestra respeto de todos modos, ya me siento bastante mal por lo que le he hecho.
—No tienes por qué, hermana, ¡le has hecho un favor!
—¿Ah, sí?
—Sí. Nuestros ancestros pensaban que había que romper los huesos de los muertos para que sus almas pudieran salir. Dejaban los despojos en la estepa, sin enterrar, para que las bestias salvajes les masticaran los esqueletos y liberaran las almas.
Oyun recordó que Yeruldelgger le había contado algo por el estilo. También se acordó de todo lo que le había enseñado acerca de las yurtas.
—De acuerdo con lo de la yurta, pero no ofendas a los espíritus de quienes vivieron en ella.
—No te preocupes. Los espíritus hace tiempo que abandonaron esa tienda. Y, además, no la sellaremos. No la cubriremos con su lona gruesa. El alma de los antiguos se refugia en el fieltro. No los molestaremos.
—Vale —dijo Oyun, que comenzaba a apreciar a aquel soldado, que parecía cada vez menos militar y más nómada—. Volveré. Se lo debo a ese pobre tipo.
Sinopsis de Tiempos salvajes, de Ian Manook
En medio de las gélidas estepas mongolas, la inspectora Oyun, ayudante del comisario Yeruldelgger, se topa con una escena difícil de interpretar: un jinete y su caballo yacen aplastados bajo el lomo de una hembra de yak que parece haber caído del cielo. La misma sorpresa experimenta su jefe cuando, en un desfiladero del macizo del Otgontenger, se descubre el cadáver de un hombre que sólo puede haber acabado ahí… precipitándose desde las alturas. Y para cerrar el círculo de hechos insólitos, el mismo comisario es detenido como sospechoso del asesinato de Colette, una amiga prostituta a la que había ayudado a rehacer su vida. Sumido en la perplejidad y temiendo ser víctima de una trampa, Yeruldelgger acomete una investigación clandestina que generará tensiones con su equipo, reabrirá viejas heridas con su hija Saraa y provocará la intervención de los maestros shaolin del séptimo monasterio en el que fue criado. Pero la situación da un vuelco completo con el hallazgo de los cuerpos sin vida de un grupo de niños dentro de un contenedor en el puerto de El Havre. Pese a los miles de kilómetros que separan Mongolia de Francia, las pistas acabarán por cruzarse para destapar un caso de corrupción y abusos a todos los niveles que afecta a las más altas esferas de diversos países, desde Europa hasta Asia.
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Autor: Ian Manook. Título: Tiempos salvajes. Editorial: Salamandra. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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