Augusto Figueroa fue un periodista español de la segunda mitad del siglo XIX, también diputado y director de rotativos como El Resumen, El Heraldo de Madrid o El Universal, periódicos que transformó aplicando una composición que incluía diferentes tipos, grabados para ilustrar las piezas y fragmentos en blanco para aligerar la mancha del texto. Una maquetación común en cualquier publicación contemporánea pero novedosa en la España de la época.
Figueroa, nacido en Estepona en 1852, sirvió en su juventud en las campañas contra los carlistas, desde donde, además de batallar, envió crónicas a El Imparcial. Además de ser pionero en el arte de la disposición, lo fue a la hora de contratar a una mujer como redactora. Se trató de Carmen de Burgos, Colombine, en 1903. Unos meses después, el primero de enero de 1904, moriría al enfrentarse al hijo del general Salamanca en un duelo a sable, para dirimir las críticas que el periodista había vertido contra el militar en su etapa como gobernador de Cuba.
Aunque multitud de cabeceras se hicieron eco de la muerte de Figueroa, casi todas pasaron por alto los pormenores de su deceso, temerosas de afrontar más demandas de sangre de los uniformados. Último periodista fallecido en España en un lance de honor, da nombre a una calle del centro de Madrid que conecta Hortaleza con Barquillo, atravesando el barrio de Chueca. En ella, además de varias zapaterías de muestrario y el remodelado mercado de San Antón, se halla en el número 35 la Tienda de Vinos y Comidas.
Cuesta no fantasear con que el propio Figueroa no bebiera el Valdepeñas que dispensaban en esta taberna desde el año de su apertura, 1890. Lo que sí sabemos es que hoy, 134 años después, este establecimiento continúa funcionando, al mando de Ángel de Miguel, propietario y cuarta generación de la familia fundadora, que atiende mesas, reparte cartas y sirve los platos como lleva sucediendo dos siglos tras sus puertas rojas de madera.
Todo el mundo conoce este sitio como El Comunista, quizá por la cercanía de una antigua Casa del Pueblo, seguro que por las reuniones clandestinas que albergó llegados los cincuenta, cuando el partido, tras la larga noche de la posguerra, fue tomando el pulso a la cambiante sociedad española del desarrollismo, reclutando cuadros entre los nuevos obreros llegados con la inmigración, los intelectuales que no tenían edad para haber marchado al exilio y los acomodados hijos del franquismo que se rebelaron contra sus padres.
El Comunista, antes conocido como la taberna del guitarrista, por Vicente Gómez, hijo de los fundadores que, al parecer, animaba las noches en la tasca con su esmero musical, tiene un recibidor con barra de latón y una sala en ele de techos altos, decorada con decenas de fotografías, arte taurino y el póster de un antiguo equipo de fútbol, de esos, creo recordar, que se formaban en las fábricas de la periferia.
Se ofrece carta de comidas a precios populares, donde destacan, a mi entender, las verduras rehogadas con ajo y pimentón y unas albóndigas con su pizca de azafrán que ganan presencia en los días nublados, cuando la luz gris se cuela entre los visillos y aquello se vuelve literatura al paladar y a la vista.
La Tienda de Vinos, además de agitación política, fue punto de encuentro literario. Francisco Umbral, en La noche que llegué al Café Gijón, describe cómo los habituales de las tertulias buscaban cena en establecimientos cercanos, ya que aunque el café de Recoletos contaba con restaurante en su planta baja, casi ninguno se lo podía permitir. Uno de ellos era este local de “sencillez castellana muy hermosa que no dejaba de fascinar a los poetas sudamericanos que venían a España buscando estas autenticidades del idioma y del pueblo”.
Para Umbral, El Comunista tenía un aire “un poco carcelario y un poco ferroviario, pero alegrado, redimido y cultivado por una pintura naíf y casi anónima y, sobre todo, por la presencia casi constante de Sandra y sus amigos poetas, pintores y homosexuales. Después de cenar en aquellas tabernas, los grupos volvían al café a continuar una conversación confortable iniciada ya durante la cena, y estaban todos un poco brillantes de haber cenado, bien o mal, pero de haber cenado al fin y al cabo”.
Esa conversación, asamblea de madrileños llegados de todas partes sin necesidad de discursos ni solemnidades, es signo de un enclave donde los límites entre lo personal y lo colectivo se desdibujan, no sólo por la cercanía de las mesas, sino porque cuando uno comparte mantel deja en los demás ideas a través de la palabra. Juan Benet y Luis Martín Santos también pasaron por El Comunista, en ese Tiempo de silencio que ha cumplido 60 años en 2024.
Aquel Madrid que emerge en sus páginas es un lugar sombrío, fragmentado por la desigualdad y marcado por la desesperanza. En el itinerario de Pedro, el joven investigador que deriva por la ciudad dando forma al monólogo interior que compone la novela de Martín Santos, los bares aparecen como refugios provisionales, lugares donde los personajes intentan escapar, aunque sea momentáneamente, del peso de sus circunstancias.
En un mundo que avanza con rapidez y en el que lo efímero parece dominar las interacciones humanas, El Comunista se erige como espacio de la memoria colectiva. Más allá de su función como casa de comidas, este lugar es testigo de narraciones cotidianas que, al unirse, constituyen el alma de una ciudad. En sus mesas no sólo se han servido chipirones en su tinta, sino que han surgido amistades que han sobrevivido al tiempo y debates que han dado forma a lo perdurable.
En estas últimas décadas, acudir a la Tienda de Vinos ha tenido algo de reverencia a su historia, también de resistencia a lo artificioso que se extendió por Madrid como por cualquier ciudad europea, globalización mediante, haciendo indistinguibles los sabores y arruinando las tradiciones. Hoy, de aquellas costumbres vapuleadas, de los cascotes de la etapa neoliberal, han surgido salvajes, nacidos después de la caída de las torres, llevando el saludo romano de nuevo a las calles. Reapariciones catastróficas.
Esperemos seguir yendo a las tabernas tan sólo a comer. Sin mirar de reojo, sin hablar entre dientes, sin escapar del peso de las circunstancias.
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