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Tierra quemada, de Jonathan Crary

Tierra quemada, de Jonathan Crary

Este es un ensayo en el que autor denuncia la manipulación a la que nos somete lo que él denomina el “complejo de internet”. Una obra que se alza contra la atomización social, las redes y la plataformas digitales, y reivindica la importancia de organizarnos colectivamente.

Zenda adelanta las primeras páginas

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Sí, es de noche y un mundo nuevo está emergiendo. Áspero, cínico, ignorante, amnésico, que gira sin motivo aparente […] Disperso, plano, como si la perspectiva y el punto de fuga hubieran sido abolidos […] Y lo extraño es que los muertos vivientes de este mundo se basan en el mundo anterior […].

Philippe Sollers, citado en Jean-Luc Godard, Historia(s) del cine

Si ha de existir un futuro habitable y compartido en nuestro planeta, este será desconectado, independiente de los sistemas y operaciones del capitalismo 24/7 que están destruyendo el mundo. Lo que quiera que vaya a perdurar de este mundo, el armazón, tal y como vivimos en él hoy en día, se habrá convertido en una parte fracturada y periférica de las ruinas sobre las cuales tal vez puedan erigirse nuevas comunidades y proyectos interhumanos. Si hay suerte, una efímera era digital se habrá visto superada por otra cultura material híbrida, basada en formas cooperativas, tanto antiguas como nuevas, de vida y de subsistencia Hoy en día, inmersos como estamos en una crisis social y medioambiental cada vez más intensa, existe una creciente toma de conciencia con respecto al hecho de que la vida diaria, eclipsada a todos los niveles por el complejo de internet, ha cruzado el umbral de la toxicidad y de lo irreparable. Lo saben o lo perciben cada vez más personas a medida que experimentan en silencio sus dañinas consecuencias. Las herramientas y los servicios digitales que se emplean en todas partes están subordinados al poder de las empresas trasnacionales, las agencias de inteligencia, los cárteles criminales y una élite multimillonaria sociópata. Para la mayor parte de la población mundial sobre la que ha sido impuesto, el complejo de internet es el motor implacable de la adicción, la soledad, las falsas esperanzas, la crueldad, la psicosis, el endeudamiento, la vida derrochada, la corrosión de la memoria y la desintegración social. Todos sus publicitados beneficios devienen irrelevantes o secundarios por obra de su impacto perjudicial y sociocida.

El complejo de internet se ha vuelto inseparable del inmenso, incalculable alcance del capitalismo 24/7 y de su frenesí de acumulación, extracción, circulación, producción, transporte y construcción a escala global. Las conductas que son adversas a la hora de lograr que sea posible un mundo habitable y justo se instigan desde prácticamente todos los atributos propios de las operaciones digitales. Avivadas por unos apetitos fabricados de manera artificial, la velocidad y la ubicuidad de las redes digitales maximizan la prioridad indiscutible de adquirir, tener, codiciar, resentir, envidiar; todo lo cual fomenta el deterioro del mundo, un mundo que opera sin pausa, sin la posibilidad de renovación o recuperación, asfixiándose en su calor y en sus desperdicios. El sueño tecnomodernista que concibe el planeta como una colosal zona en obras de innovación, invención y progreso material continúa atrayendo a defensores y apologistas. La mayoría de los múltiples proyectos e industrias de energías «renovables» están diseñados con vistas a perpetuar el negocio tal y como es, para mantener unos patrones devastadores de consumo, competencia y acusada desigualdad. Las estrategias que promueven los mercados, como el Green New Deal, carecen del menor sentido, porque no hacen nada para mitigar la expansión de una actividad económica disparatada, los usos innecesarios de la energía eléctrica o las industrias globales de extracción de recursos que instiga el capitalismo 24/7.

Este libro se alinea con una tradición de panfletismo social que busca dar voz a aquello que se experimenta de forma común, a aquello que se conoce, o solo en parte, también de forma común, pero que niega un torrente ensordecedor de mensajes que insisten en la inalterabilidad de nuestras vidas teledirigidas. Muchas personas, en su día a día, logran atisbar visceralmente el empobrecimiento de sus vidas y sus esperanzas, pero es posible que tengan solo una débil conciencia de hasta qué punto los demás comparten su percepción. Mi objetivo aquí no es presentar un análisis teórico matizado, sino confirmar, en tiempos de emergencia, la verdad que albergan esas experiencias y aprehensiones compartidas, e insistir en que las formas de rechazo radical, en vez de decantarse por la adaptación y la resignación, no solo son posibles sino que son necesarias. El complejo de internet funciona como una declaración infinita de su indispensabilidad, así como de la insignificancia de cualquier resto de vida que no pueda asimilarse a sus protocolos. Su omnipresencia y su implantación en el seno de prácticamente todas las esferas de la actividad personal e institucional hacen que cualquier noción que contemple su falta de permanencia o su marginalización poscapitalista resulte impensable. Pero esta sensación evidencia un fracaso colectivo de la imaginación, dada la pasiva aceptación de las narcotizantes rutinas que llevamos a cabo en la red como sinónimos de vida. No es posible hacerse una idea del grado de perjuicio e incapacitación a los que se han visto sometidos nuestros deseos y nuestros lazos con otros pueblos y especies.

El filósofo Alain Badiou señaló que es en este punto de aparente imposibilidad cuando se presentan las condiciones propicias para la insurgencia: «Las políticas de emancipación siempre consisten en hacer que parezca posible precisamente aquello que, desde dentro de la situación, se afirma que es imposible». Las voces más fragorosas que declaran esta imposibilidad son las que se benefician de la perpetuación del estado de las cosas, las que prosperan gracias al funcionamiento ininterrumpido de un mundo capitalista. Esto es, cualquiera que tenga un interés profesional, financiero o narcisista en el predominio y la expansión del complejo de internet. ¿Cómo íbamos a arreglárnoslas —preguntarán incrédulos— sin algo de lo que depende hasta el último de los aspectos de la vida financiera y económica? Esta pregunta en realidad se traduciría: ¿cómo vamos a arreglárnoslas sin uno de los elementos esenciales de la cultura y la economía tecnoconsumista que ha llevado a la vida en la tierra hasta el borde del colapso? Tener un mundo que no esté dominado por internet, dirán, significaría cambiarlo todo. Sí, precisamente.

Cualquier posible senda hacia un planeta habitable será muchísimo más ardua de transitar de lo que la mayoría reconoce o está dispuesta a admitir sin ambages. Una faceta esencial de la lucha por lograr una sociedad equitativa en los años venideros es la de la creación de proyectos personales y sociales que dejen atrás el dominio de los mercados y del dinero sobre nuestra vida común. Esto implica renunciar a nuestro aislamiento digital, reivindicar el tiempo como tiempo vivido, redescubrir las necesidades colectivas y resistirnos a aceptar unos niveles de barbarie que van en aumento, entre los que se incluyen la crueldad y el odio que emanan de la red. Igual de importante es la tarea de reconectar con humildad con lo que queda de un mundo repleto de otras especies y formas de vida. Esto puede suceder de innumerables maneras y, si bien llegan sin previo aviso, hay grupos y comunidades en todas partes del mundo que están dando pasos hacia delante y llevan a cabo algunas de estas iniciativas reparadoras.

No obstante, muchos de quienes comprenden la urgencia de hacer esa transición hacia alguna forma de ecosocialismo o poscapitalismo de crecimiento cero presuponen, irresponsablemente, que internet y sus aplicaciones y servicios actuales hallarán en el futuro el modo de permanecer y de seguir funcionando como vienen haciéndolo, en paralelo a los esfuerzos por lograr un planeta habitable y unas condiciones sociales más igualitarias. Se da un anacrónico malentendido según el cual internet podría sencillamente «cambiar de manos», como si se tratara de un servicio de telecomunicaciones de mediados del siglo XX, como la Western Union o las emisoras de radio y los canales de televisión, de los que podría hacerse un uso distinto en un contexto político o económico transformado. Pero la idea de que internet podría funcionar de manera independiente de las catastróficas operaciones del capitalismo global es una de las falacias más pasmosas de este momento. Están estructuralmente entreveradas, y la disolución del capitalismo, cuando esta se produzca, marcará el fin de un mundo dominado por los mercados y que han moldeado las actuales tecnologías interconectadas. Por supuesto, habrá medios de comunicación en un mundo poscapitalista, como siempre los ha habido en todas las sociedades, pero guardarán pocas semejanzas con las redes financierizadas y militarizadas en las que hoy en día nos vemos enredados. La multiplicidad de dispositivos y servicios digitales que ahora utilizamos son posibles en virtud de una interminable exacerbación de la desigualdad económica y de la acelerada desfiguración de la biosfera de la tierra, ocasionada por la extracción de recursos y el consumo innecesario de energía.

El capitalismo siempre ha sido la combinación entre un sistema abstracto de valor y las manifestaciones físicas y humanas de ese sistema, pero con las redes digitales contemporáneas se produce una integración más completa de ambos elementos. Los teléfonos móviles, portátiles, cables, superordenadores, módems, torres de servidores y antenas de telefonía móvil, todos interconectados, son concreciones de los procesos cuantificables del capitalismo financierizado. La distinción entre el capital fijo y el circulante queda permanentemente desdibujada. Y aun así muchos siguen aferrados a la imagen falaz de que internet es un ensamblaje tecnológico independiente, como un juego de herramientas, y la prevalencia de los dispositivos portátiles acrecienta esta ilusión. A principios de la década de los setenta, el crítico social Iván Illich elaboró una definición amplia de «herramienta», en la que incluía «artefactos diseñados de forma racional, instituciones productivas y funciones concebidas de manera ingenieril». Las herramientas, escribió, son intrínsecamente sociales, y estableció su valor en función de una oposición esencial: «Un individuo se relaciona en acción con su sociedad bien mediante el uso de unas herramientas que domina activamente o a través de las cuales se actúa sobre él ante su propia pasividad». Illich insistía en que la gente obtiene felicidad y satisfacción gracias al uso de herramientas que estén «menos controladas por otros», y advertía de que «el crecimiento de las herramientas más allá de cierto punto incrementa la reglamentación, la dependencia, la explotación y la impotencia». A finales de la década de los noventa, pocos años antes de su muerte, hizo hincapié en la desaparición de la técnica en su calidad de herramienta que fuera un medio para alcanzar un fin, un instrumento mediante el cual un individuo pudiera otorgar significado al mundo. En su lugar, observó la difusión de tecnologías a cuyas normas y procedimientos son las personas quienes se integran. Acciones que en su día eran autónomas, al menos en parte, se transformaron en conductas «adaptativas al sistema». Dentro de esta realidad sin precedentes históricos, cualquier objetivo o fin que busquemos deja de ser aquel que verdaderamente hemos escogido.

A pesar de toda su novedad histórica, el complejo de internet es una magnificación y una consolidación de unos planteamientos que llevan muchos años operativos o que se han cumplido parcialmente. Lejos de ser monolítico, consiste en una amalgama de elementos de distintas épocas, con toda una variedad de usos, cuyo rastro se puede remontar, en algunos casos, hasta las configuraciones utilizadas en la década de los ochenta del siglo XIX por Edison y Westinghouse, y que más tarde usurpó J. P. Morgan, para financierizar las corrientes eléctricas. En la actualidad estamos siendo testigos del último acto del proyecto, disparatado e incendiario, de tener un mundo completamente conectado, la temeraria convicción de que la disponibilidad 24/7 de energía eléctrica para un planeta de 8.000 millones de personas estaba a nuestro alcance sin la necesidad de caer en las desastrosas consecuencias que están teniendo lugar en todas partes.

La conectividad casi instantánea de internet culmina la predicción que hizo Marx en la década de los cincuenta del siglo xix acerca de un mercado global (Weltmarkt). Él percibió la inevitabilidad de una unificación capitalista del mundo en el cual las cortapisas a la velocidad de circulación e intercambio irían disminuyendo de forma progresiva por obra de la «aniquilación del espacio por el tiempo». Marx comprendió asimismo que el desarrollo de un mercado mundial desembocaba necesariamente en «la disolución de la comunidad» y de cualquier relación social que fuera independiente de la «tendencia universalizadora del capital». Así, aun siendo ahora más generalizado, el aislamiento asociado a los medios digitales viene precedido de la fragmentación social causada por las fuerzas institucionales y económicas a lo largo del siglo XX. Es posible que las materialidades de los medios cambien, pero las mismas experiencias sociales de separación, pérdida de poder y disrupción de la comunidad no solo persisten, sino que se intensifican. El complejo de internet pasó rápidamente a ser una parte integral de la austeridad neoliberal en su constante erosión de la sociedad civil y en la sustitución de las relaciones sociales por unas simulaciones monetizadas y conectadas. Favorece la creencia de que hemos dejado de depender los unos de los otros, de que somos administradores autónomos de nuestras vidas, de que podemos gestionar a nuestros amigos del mismo modo que lo hacemos con nuestras cuentas digitales. También agudiza lo que la pensadora social Elena Pulcini llama la «apatía narcisista» de los individuos, que se han vaciado de deseo por la comunidad y que viven en una pasiva conformidad con el orden social existente.

Llevamos desde finales de la década de los noventa escuchando repetidamente que las tecnologías digitales dominantes han «venido para quedarse». El discurso que se ha impuesto, que la civilización mundial ha entrado en «la era digital», propicia la ilusión de que vivimos una época histórica cuyas determinaciones materiales quedan fuera de toda posibilidad de intervención o alteración. Un resultado de ello ha sido la aparente naturalización de internet, que ahora muchos consideran algo instalado en el planeta de forma inamovible. Las numerosas mistificaciones de las tecnologías de la información ocultan, todas ellas, su naturaleza inherente a las estratagemas de agitación de un sistema global en estado de crisis terminal. Se habla poco del modo en que la financierización de internet se apoya intrínsecamente en una economía mundial que tiene la consistencia de un castillo de naipes que ya se tambalea, y que se ve aún más amenazada por los impactos plurales del calentamiento global y el colapso de las infraestructuras.

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Autor: Jonathan Crary. Traductora: Beatriz Ruiz Jara. Título: Tierra quemada. Hacia un mundo poscapitalistaEditorial: Ariel. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

Foto: Gabriel Rodríguez.

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