¿Qué sabíamos en España sobre Tina Modotti allá por 2003? Seguramente muy poco o, siendo generosos, casi nada. Los lectores más atentos recordarían haber leído su nombre en las páginas de Confieso que he vivido, las casi míticas memorias de Pablo Neruda, y quizá algún sagaz aficionado alcanzase a evocar que, allá por los felices ochenta, Madonna pagó una cantidad absolutamente descomunal por una fotografía de Edward Weston en la que se retrataba a aquella mujer que pasó como una sombra con la historia y dejó a su espalda más incógnitas que certezas. Esa anécdota de la instantánea subastada en Christie’s la recordó el dibujante Ángel de la Calle (Molinillo de la Sierra, Salamanca, 1958) cuando en pleno cambio de siglo visitó a su amigo el escritor Paco Ignacio Taibo II en la Ciudad de México y encontró en las estanterías de su biblioteca un libro sobre la estancia de Trotsky en el país centroamericano en el que, como de pasada, volvía a resplandecer aquel nombre. Lo que empezó entonces como una curiosidad se fue convirtiendo en fascinación para derivar en una absoluta obsesión. La ardua investigación emprendida entonces por De la Calle dio como fruto una obra que originalmente vio la luz en dos entregas —con cuatro años de por medio entre una y otra— y que de inmediato ocupó un lugar de honor en la historia de la novela gráfica española.
A poco que se hurgue en la biografía de su protagonista, se entiende el interés de De la Calle en la misma medida en que resulta incomprensible que fuesen tan pocos los autores que habían reparado en ella antes. Nacida en la localidad italiana de Udine el 16 de agosto de 1896, Tina Modotti atravesó como un rayo la primera mitad del siglo XX para tomar arte y parte en algunos de sus hitos más definitorios. Hija de una familia numerosa (tuvo cuatro hermanos), a los doce años se vio obligada a abandonar los estudios para trabajar en una fábrica textil y llevar así dinero a casa. Emigró con diecisiete a los Estados Unidos, se instaló en la ciudad de San Francisco y a los diecinueve contrajo matrimonio con el poeta Roubaix de L’Abrey Richey, conocido con el apelativo de Robo. Gracias a él tuvo su primer acercamiento a México, un país al que regresó en 1923, cuando su marido ya había fallecido, en compañía del fotógrafo Edward Weston, con el que mantenía una relación profesional que resultaría decisiva, ya que fue él quien introdujo a Tina Modotti en el arte que la haría verdaderamente célebre. Permaneció en el Distrito Federal hasta 1930. Allí realizó la mayor parte de su obra y allí se convirtió en activista revolucionaria hasta el punto de incorporarse a las filas del Partido Comunista Mexicano en 1927. Trabó relación con artistas de tanto renombre como Frida Kahlo, Diego Rivera, Antonieta Rivas Mercado o Blanca Luz Brum, apoyó la causa de Sandino, ayudó a fundar el primer comité antifascista italiano y formó parte del comité de apoyo a los anarquistas Sacco y Vanzetti. En esas tesituras conoció al dirigente estudiantil cubano Julio Antonio Mella, con el que mantuvo una relación que no tardaría mucho en marcar su destino.
A Mella lo asesinaron en la noche del 10 de enero de 1929, cuando paseaba por la calle en compañía de Modotti. Quisieron acusarla de ser cómplice del homicidio, pero no hubo pruebas suficientes. Aun así, su condición de activista era pública y notoria y las autoridades mexicanas terminaron expulsándola un año después. Contaba con el apoyo de Vittorio Vidali, otro militante comunista al que había conocido en México y al que ciertas hipótesis consideraron responsable, cuando menos intelectual, de la muerte de Mella. Terminó recalando en Moscú, desde donde organizó misiones de ayuda para refugiados políticos. Durante la guerra civil española se alistó en el Quinto Regimiento y trabajó en las Brigadas Internacionales. Al término del conflicto, regresó como refugiada a México, donde continuó con su actividad política dentro de la Alianza Antifascista Giuseppe Garibaldi. Corría el año 1940 cuando el presidente Lázaro Cárdenas anuló la orden de expulsión que pesaba sobre ella desde 1930. Dos años después, falleció a causa de un infarto en el interior de un taxi. Ésa fue, al menos, la versión oficial. Diego Rivera estuvo convencido de que alguien había forzado aquel ataque cardiaco debido a todo lo que Modotti sabía de Vidali. Lo único cierto es que recibió sepultura en el Panteón Civil de Dolores, junto a un retrato de Leopoldo Méndez y el epitafio en verso que le escribió Pablo Neruda, aquél que empieza con los versos:
Tina Modotti, hermana, no duermes, no, no duermes:
tal vez tu corazón oye crecer la rosa
de ayer, la última rosa de ayer, la nueva rosa.
Descansa dulcemente, hermana.
Los párrafos anteriores son sólo un resumen, muy esquemático, de lo que fue la vida de Tina Modotti. Hay muchos más pliegues y recovecos que conforman el rompecabezas de una personalidad fascinante y que Ángel de la Calle recorría con esmero y detenimiento en las viñetas de su libro. Aquella obra publicada por Sinsentido llevaba tiempo descatalogada tras desaparecer la editorial que apostó inicialmente por ella. De ahí que debamos congratularnos por la llegada a las librerías de una nueva edición a cargo de Reino de Cordelia. Se trata de un volumen que enganchará sin remedio a quienes lleguen a él de nuevas —porque aquí subyuga tanto la propia vida de la artista como la técnica que De la Calle emplea para contárnosla— y deleitará a quienes ya lo conozcan gracias a la inclusión de dos añadidos que otorgan nuevos relieves al final primigenio y modifican, a su manera, la percepción que de la historia tuvimos quienes llegamos a ella en sus primeros momentos. Leer Modotti. Una mujer del siglo XX doce años después de que se publicara por vez primera confirma que Ángel de la Calle sacó de sus lápices una obra mayor, y ejemplifica la capacidad del cómic para abordar cualquier tema desde planteamientos que nada tienen que envidiar los ámbitos académicos. Para rescatar desde el olvido figuras como la de esta mujer que se impuso en un mundo de hombres y regaló a la posteridad unas cuantas fotografías que aún hoy sobrecogen por su capacidad para erigirse en portavoces y estandartes de un mundo desvanecido. Neruda cerraba el epitafio que dedicó a Modotti aseverando que «el Fuego no muere». Este regreso parece confirmar que tampoco su memoria está dispuesta a desvanecerse, y es de justicia que así sea.
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