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Tinta invisible, de Javier Peña

Tinta invisible, de Javier Peña

Javier Peña, responsable del que probablemente sea el mejor pódcast de libros de toda la esfera digital, Grandes infelices, regresa a las librerías con una novela de carácter autobiográfico, en la que el narrador reflexiona sobre la relación con su padre recientemente fallecido. Y lo hace a través de toda clase de historias protagonizadas por escritores de renombre.

En Zenda ofrecemos el arranque de Tinta invisible (Blackie Books), de Javier Peña.

***

Introducción

EL LECTOR DE ETIQUETAS DE CHAMPÚ

Cuenta Onetti que contaban que William Somerset Maugham, entonces el escritor mejor pagado del mundo, esperaba disgustado el tren en una estación perdida de la India a mediados de los años 30. La espera era más fastidiosa de lo acostumbrado porque Maugham había olvidado las maletas en un tren anterior. No eran la ropa y sus enseres los que preocupaban al escritor, sino los libros. ¿Cómo haría para soportar tantas horas de espera sin ninguna lectura que echarse a la boca? Rebuscó en sus bolsillos y encontró un viejo contrato. Lo leyó hasta aprendérselo de memoria, pero era del todo insuficiente, así que preguntó al jefe de estación si tenía en su despacho algún libro que prestarle. El hombre le señaló la guía telefónica y Somerset Maugham pasó las horas leyendo los nombres de los vecinos que poseían un teléfono en aquel pueblo perdido. Antes de subirse al vagón que debía llevarlo a su destino, alguien le acercó las maletas extraviadas y le preguntó cómo lo había pasado durante las horas muertas. ¡Horrible!, ¡fatal!, respondió Maugham señalando la guía de teléfonos, ¿cómo es posible que este pueblo tenga tan pocos habitantes?

Esa voracidad lectora, que hace que hasta una guía telefónica de la India parezca corta, me recuerda a mi padre. Una de las imágenes más nítidas que guardo de él en mi cabeza lo dibuja leyendo las etiquetas de los champús en los centros comerciales. Siempre lo perdíamos por los pasillos porque se quedaba leyendo la composición de cuantos productos caían en su mano. Tenía la manía de leer en alto —o al menos en semialto, no llegaba a ser propiamente en alto, sino un murmullo, como un pequeño rezo—; las letras parecían tener un poder de atracción invencible sobre él.

Resultaba difícil salir indemne de la visita a mi padre en el hospital en sus últimas semanas de vida. Aunque no lo hablásemos entre nosotros, sabíamos que la siguiente parada era el final, el momento en que la fibrosis limitaría tanto los pulmones que el corazón dejaría de dar abasto. A cada visita lo veía más consumido, parecía que sus brazos se fueran a deshacer como el papel de un libro muy antiguo, como si ya no quedase carne en ellos, solo piel envuelta. Para tratar de animarlo le llevé al hospital mi segunda novela días antes de que saliera a la venta, pero aunque intentó dos veces su lectura, le exigía un esfuerzo que ya no era capaz de hacer. Que el hombre que leía las etiquetas de champú abandonase el libro de su hijo sobre la mesilla indicaba que había llegado el final. Supongo que en su momento los hijos de Somerset Maugham, cuando su padre dejó de leer, concluirían algo semejante a lo que concluimos nosotros aquel día.

Lo más doloroso era que la cabeza de mi padre permanecía intacta, estaba tan lúcido que solo podíamos lamentar que su cuerpo fuera incapaz de seguir acarreando ya su mente. Como aún no habíamos superado la pandemia, las visitas debían hacerse con mascarilla y de uno en uno. En los ratos que pasé a solas con él, charlamos de libros y películas y escritores y personajes, y fue entonces cuando me di cuenta de que él y yo solo sabíamos comunicarnos a través de historias. En los cuarenta y dos años que compartimos, mi padre y yo apenas hablamos directamente sobre lo que sentíamos. Lo que hacíamos era contarnos historias.

En alguna ocasión lamenté no haber tenido una relación más cercana con mi padre —y me quejé en voz alta, o en semialto como hacía él leyendo la etiqueta de los champús—. En alguna ocasión creí ser Brick en La gata sobre el tejado de zinc, cuando habla con su padre, enfermo de cáncer terminal: Te has gastado un millón de dólares en trastos, ¿acaso te aman?, dice Brick. ¿Para quién crees que los compré?, responde el padre, son tuyos: la casa, el dinero, todo. La réplica del hijo me emociona: ¡Cosas, no quiero cosas!, grita rompiendo todo lo que se le pone por delante.

Mis padres nunca tuvieron un millón de dólares; por no tener, nunca tuvieron ni casa propia, pero siempre me compraron todo lo que les pedí. Me compraron cosas, pero yo no quería cosas. En uno de sus relatos, Lucia Berlin lo expresa con una belleza desgarradora: «A veces pensaba que si un tigre me arrancaba la mano a dentelladas y yo corría a buscar a mi madre, ella simplemente me soltaría un fajo de billetes en el muñón.»

Durante años me convencí de que todo lo que había recibido de mis padres eran cosas. Hasta que en esos últimos días en el hospital entendí que mi padre me había entregado mucho más que billetes en un muñón. Me había dado las historias, la capacidad de escucharlas y disfrutarlas, la capacidad de crearlas. Entonces entendí que estoy hecho de historias. Entendí que si algún día alguien me quita las historias, me desharé como se deshacían los brazos de mi padre, como las páginas de un libro muy antiguo, como si hubiera que atar los pellejos que me envuelven para que no me convierta solo en aire.

[…]

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Autor: Javier Peña. Título: Tinta invisible. Editorial: Blackie Books. Venta: Todostuslibros.

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