El hombrecillo con traje negro de saldo y sombrero negro de saldo baja de la culebra mecánica, que reinicia su deslizamiento con una respiración sofocada. Una manga vacía dentro del bolsillo de la chaqueta. La otra acaba en una mano que sujeta una maleta. Hacía mucho tiempo que el tren no paraba en Black Rock, un puñado de casuchas diseminadas en el desierto como un esputo. Los ojos se clavan en la negra espalda del manco. A cada movimiento del extranjero los mismos ojos —ahora pegados a unas caras apretadas en un gesto nada amable, insertadas en unas cabezas pegadas a unos cuerpos en tensión— lo siguen de cerca. Su sola presencia es una amenaza.
Black Rock nunca fue lo mismo tras la visita del misterioso tullido. No importa, queda al menos un villorrio parecido. El coto privado del escritor, músico, cineasta y dibujante S. Craig Zahler —Miami, 1973—. Zahler Town es una psicogeografía conformada por Bone Tomahawk (2015), Brawl in Cell Block 99 (2017) y Al otro lado de la ley (2018) —barato título genérico con el que fue bautizada en España Dragged Across Concrete cuando fue adquirida para ser emitida por televisión–—. Se podrían añadir las dos novelas del autor publicadas hasta ahora en castellano por la editorial Tres Puntos Ediciones: el descarnado western Espectros de una tierra trizada (2018) y la desasosegante Negocios sucios en North Ganson Street (2023), que el director intenta convertir en serie. Zahler Town es más vasta —una veintena de guiones, entre largos y series, vendidos a los estudios y sin producir porque el autor no acepta cambios o reescrituras; otras tres novelas y dos novelas gráficas inéditas en España—, pero esta visita está circunscrita a las paradas disponibles en nuestro idioma.
S. Craig Zahler hace cine independiente dentro del cine independiente. No es un estilista propenso a los estallidos como Sam Peckinpah, uno de sus ídolos. No le interesa, tampoco podría permitírselo con los exiguos presupuestos que maneja. Él es espartano y se mueve en un medio tiempo, gastando un fino sentido del humor que va de lo terrenal a lo marciano, del negro al Vantablack. No hace gala de la fluidez y la naturalidad de su amado Sidney Lumet, tampoco lo pretende: clava a los actores y clava la cámara frente a ellos, solo se mueve cuando estos se mueven. Elabora una argamasa de tiempos que los personajes franquean: hablan, respiran, suspiran, miran, piensan, sangran, agonizan o todo junto. No buscan evolucionar, más bien describirse ante unos actos concretos absurdos, atroces, cuando no indescriptibles. El miamense residente en Nueva York es un hombre insobornable y de palabra, como sus personajes, razón de ser de sus películas. Los diálogos de cada uno, su verdadera arma, su verdadera alma, tienen una cadencia única; una musicalidad genuina bella de escuchar a pesar de lo terrible que sale por la boca.
La fotografía, digital, hipernítida, demasiado limpia, no termina de casar con el estilo de escritura —decisión personal o rigores presupuestarios—. Ocurre lo contrario con la banda sonora; forma un todo armonioso con el guión. Destaca una colección de sedosas canciones de R&B diegéticas con protagonismo propio, cuentan su versión de lo que se ve. Son compuestas ex profeso por Zahler —se reserva cantar algún tema— y sus colaboradores de lujo, como los clásicos The O’Jays —en Bone Tomahawk predominan las cuerdas y los coros—. La idiosincrasia propia del cine de serie B y de explotación de las décadas de los 70 y 80 proveniente de Hollywood, Hong Kong o Italia, infunde carácter a un corpus orgulloso de su intransigencia. Zahler no toca una coma de un guión, escrito desde el principio y hasta el final sin versiones; tampoco grita “acción” si no tiene garantizado el control creativo y el montaje final. Los planos cadenciosos pasan uno a uno como páginas y las páginas de sus libros pasan una a una como planos.
Da la sensación de que Zahler ha llegado tarde. No se ha convertido en una estrella como Quentin Tarantino, con el que comparte intereses y voracidad cinéfaga; no ha conseguido hacerse de oro facturando westerns a una mayor, como Taylor Sheridan. Tras dar mucho y bueno que hablar con su puesta de largo, Bone Tomahawk —mejor dirección y premio de la crítica en Sitges—, parece haberse quedado a medio camino. Es cierto que el rodaje de Dragged Across Concrete, su última película, la más larga y ambiciosa, no fue la mejor experiencia. Su recorrido se vio lastrado por una relación enrarecida con parte del equipo y por la mala prensa —las vicisitudes no se cuentan en este tour, se recomienda ponerse en contacto con la oficina de turismo de Zahler Town para más información, se advierte que probablemente esté cerrada o haya sido asaltada—. Zahler, desde finales de 2021 representado por Range Media Partners —en cuya cartera se encuentran primeras espadas como Michael Bay o M. Night Shyamalan—, desearía hacer una película año. No ha conseguido levantar ningún nuevo proyecto hasta la fecha. Menos mal que, como inquieto hombre orquesta, puede encontrarse razonablemente satisfecho escribiendo o dibujando en su escritorio diez horas diarias mientras escucha rap o metal.
Zahler Town no es un universo, más bien se trata de un reducto. Aquí los zahleritas viven en contra de la ubicuidad. Habitan un espacio y un tiempo aislados donde solo pueden estar ellos; viven deslocalizados y aspiran a localizarse. Algunos habitantes deciden ser más que un elemento del decorado y se juegan la integridad de su razón y de su cuerpo en agujeros como la morada de los trogoditas en Bone Tomahawk, la prisión de Redleaf en Brawl in Cell Block 99 o los Montones, esos apocalípticos suburbios de la ciudad ficticia de Victory en Negocios sucios en North Ganson Street. Báratros donde el ser humano es materia fútil, periferias de periferias en las que comparece al límite de sus fuerzas para ser reducido a escoria.
En la naturaleza todo es contingente, es azar o es autoridad del destino manifiesto. Una pregunta de difícil respuesta que surge en todas las mentes de Zahler Town antes de apagarse por un motivo u otro; cada una sabe en lo más profundo de su ser que una muerte es todas las muertes, la primera y la última, que irá seguida de otra. Todo está contenido en todo y no existe sin lo demás. Quién va a llegar al final de la historia con vida allí donde no puede darse, esa es la gran pregunta.
En los orígenes, cuando el añejo siglo XIX cedía el paso al moderno XX, Zahler Town se llamaba Bright Hope, tal y como cuenta Bone Tomahawk. Era una comunidad pacífica, civilizada y floreciente que confiaba en el futuro y había olvidado muy pronto de dónde procedía. Sus huellas se estampaban en sangre seca, la de los anteriores pobladores. Olvidaron a los que estaban allí antes que ellos, reducidos sus hogares a polvo de ceniza y ellos a polvo de huesos. Como si no hubiera habido historia, como si comenzase con ellos, querían ser los primeros decentes, los primeros valientes, los primeros en tomar malas decisiones. No es así: están unidos a lo que fueron y a lo que serán y el mundo sigue siendo grande aunque no quieran y el confín se abomba por los lados y no deja ver lo que se viene por el rabillo del ojo. Acontece lo inexplicable que evidencia la fragilidad de esa civilización que es toda la civilización y el mundo en su inmensidad vuelve a ser amenazante e inabarcable en su horror. Y a la hora del ocaso no se oye un “buenas noches y felices sueños”; rompe el cielo un lejano clamor gutural que estremece a las piedras. Como si el mundo fuera nuevo o distinto o extrínseco a la propia realidad.
La naturaleza no es psicológica, el ser humano la infunde de psicología para entender lo que hace en ella; no deja espacio posible para la unicidad del ser humano, entidad psicológica, resorte obligado a justificar su existencia y su sentido. Entre el ánsar indio a más de 6.000 metros de altura y el pez caracol a 8.000 metros de profundidad, el ser humano prolifera por el suelo sobre dos extremidades sin poder hacer gran cosa sobre esta parte del plano horizontal sin valerse de complejas herramientas. La naturaleza no necesita imaginación, el ser humano sí, de ahí viene su conflicto sempiterno con el universo y con todo lo que contiene. El enemigo que está escondido ahí fuera da sentido a la hazaña. Basta con que quede un solo extraño en el extremo más lejano de la tierra para que el hombre educado se vea amenazado, desposeído, angustiado ante la otredad. “Todo cuanto existe sin yo saberlo existe sin mi aquiescencia”, sentencia el Juez Holden, gigante calvo de piel lechosa y Dios de toda carne, en la canónica novela Meridiano de sangre —traducción de Luis Murillo Fort—, de Cormac McCarthy. Obra y escritor que no gustan a S. Craig Zahler. La existencia del ser humano solo tiene sentido si vence a la naturaleza. La lucha del hombre por dominar la creación viene alimentada por el miedo a lo desconocido, que lleva a actuar o a no actuar.
El sheriff Hunt —Kurt Russell—, su ayudante Chicory —Richard Jenkins—, Arthur —Patrick Wilson— y Brooder —Matthew Fox—, cuatro hombres sensatos, se encuentran frente a lo que consideran salvaje, incomprensible, irracional. Siempre estuvo ahí, antes de la civilización, a pesar de la civilización. Viajarán por llanuras, valles y cordilleras hasta encontrarse con criaturas sin comparación. Es posible que la misión de salvamento a la que se han consignado no tenga éxito, que no regresen o que los que lo hagan lleven dentro un dolor punzante en las tripas para siempre —como ocurre en Espectros de una tierra trizada, otra crónica de un rescate devenido en matanza—. Se presiente un poso de lamento en Bone Tomahawk, advertido por su banda sonora. Un dolor incesante, que arrastran cuerpo y alma por separado. Parece una señal foránea que sigue el receptor para no enloquecer, para mantener unidas ambas sustancias. Se confunde con el grito en una frecuencia inaudible y perceptible hasta en el tuétano del paisaje agonizante. Todo sufre simultáneamente en paralelos y meridianos.
Bradley Thomas —Vince Vaughn— es el hombre más fuerte del mundo. Ejerce su autoridad y fuerza magnánimas. Puede acabar con todos sus enemigos menos con uno, el peor de todos. Él no es un idiota como los demás, todavía piensan que tienen alguna capacidad de decisión sobre sus vidas. El monstruo iracundo está dentro manejando los hilos, preferiría salir a destrozarlo todo. Durante un tiempo el sansón pelado parece dominar a la bestia, hasta que su frágil orden se quiebra. Toma la peor decisión, la única posible, la que le dicta su némesis. No se debe subestimar la supremacía devastadora de la eventualidad.
Thomas, poderoso taumaturgo del dolor, sabe qué fortuna le espera. Acata su sino. Dicta su voluntad. Sabe la distancia de cada paso que da con la parsimonia que se permiten los sabios para llegar a la verdad. Ninguna distracción lo desvía ni un milímetro del sendero que se traza. Entiende todo lo que va a ocurrir, entregándose obstinado a su penitencia. La cámara insiste en pegarse a la cruz tatuada en la piel de su cogote de granito, simboliza la carga que sostiene. Con su uniforme naranja y los estigmas de manos y pies es un buda cristiano, una aberración deífica. Su cráneo brillante es el único punto de luz en la oscuridad de las galerías que desciende decidido hasta la cavidad anal de la prisión de máxima seguridad de Redleaf, el bloque 99, de donde huyen las cucarachas, los únicos seres con corazón de Zahler Town.
En cada celda y corredor de una cárcel se siente una presión indefinible. Es el aire pesado, denso de respirar, opone resistencia a la marcha. Se acumula sobre los hombros, sobre el cráneo, anega los pulmones. Es una especie de anestésico. De veneno. El dolor es insustancial para el Hércules sureño. Cada nuevo dolor ya lo ha experimentado en su inmensa sabiduría. Finge que lo siente, como fingen aquellos que reciben sus golpes. Para sus adversarios el dolor es tan anodino como respirar. No tienen nada dentro como representaciones más o menos hábiles, más o menos torpes, de lo que se supone que es ser humano. Sus cuerpos son meros andamiajes que se deforman y rompen ante la fuerza explosiva de los puños del titán flemático. Quedan abandonados en el suelo como piñatas reventadas.
El bloque 99 existe porque hay algunos que necesitan dolor; en Zahler Town parece que a nadie le sabe igual y los reclusos participan en una retorcida farsa de fingimientos en el que los quejidos, la muecas y los rictus afectados son solo artificios o rémoras de una humanidad extraviada. El titán flemático es sometido con un cinturón que le profiere descargas eléctricas cuando sus sádicos carceleros pulsan el botón de un mando a distancia. Aprovecha la soledad de su celda para colocarse las plantillas de las zapatillas del uniforme entre sus riñones y los electrodos de la abrazadera, interrumpiendo así la corriente. Finge que finge el dolor. Ya está hueco. Disimulando que sufre una descarga cuando los guardianes activan el cinturón por enésima vez, se zafa de ellos y sigue su designio. Ya está preparado. Al llegar al final de este viaje de autoconocimiento, Bradley Thomas encuentra su fragilidad perdida —su humanidad perdida— antes de que su cabeza salte en mil pedazos como la de un pelele cualquiera.
We shatter / We all fall / It’s a sign of the times / We shatter / We all crack / Trying to walk the line. Nos hacemos añicos / Todos caemos / Es un signo de los tiempos / Nos hacemos añicos / Todos nos rompemos / Tratando de caminar por la línea. Lo canta con su habitual rabia Franklin James Fisher, frontman de Algiers, en «Everybody Shatter» —»Todo el mundo se hace añicos»—, primer corte del último y rotundo álbum de la banda, Shook (2023). En Zahler Town, como en cualquier otro cenagal, uno tiene dos opciones: caminar por la línea o saltársela. Ambas decisiones son nefastas.
Transgredir es asumir. Asumir que nada puede cambiar en el universo y que no hay error posible en las acciones ni en las consecuencias; aprender que no es cognoscible ni valorable ni gravable ingresar en el mundo y participar de él. No hay moral en la transgresión. Es lo que implica despegarse del fondo, pasar de ser paisaje a figura. En Dragged Across Concrete la línea es tan fina que es difícil saber cuando se rebasa, se vuelve a ella o se pierde de vista. A lo mejor es que ya no quedan líneas que cruzar en Zahler Town. Algo las ha borrado todas. El dolor social que provoca la desigualdad, los conflictos raciales o los sueldos míseros.
Brett Ridgeman —Mel Gibson— y Anthony Lurasetti —Vince Vaughn— son obreros de la ley. Embrutecidos por la calle, solo entienden una forma de proceder, la que funciona, la suya. El futuro los ha expulsado de sus planes. Creen que conocen al dedillo cómo van las cosas o, más bien, se saben el guión de memoria. Compañeros, amigos, matrimonio. Saben lo que odian del otro. Se manejan demasiado bien, pero no lo suficiente: todavía no se han puesto a prueba. Henry Johns —Tory Kittles— y Biscuit —Michael Jai White— son obreros del crimen. En el hampa también hay clases y estos dos pertenecen a la proletaria. Amigos de la infancia, se cubren las espaldas. Johns acaba de salir del trullo y necesita algo para sacar a su familia adelante. Biscuit le propone en un asunto para comenzar de nuevo.
Los dos agentes y los dos chorizos, las dos caras de la misma moneda, han llegado a ese punto en el que saben nada va a mejorar. Quieren su parte del pastel, esa que se les ha negado siempre. Lo que van a hacer está mal; sería peor si no hicieran nada. El par de zorros negros y los dos viejos lobos blancos, la pareja de polis y la de cacos, van a intentar jugársela a unos leones blancos solitarios. Transgredir la línea implica alterar el orden natural de las cosas. No quieren seguir en el eslabón bajo de la cadena trófica, ahora aspiran a coronarse como superdepredadores.
Johns y Biscuit son contratados por los félidos para hacer el trabajo sucio durante un golpe: conducir, vigilar si son seguidos y limpiar algún que otro fluido humano. Llevarán pelucas y la piel del rostro pintada de blanco para no ser identificados. When you hop on that trolley / Make sure your colors correct —Cuando te subas a ese carro / Asegúrate de que tus colores son correctos—, canta Kendrick Lamar en el tema «m.A.A.d city», del álbum Good Kid, m.A.A.d City (2012). S. Crag Zahler lo considera uno de los cinco mejores discos de rap publicados. Para hacer lo que hacen Johns y Biscuit hay que tener estómago; en su poco agradecida posición pueden perder hasta el órgano con el que se soportan las tareas más desagradables.
Bone Tomahawk y Brawl in the Cell Block 99 tienen final feliz, si se considera como tal que al menos queden en pie de uno a tres personajes del plantel principal. Dragged Across Concrete cumple con el baremo. El hombre negro recién salido de la cárcel, sin nada a lo que agarrarse, sobrevive a dos polis blancos corruptos y a una desalmada banda de atracadores. Por el camino acaba forrándose; saca de la miseria a su madre y a su hermano pequeño. El relato daría para una buena canción de rap y se podía titular «Fucking Lion King». Justicia poética. Puro neoliberalismo. Buen chico, mala ciudad.
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