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¡Titila!, un cuento de Alfredo Herrero

Imagen de portada: Henry Fusell, The Nightmare, 1781.

Cómo nos gusta en la Escuela de Imaginadores dar cabida a lo distinto. Procuramos respetar y cultivar todas las voces, cuanto más personales mejor, porque entendemos que ahí reside el germen del talento.

No obstante, también es importante cuidar aquellos talentos que son de naturaleza versátil. Es el caso del imaginador Alfredo Herrero, músico, lector voraz y gran reseñista, con relatos publicados en diversas revistas y antologías: aunque sus inclinaciones tienden hacia los géneros de la imaginación, como el surrealismo, la ciencia ficción o lo fantástico, sus historias ensayan multitud de registros distintos. Y precisamente hoy, nuestro autor del mes explora un camino que apenas ha frecuentado. Desde la cotidianidad y el tratamiento hiperrealista, desde los pequeños detalles, el tiempo real y los diálogos, desde la tensión familiar y el escenario de una fiesta en una masía levantina, con su cuento «¡Titila!» interroga los límites entre lo real y lo imaginario.

******

¡Titila!

Estaba sola en la cocina, fregando los cacharros amontonados desde hacía días en la pila, frente a la ventana. Parecía que Lila Arona miraba hacia el exterior soleado, hacia el enorme jardín de la alquería, herencia de su abuela valenciana, pero en realidad tenía la mirada tachonada en la pintura descascarillada del marco de la ventana. Restregaba el estropajo sobre el mismo plato desde hacía minutos, creando más y más espuma, mientras pensaba en qué era todo aquello que había visto afuera. Temblaba. Le parecía como si de repente hubiera estallado una granada, esparciendo trocitos rojos aquí y allá. Hacía rato que no veía a su esposa y sentía que algo del exterior la llamaba, le susurraba, la provocaba.

Al final tendré que hacer algo.

Se lo prometió por su pareja, a quien imaginaba sola. Puso el plato bajo el agua, casi sin mirar, salpicándose de espuma la ropa.

Lila llevaba una camisa azul por fuera y unos pantalones sueltos, negros. Muy elegante, le había dicho alguien hacía un rato. Y ella solo pensaba en el pelo rubio encrespado y sucio, y en el sudor reseco que sacaba brillos a su frente. Sentía cómo la calma y la rabia se batían en el interior de su mente quebrada, dando paso a la duda.

¿Debo seguir fregando o actuar?

¡Fregar o actuar!

¡¡Fregar o actuar!!

Y vinieron del exterior unos chillidos agudos, constantes, pero no miró, se limitó a abrir el grifo al máximo para acallarlos. De reojo vio que un vaso rodaba hacia el borde de la encimera blanca de mármol. Por un momento sonrió y se preguntó cómo sonaría, cuánto se extenderían sus fragmentos, qué forma tendrían. Y meneó la cabeza.

Pues como los de otro vaso roto, lerda.

Y Lila lo cogió antes de que cayera. Alzaba el vaso y lo miraba como un trofeo, con una sonrisa bobalicona, simple. Era su favorito, el que se trajo de la exposición de Praga, ancho, transparente. Y a través de él, lo vio, despejando las dudas. Un demonio, rojo como la sangre, le clavaba su mirada desde el otro lado de la ventana. En efecto, el vaso sonaba igual que los otros, pero no más que el grito de Lila. Y como satisfecho por haberla hecho chillar, aquel engendro, riéndose, se marchó hacia la izquierda. Lila fue al jardín dispuesta a todo, como se había prometido.

 

 

Horas antes, Alba Quijona trataba de no discutir con su madre mientras conducía de camino al bazar, en las afueras de Valencia. En realidad, lo que la fastidiaba era la cuestión, llevaba todo el camino dándole la murga con Lila. Sabía que no tragaba a su pareja, así que deseaba zanjar el tema lo antes posible.

—Y eso no es lo peor, Alba, es que a veces tiene un pronto de párate y no te menees, hija. No sabes cómo me habla a veces.

—Bueno, mamá, que todos nos conocemos aquí, ¿eh? Un poquito de comprensión, ¿vale? Hablaré con ella.

—A ver si quiere enterarse —dijo la madre mirando por la ventanilla.

—¿Sabes? —dijo Alba, picada por el tono de su madre—. Vamos a iniciarnos en el nudismo, esta noche nos probamos los bañadores. ¿Quieres que te cuente cómo es el suyo?

Sabía que era argumento suficiente para tenerla callada hasta que llegaran al bazar. Su madre, que alardeaba de tener la mente abierta, se ruborizaba cada vez que dejaba caer algún secreto de alcoba para azuzarla un poco.

Aparcaron el Porsche Cayenne en el parking del bazar. El coche, blanco como la luna, no podía contrastar más con Alba: vaqueros, riñonera y camiseta negros.

Cosas más raras he visto, pero qué más da, qué importa.

Después de dos vueltas por los pasillos del establecimiento, hacían cola para pagar.

—¿Tienes todo? No quiero volver a este laberinto de ratas para coger platos, o vasos, o cualquier mierda que se te haya olvidado —dijo Alba mientras se trenzaba la melena negra.

—No te preocupes —dijo la madre. Y cambió de tono—. Escúchame, Alba, ¿has pensado en lo de la fiesta temática? Mira, con algunos de esos bastaría. —Y señaló unas bolsas de cotillón en la estantería de enfrente.

Alba la miraba de reojo, la paciencia tenía un límite. Se contuvo para no mandar el cumpleaños a la mierda.

—Mamá, no me jodas, bastante tenemos con recibir a tanta gente en casa, como para encima vestirlos.

—Lo decía porque hará más memorable todo, los padres que vengan quedarán encantados. Además, piensa que se le ha caído su primer diente, habrá que celebrarlo también, ¿no?

—Mamá, que no es mi casa, es la casa de Lila —dijo Alba—. Basta ya, joder.

—¿Vives allí y no es tu casa? —dijo con retintín la madre—. Anda, si es solo decorarla un poco más.

—¿No escuchas, mamá? Además, es una fiesta de críos, se lo pasan bien hasta tirándose arena —dijo, y cruzó los brazos—. Y dile a tu otra hija que la próxima vez se vaya a un sitio de esos de colchonetas con todas esas liendres.

—Alba, sabes que desde que se separó no tiene nada.

—¿Y a mí qué? Pues a un parque, que son gratis, bastante que le hacemos la compra. Ah, y lo dicho, hora y media o saco la manguera.

Avanzaron unos pasos hacia las cajas y la madre suspiró hacia abajo.

—¿Qué te pasa ahora?

—Nada, hija, a veces parece que os cae mal vuestro sobrino.

Alba abrió los ojos, negros, enormes, y contuvo la respiración. Exhaló despacio, sabía que si se encendía luego no paraba.

—Sabes que no es así, joder, mamá. Si fue el nombre de Lila el que Sergio se aprendió primero.

—¿Titila? —Y soltó una carcajada—. Eso no es un nombre, por favor. Escucháis lo que queréis.

—Lo que sea, pero tu otra hija no es la única persona del mundo que tiene problemas. Y escucha —dijo con una sonrisa hecha a navaja—, no vayas por ese camino otra vez o te digo qué planes tenemos Lila y yo para nuestro aniversario.

Le causaba satisfacción ver a su madre ruborizarse, pero al pensar en Lila se le agrió el ánimo. No dudaba de que quería mucho a su sobrino, pero su pareja no estaba pasando por un buen momento. Sacó de la riñonera las llaves del coche, algo de dinero y se los entregó a su madre. Le dijo que terminara de pagar y que la esperara en el vehículo. Y dio la vuelta, internándose en los pasillos del bazar a la caza de un detalle para Lila.

 

 

Condujeron media hora hasta la casa, una coqueta alquería blanca reformada, plagada de ventanas y con el tejado en uve. La típica vivienda valenciana rodeada por un enorme jardín que llegaba a la carretera, y una piscina en la parte de atrás en la que se arremolinaban sombrillas y tumbonas.

Esto sí que no desentona con el vehículo.

Al descargar las cosas del coche se dio cuenta de que había bolsas de más. Abrió una y miró a su madre.

—Joder, mamá, ¿lo haces para provocarme? —dijo mientras sostenía uno de los cotillones en la mano—. Te dije el otro día que el tema es serio.

—Nada, hija, le das demasiada importancia, verás qué contentos todos —dijo con una sonrisa mientras la apartaba para coger las bolsas.

—Ni se te ocurra repartirlos —dijo Alba, tiesa como un palo. La paró y lo recalcó—. Ni se te ocurra. Advertida quedas, mamá.

Pero la madre aleteaba con las manos quitándole importancia y, cogiendo unas bolsas, se adentró en la casa. Se puso manos a la obra con la decoración del jardín, aunque faltaran horas para que vinieran los invitados.

Alba miraba la pila llena de cacharros tras dejar las otras bolsas en la cocina, y llamó a Lila desde la cocina, pero no obtuvo respuesta. Subió a la primera planta, donde los dormitorios, pero no estaba en la habitación. Tampoco en ninguna de las otras tres estancias. La encontró en el estudio de la buhardilla, con las persianas bajadas y la luz de la mesilla encendida. Dormía en el sofá amarillo, con un libro de Philip K. Dick sobre el regazo. Ubik. Alba la miraba y se le encogía el corazón. Si alguien se preguntaba cuánto dolor podría soportar una persona, enfrente estaba la respuesta, navegando día y noche entre pesadillas. Iba en pijama desde hacía semanas, uno beige, desgastado, con el logo de Nirvana. Alba sabía cómo actuar en épocas así.

Son rachas, decía cuando le preguntaban en petit commite.

No sé cómo aguantas, decían algunas personas.

Por qué tiene dinero, decían otras.

Entonces todas reían, y Alba se marchaba y borraba sus números del teléfono.

Paciencia, mucha comprensión, y luego todo eran flores, charlas amenas sobre la última película de Villeneueve, paseos por la Albufera, y, sobre todo, un torrente de creatividad. Lila Arona era una artista de primer nivel, arte en estado puro, líquido; y Alba Quijona, su cauce. No la guiaba, la acompañaba.

En la mesilla se amontonaban clínex usados y otros libros. Kafka, Le Guin, Octavia E. Butler, Borges. Lila volvía a estudiar, volvía a documentarse para su siguiente proyecto. Alba temía que fuera demasiada presión, pero automáticamente se hizo recordar que ella era el cauce para contenerla, no para mandar sobre su destino.

—Cielo, despierta —dijo con suavidad—, ha llegado la bruja de cazar.

Lila abrió los ojos, tenían el iris de un azul pálido como el cielo, y Alba sintió que podría volar en ellos. Se posaron en la sonrisa abierta de Alba, con la desgana de las últimas semanas.

No pasa nada, Alba, saldrá de esta también, es demasiado pronto.

A Lila se le escapó un bostezo mientras se erguía en el sofá. Tenía la cara poblada de pecas que parecieron cobrar vida al despertarse. Miraba alrededor, como ubicándose.

—Hola, cariño. ¿Me he dormido? Iba a recoger ahora.

Alba la miraba con lo que definía como verdadero amor, el que duele por la preocupación. A veces era difícil la convivencia, y, por lo tanto, no se culpaba cuando le venían pensamientos intrusivos.

Lleva casi dos semanas prometiendo lo mismo, joder.

Meneó la cabeza para liberarse de esa idea y fue a encender los fluorescentes del techo. Volvió al sofá y se hizo hueco para sentarse al lado. La dio un beso en los labios y, sonriendo, puso un puño a la altura de los ojos de Lila.

—Mira lo que he cazado —dijo al abrir la palma de la mano. Tenía una figurita que, de no ser porque la había cogido de la balda de dinosaurios, cualquiera diría que pertenecía a esa especie. Deforme, casi hecha una bola de plástico verde, se intuían los colmillos en el morro aplastado del saurio, al lado de las patas. Lila la cogió con la mano y la admiró por un momento. Sonreía tímidamente. Misión cumplida.

—A ver… —dijo mientras hacía que la examinaba con una lupa ficticia—. Señorita Quijona, esta adquisición es perfecta para nuestra colección de rara avis.

—Lo sabía —dijo Alba apretujada a su lado. Tragó saliva—. Te recuerdo que hoy hacemos de anfitrionas, cielo, en un par de horas llega Sergio.

Lila se incorporó de inmediato con la ilusión pegada en la cara. Volvía a verla radiante, y, sobre todo, activa.

—¡Hoy es su cumpleaños! —Y se llevó las manos a la cabeza, tanteando los descuidados mechones rubios. Miraba al frente, hacia sus estanterías de trabajo—. Tenía por aquí algo para él —dijo, y revolvió entre láminas hasta sacar una caja de acuarelas Winsor and Newton.

—Pero cielo —dijo Alba con una carcajada—, que cumple cinco años.

—Parece demasiado —dijo Lila seria—, pero hay que arrancar con buen pie en el mundillo del arte.

Alba sonreía y levantaba las palmas de las manos.

—Como quieras, es tu regalo. —Y apagó la luz de la mesilla. Le dio pena tener que darle la estocada siguiente. Puso las manos sobre las rodillas—. Cielo, recuerdas que viene más gente, ¿no?

Lila puso un gesto de asombro que mutó gradualmente a otro de decepción. Tenía una cara tan expresiva que Alba podía leer las emociones en tiempo real.

—Es verdad, adultos funcionales —dijo Lila, y agachó la cabeza—. Puf, y yo con estas pintas.

—No te preocupes, solo estarán hora y media. Además, es en el patio, y nadie pasará a la casa —dijo Alba. Ya de pie, y con una mano en el mentón de Lila, la miró a los ojos mientras le levantaba la cabeza con cariño—. Cielo, queda en tus manos, ¿vale? No hace falta que bajes, aunque Sergio se pondría contento al verte.

Alba no sabía si presionarla era lo correcto, pero tenía que probar.

—Cierto, esto, vale, veré lo que hago.

—Mira, bajamos a la habitación a envolver el regalo de Sergio, luego te duchas y ya verás qué haces.

Cuando salieron del estudio, Alba Quijona, con gesto extrañado, echó un vistazo adentro buscando algo sin recordar el qué. Antes de cerrar la puerta, apagó los fluorescentes del techo, y un pastillero dejó de estar iluminado en la mesita.

 

 

El sol de media tarde refulgía, sacando los colores a escena. El verde del césped y de los fresnos de flor era el protagonista, el azul de la piscina y el blanco de la pared de cal los secundarios. Lila trataba de sonreír mientras paseaba por el jardín saludando a los padres de los niños. Se sentía traicionada por sí misma por estar dónde no quería, y además sucia, no se había duchado porque se le habían pasado las horas volando al envolver la caja de acuarelas. Últimamente sentía que el tiempo se le escapaba de las manos como los granos de arena de un puño. Aunque todos iban en manga corta, ella tiritaba de vez en cuando.

—Ese conjunto te queda muy bien, estás muy elegante —le dijo alguien que ella no conocía.

Eso le pasaba constantemente. La artista famosa, la siguiente Kooning, Pollock, Rothko, la promesa del expresionismo que todos conocían menos ella misma. A veces soñaba que estaba pintada en un lienzo y luchaba por salirse de él, para mirarse con los ojos de los demás, conocer qué veían, qué proyectaban. No sabía comportarse según las normas, igual que en su arte, las formas eran otras. Por suerte estaba Alba para controlarlo todo. Ella sabía desenvolverse en estas situaciones, o si no, domarlas a su antojo, como una gladiadora.

¡Así que eso es! Sí, una gladiadora contemporánea.

Es que la trenza morena a un lado realza esa cara de mala hostia.

Y los vaqueros y la camiseta negros seguro que los convierte en acero a su antojo.

Reía a carcajadas por el hallazgo, no podía parar. Tuvo que apoyarse en un señor que la miraba desconcertado y no contestaba cuando ella decía que si no era evidente que era una gladiadora contemporánea. Levantó la cabeza para buscar a un cómplice, alguien que también se estuviera riendo, que la entendiera, porque lo de Alba se veía a la legua.

—¡Vamos, hombre! ¡Fíjese! —dijo al señor, señalando a Alba.

La gente, callada, con rostros serios, empezaba a fijar la mirada en ella, a señalarla, y la risa de Lila se fue apagando, los miraba asustados. Pensó en que a lo mejor eran enemigos de Alba, en que la había delatado. Se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos.

¡No, Lila! Pero qué tonterías digo. Es una broma que se me ha ido de las manos. Tiene que ser eso.

Y sintió un brazo que la rodeaba con suavidad.

—Acompáñame a buscar más patatas, cielo —dijo Alba.

Lila caminaba para la casa como si de un autómata oxidado se tratase, a tirones, los quedos gemidos eran chirridos y, encorvada, se sintió ridícula. Sentadas en el sofá, bajo El carnaval de Arlequín de Miró, estuvieron abrazadas hasta que se le acabaron las lágrimas.

—Cielo, ya está, quédate aquí. Voy a echar a todos esos estirados.

—Pero es la fiesta de Sergio, se pondrá triste —murmuró Lila, que no paraba de temblar.

Alba la miraba con el ceño fruncido, como si estuviera pensando en otra cosa.

—¿Eh? No, verás que cómo lo entiende.

—No, continuad la fiesta —dijo poniéndole las manos en la cara—. Por favor, Alba.

Solo la llamaba por su nombre cuando se ponía seria. Esperaba que surtiera efecto. Vio cómo Alba dudaba, y después asentía.

—Pero descansa aquí, mira algo, y no hagas esfuerzos —dijo Alba, y se levantó—. En menos de una hora se acaba la fiesta y mando a toda esta gentuza a sus casas.

Cuando se marchaba, Lila le cogió la mano.

—No le he dado el regalo -susurró.­­

—Mira, en un rato le digo que pase a verte. ¿Vale?

Y vio que, en vez de irse para el jardín, Alba subía las escaleras con decisión.

 

 

Al cerrar el estudio de un portazo, una reproducción de La noche estrellada de Van Gogh resbaló por la pared con un sonido agudo hasta la tarima. Alba golpeaba la puerta con rabia. Le traía sin cuidado lo que se rompiera. Se sentía traicionada, acuchillada por la espalda y, le parecía mentira, todo el mundo sabía que con ella no se podía jugar.

No me lo puedo creer, joder.

Alba bajaba rápidamente las escaleras y vio que Lila no estaba en el sofá. Al llegar abajo, su madre salía de la cocina al pasillo con una botella de vino. Esta le huía la mirada. La persiguió hasta el otro salón, el que daba al jardín donde se celebraba la fiesta, y se interpuso antes de que saliera.

—Mamá, ¿qué cojones has hecho?

—¿Yo? Ir a por bebida —dijo mientras ponía la mano en el tirador de la puerta corredera de madera.

Alba se acercó deprisa y puso la suya encima.

—Lo he visto por la ventana —dijo señalando hacia arriba—. ¿Ya estáis contentas? ¿Ya tenéis vuestra puta fiesta temática?

—Ay, hija, no te pongas burra como tu padre. A tu hermana le hacía ilusión, ¡y es tu sobrino!

Vio que su madre echaba un vistazo afuera mientras sonreía. Pero la gente estaba distraída con sus bebidas, los niños correteando por el jardín con los disfraces del cotillón, hasta una mujer los maquillaba.

—Te lo dije, mamá, te lo advertí. Si es que sois unas putas sabandijas.

La madre puso cara de sorpresa y al intentar hablar, Alba le tapó la boca con la mano.

—Y te callas. Escúchame, mamá, a la mínima, pero a la mínima, todos a tomar por culo —dijo señalando la puerta de la entrada—. Y os podéis ir olvidando de repetir aquí cualquier cosa. Ya está bien de abusar.

La madre, enderezada, hizo un mohín de asco con los labios, que dio paso a una sonrisa.

—Fue Lila quien ofreció vuestra casa, perdón, su casa a Sergio —dijo haciendo énfasis en el «su»—. A ver qué dice ella.

Intentó abrir la puerta, pero Alba la mantuvo cerrada. Un poso de culpabilidad impidió que hablara durante unos segundos. Se repetía que era su madre, joder, que se tenía que controlar. Carraspeó y aflojó la mano que apresaba la de su madre.

—Te pedí que anuláramos la fiesta, no es un buen momento para Lila, ¿lo entiendes, mamá? —dijo con la voz más suave que pudo.

—Sí, lo entiendo —resopló la madre soltándose—. Entiendo que sois tal para cual.

¿He bajado las defensas por un momento y así me lo paga?

La madre hizo otro intento en vano de abrir la puerta y Alba apretó la mano todo lo que pudo, hasta que la madre se rindió.

—Vale, que lo he entendido, Alba. ¡Pero ya estamos aquí, no podemos hacer nada!

Alba apretaba los dientes mientras la miraba.

—No la jodáis, eso podéis hacer —susurró.

Y dejó que abriera la puerta corredera para que se marchara.

 

 

Alba esperaba en la puerta a que Lila saliera del baño, tenía los brazos cruzados para controlarse. Primero había llamado demasiado fuerte, sin medida. Sabía que eso la cabrearía y se lamentaba de meter más presión a la situación. Estaba cabreada, por su madre, por su pareja y por ella misma, por no haberse dado cuenta antes, pero sabía que no podía mostrarse ahora así ante Lila.

No, Alba, los halagos en público, las discusiones en privado, esa es la regla con la gente que importa. Ya lo hablaremos.

Y por fin salió Lila, con un albornoz morado y aún más despeinada que antes. Estaba seca, y temblaba.

—Iba a darme una ducha, ¡por Dios! Van a ser cinco minutos, Alba, a veces te pasas de controladora.

—Mira esto y tómatelo, por favor.

En la palma de la mano tenía unas cápsulas blancas y, al verlas, Lila Arona frunció el ceño. Al ponerse roja, las pecas de su cara parecían apagarse.

—¿Son las de hoy? Ya me las tomé.

—Cielo, son las de hace dos semanas —dijo Alba, y Lila dio un brinco—. No te preocupes, reiniciamos, como dice el psiquiatra.

Los temblores eran más evidentes en Lila, efectos secundarios de dejar la medicación de golpe.

—¿Dos semanas? ¿Cómo? —Lila se llevaba el puño a la boca mientras abría los ojos, anegados en lágrimas.

—El pastillero estaba tapado por los malditos —y suspiró—, perdona, por los libros. A cualquiera le hubiera pasado.

Lila maldijo en alto antes de coger las cápsulas e introducírselas en la boca. Las tragó con un vaso de agua que Alba le trajo.

—Lo siento, cariño —dijo. Y Alba se fijó en las cejas arrugadas, los ojos húmedos y abiertos, y en las comisuras caídas. Mostraban arrepentimiento, pero había algo más. ¿Desesperación? ¿Quizá miedo?

—No pasa nada, ahora descansa.

—¿Qué descanse? No, me siento mal, la culpabilidad me envuelve y es pegajosa. ¿Qué puedo hacer? ¡Alba, ayúdame! —dijo entre tiritonas.

Alba la cogió por los hombros cariñosamente para pararla, y con los ojos negros bien abiertos, la miraba fijamente mientras hacía respiraciones lentas. Cuando Lila se calmó un poco y los temblores cesaron, esbozó una sonrisa.

—Haz lo que ibas a hacer, darte una ducha. Esa culpabilidad estará ahí —dijo posando los dedos en la frente sudorosa de Lila—, pero no hay rastro de enfado aquí. —Y se puso la mano a la altura del corazón.

Soy demasiado buena mintiendo, joder, parece que estoy maldita.

Alba recogió con el pulgar una lágrima que se deslizaba por la mejilla de su pareja. El azul pálido de sus ojos brillaba.

—Gracias por estar pendiente —dijo Lila, y la abrazó.

Alba se derretía con sus abrazos, siempre le pasaba, pero este era especial, este contenía la solución a la incertidumbre de los últimos días.

—Te haré caso, Alba —dijo Lila con voz queda—. Por favor, dile a Sergio que pase en un rato para darle el regalo, que me ducho y subo a descansar.

Y Alba vio cómo cerraba la puerta y se arrepintió de no entrar con ella.

Es demasiado preciosa para no quererla, joder.

 

 

Acurrucada en el suelo, con las manos en el rostro y meneando la cabeza, Lila no podía parar de llorar. Le parecía increíble que se hubiera olvidado de la medicación durante dos semanas. Menos mal que su gladiadora estaba atenta, en guardia. Y sonrió al acordarse de ella y su ropa transformable.

Lila, qué no. A ver si esto me hace efecto pronto.

No sabría qué haría para recompensarla, quizá unas flores, una cena. Ya le vendría alguna idea mejor, pero ahora necesitaba sentirse útil. Frente al espejo se lavó la cara y se miró arrugando el gesto. Hizo lo que pudo con la melena rubia y se vistió entre temblores.

¡Los platos! Que estamos haciendo una torre y esa vajilla nos salió bien cara.

 

 

En cuanto Alba escuchó el grito procedente de la cocina, reconoció de quién era. Guardó el móvil en el vaquero, no sabía dónde estaba la maldita riñonera, y, rodeando la piscina para acercarse a la casa, vio que había niños disfrazados por todas partes. Los padres estaban en un grupo apartado, bebiendo, riendo, despreocupados. Era la gota que colmaba el vaso. Fue a la cocina y no vio a Lila por ningún lado. Más chillidos y gritos. Y se dirigió al garaje.

Se acabó, putas sabandijas.

 

 

No le importaba que el vaso hecho añicos contra el suelo fuera su favorito. De hecho, le parecía una alfombra con brillos, o un mapa celestial.

¡Céntrate! Ya compraré otro.

La puerta de la cocina que daba al jardín estaba cerrada con llave. Lila, toda roja de rabia, con las pecas apagadas, fue al pasillo, hacia la otra salida. Pensó que había llegado el momento de que ella salvara a Alba. Y entonces lo vio en el pasillo, casi al final, con esa boca deforme. El demonio seguía sonriendo, como provocándola. Se miraron y a Lila se le erizó el vello. Corrió hacia él.

Antes, cuando estaba fregando y vio a todos esos pequeños demonios por el patio, se le heló la sangre. Tuvo que mirar dos veces. Primero pensó que no sabía de dónde habían salido, pero después temió que vinieran a por la gladiadora. Y le preocupaba no ver a Alba por ningún lado. Trató de razonar mirando la pintura descascarillada.

Esto es imposible, improbable, por lo tanto, no está ocurriendo.

Hasta que vio al de la boca amorfa a través del vaso. Llevaba un tridente en una mano y la riñonera de Alba en la otra. Sin duda era real. ¿Qué le había pasado a Alba?

El demonio huía por el pasillo soltando risotadas. Lo alcanzó antes de que llegara a la puerta corredera de madera y de un manotazo en la espalda lo tiró al suelo. El demonio soltó el tridente y la riñonera. Era más pequeño de lo que se esperaba, así que le fue fácil hacerse con él. Lo arrastraba de la pezuña blanca hacia el jardín y Lila se sentía poderosa, capaz de desafiar a quien se pusiera de por medio. Una vez fuera, vio que había empezado a llover hacia arriba y el ambiente allí era un caldo de chillidos y carreras de gente y demonios.

Está emergiendo el infierno, así suena la gente que sufre. Dónde está Alba.

Lo pensaba matar delante de los demás para que la dejaran en paz. Otro engendro que cruzaba por allí la hizo tropezar y caer al jardín, al lado del horrendo mellado. Estirada todo lo larga que era, olía el césped, la tierra recién mojada, el sudor. Las voces se alejaban, pero el demonio no paraba de reír. Lila agarró con fuerza una cuchara que había entre los dos. Alargando la otra mano, alcanzó la pezuña blanca y, estirándose todo lo que pudo, dio una estocada por detrás. La cuchara de plástico se partió en el césped. El demonio había dejado atrás la pezuña blanca para huir. Iba gateando, y riendo, y ella se arrastraba de igual forma detrás de él. Cuando lo alcanzó, exhausta, se puso encima de él a horcajadas. El demonio tenía estirada la cabeza, dejando el cuello al descubierto.

Todo sucedió muy rápido. El demonio no pudo interceptar las manos firmes que le rodearon el cuello.

—¡Titila! —escuchó Lila al cerrarlas.

Y dos parpadeos después vio la boca abierta mellada, el maquillaje corrido, el disfraz del bazar, y reconoció a Sergio. Solo se escuchaban los aspersores y los gritos fuera del jardín. La gente se ponía a refugio del agua en la carretera, ahora proveniente también de la manguera que llevaba Alba. Escuchó una tos y Lila miró hacia abajo.

—¿Tienes mi regalo? —susurraba Sergio con la voz ronca.

Lila lo abrazó empapada, vestida con una mueca de horror desencajada. El agua de los aspersores disimulaba sus lágrimas.

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