—Esta mañana amanecí muy cansado, tanto que era incapaz de moverme de la cama. Generalmente, me despierto de un respingo y hago algo de ejercicio antes de ir a trabajar —50 flexiones, 25 sentadillas y 100 pesas—. Dedico al trabajo el 100 % de mi tiempo y todo lo que gano se lo doy a mi familia; ahora estoy empezando a ahorrar para que mi hermana Grete pueda ir al conservatorio porque toca muy bien el violín. No sé, no sé, esta mañana me siento raro. Creo que fueron las albóndigas que cené anoche y todo el pan que unté en la salsa. O la copa de vino peleón que bebí.
¡Mierda, no puede ser!, ¡tiene que ser una alucinación!, ¡esto no puede estar pasando!
¡Acabo de levantar la cabeza y no es mi cuerpo lo que encuentro sobre la cama sino el de una cucaracha gigante! Intento mover las piernas pero se mueven en su lugar abundantes patitas negras descoordinadas.
¡Qué voy a hacer ahora!, ¡no llego al trabajo!, ¡mi cuerpo no responde! Voy a contar hasta cien y a abrir los ojos de nuevo, voy a serenarme.
A partir de ese momento la voz de Gregor Samsa se diluye y se convierte en un sonido imperceptible para el oído humano «apwfdujskdgvbsfkañfksdvsklf». Cada palabra que dice no es entendida por ningún miembro de su familia que, al abrir la puerta de la habitación, se encuentra con una enorme cucaracha —brillante y marrón como un dátil— que trepa con agilidad por las paredes y segrega una sustancia pegajosa.
Dentro de la cucaracha está Samsa, pero solo nosotros —los de fuera del libro— sabemos que así es. Su familia no lo sabe, su familia no oye sus gritos de confusión sino un ligero silbido de insecto. Ojalá pudiera derribar la puerta de los Samsa, entrar en el libro y zarandear a la familia de Gregor.
—¡Es Gregor quién está ahí, joder!, ¡es vuestro hijo!, ¡no lo encerréis!, ¡no lo repudiéis!.
Pero claro, qué listos somos los lectores que todo lo sabemos; ¿podríamos acaso ver la tele con nuestro padre si se convirtiera en un insecto gigante?, ¿podríamos compartir espaguetis con nuestra madre si tuviera la presencia de una mantis?, ¿y besar a nuestro novio si fuera un escarabajo?, ¿podríamos ir al cine con nuestra hermana cucaracha y meter la mano en el mismo cartón de palomitas?
Otro gallo cantaría si Gregor se hubiera convertido en un perro, o en un lindo gatito. Pero entonces Samsa no sería hijo de Kafka sino de Disney. Kafka, el que destruía sus textos tras escribirlos. El tuberculoso que tanto tiempo pasó aislado. El niño insecto. Kafka, el bicho raro con ojos de lémur.
Por lo visto, en el original en alemán de La Metamorfosis, Kafka emplea la palabra Ungeziefer, que no hace alusión a una cucaracha o a un insecto en concreto sino a un bicho feísimo y repugnante. Un chinche, una rata, una araña. Pero las cucarachas, tan antiguas como los dinosaurios, que crujen como una patata frita al ser pisadas y almacenan en su cuerpo ácido úrico, son sin duda los insectos más repudiados de la tierra. Rápidas, extrañas, ajenas. Transmisoras de enfermedades y viscosas. Nocturnas. Y algunas tan negras como los ojos de Kafka.
«La familia debía tragarse su repugnancia y tener paciencia», escribe Kafka en La metamorfosis, y ninguno imaginamos al abrir la puerta a Samsa convertido en conejito o en Lulú de Pomerania, sino en algo inmundo y asqueroso, feo y marciano. En el insecto aborrecido por unanimidad, ese que pone los pelos de punta a cualquiera con su correteo sobrenatural; el bicho menos abrazable del mundo: la CU-ca-RA-cha.
Cuando pienso en Gregor Samsa me viene a la mente, como si lo hubiera visto en una película, un fragmento de un cuento de Cortázar, Tía en dificultades. Nadie en la familia entiende el pavor de la tía a caerse de espaldas y no volver a levantarse jamás, hasta que una noche uno de los sobrinos despierta al otro:
—Mi hermano el mayor me llamó por la noche a la cocina y me mostró una cucaracha caída de espaldas debajo de la pileta. Sin decirnos nada asistimos a su vana y larga lucha por enderezarse, mientras otras cucarachas, venciendo la intimidación de la luz, circulaban por el piso y pasaban rozando a la que yacía en posición decúbito dorsal. Nos fuimos a la cama con una marcada melancolía, y por una razón u otra nadie volvió a interrogar a tía; nos limitamos a aliviar en lo posible su miedo, acompañarla a todas partes, darle el brazo y comprarle cantidad de zapatos con suelas antideslizantes y otros dispositivos estabilizadores. La vida siguió así, y no era peor que otras vidas.
¿Sabes, Samsa? Yo quiero entrar en tu cuarto a hurtadillas cuando todos duerman, respirar hondo e intentar pensar que dentro de esa carcasa estás tú para que no me dé repelús tu presencia. Quiero pasar mi mano por cada una de tus patas de insecto y tus antenas, y hacerte cosquillas en el abdomen para que las escondas. Quiero darte gofres para cenar y Cola Cao con galletas Dinosaurus. Quiero hacerte la vida fácil y aliviar en lo posible tu miedo.
Yo te quiero, Gregor, y a veces siento que soy como tú y que estoy perdida en mi habitación sin saber qué hacer. Que soy un bicho raro. Que tengo antenas filiformes.
Venga, Samsa, que ya es tarde. Apaga la luz y deja que acaricie tu lomo negro. Hoy no puedes repetir lo que dices en tu libro, eso de que «tenías que haber desaparecido». Porque esta noche voy a tocar el violín para ti como hacía tu hermana, igual que en Casablanca pero sin piano y lejos del Rick´s, aquí en tu cuchitril, para que muevas patas, alas y antenas al ritmo de las cuerdas.
Vamos, Samsa, que quiero ver cómo bailan las cucarachas.
© Ilustraciones de Luis Scafati de la edición de La metamorfosis de Libros del Zorro Rojo, 2015. Edición especial 100 aniversario.
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Autor: Franz Kafka y Luis Scafati. Título: La metamorfosis. Editorial: Libros del Zorro Rojo. Venta: Amazon y Casa del libro
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