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Toda la verdad sobre mi adicción al sexo

Toda la verdad sobre mi adicción al sexo

Hace unos meses David Villanueva me pidió un relato para incluirlo en el volumen Drogadictos, que salió publicado el mes de marzo pasado. Yo decidí entregar un relato en primera persona sobre la adicción al sexo, titulado El secreto. La temática se salía un poco del marco que me había señalado David, porque él quería que nos centrásemos en adicciones clásicas, esto es, a sustancias. Cuando me planteó la objeción, en circunstancias que narro en el relato con cierta fidelidad, le dije que era una pena, porque tenía la intención de escribir un relato autobiográfico. No sé si me creyó al cien por cien, pero aceptó inmediatamente mi propuesta.

Desde su publicación, la prensa se ha hecho eco del volumen de relatos (con razón, hay en él historias excelentes) y también ha mostrado interés por el mío, entendiéndolo como una confesión: la historia que tenía que contar para librarme por fin de un secreto que me hacía infeliz y que arrastraba conmigo desde la adolescencia. Muchos periódicos han hecho hincapié en esa confesión: El cultural, La Vanguardia, eldiario.es, Diario de León, El Confidencial, El Periódico, entre otros medios españoles, y también se publicó la noticia, a menudo tomando la nota de agencia que subrayaba esa confesión, en periódicos mexicanos, brasileños, nicaragüenses. La noticia también salió en El País, único medio que mantuvo cierta ambigüedad en cuanto a la pretendida confesión.

Hace unos días, un periodista se acercó a mí para felicitarme por mi valentía por haberme atrevido a dar el paso, es decir, a exponer públicamente mi adicción al sexo.

"Sería fácil ridiculizar esa nostalgia de lo real que lleva al lector a interesarse por deformaciones interesadas de algo que sucedió y que lo convierten, probablemente, en un asunto muy distinto del que habría contado una crónica minuciosa."

“Esta historia no es verdad”, escribe el autor alemán Tarik Würger en la página de derechos de una de sus novelas. Quizá hemos llegado a un punto en el que la relación entre ficción y realidad se ha vuelto más confusa que nunca. La reciente proliferación de las biografías y las historias “basadas en hechos reales” muestra un deseo de realidad que parece nuevo en la historia de la literatura y del cine. Esta muletilla comercial, basado en hechos reales, parece prometer la seriedad de lo que se va a ver o leer. No es un mero juego, no es un entretenimiento, no es lo que se le ha ocurrido a alguien que se puso a inventar porque no tenía nada mejor que hacer: ahí dentro se encuentra la historia, a menudo dolorosa, de una vida humana. Esta historia es verdad, nos dicen, podría haberte pasado a ti.

Sería fácil ridiculizar esa nostalgia de lo real que lleva al lector a interesarse por deformaciones interesadas de algo que sucedió y que lo convierten, probablemente, en un asunto muy distinto del que habría contado una crónica minuciosa. Esas historias basadas en sucesos reales a menudo son versiones melodramáticas de acontecimientos que sólo fueron dramáticos, o visiones simplificadas de la vida de personajes conocidos (Mandela, Muhamad Ali, Abraham Lincoln). Pero no se debe ridiculizar la nostalgia, que siempre es el testimonio de una carencia: como el dolor fantasma, nos recuerda que hemos perdido un elemento necesario en nuestras vidas, y lo echamos de menos, y nos duele su ausencia.

"Queremos conocer lo oculto. Y, como digo en el relato, todos tenemos secretos y sabemos de esa inquietud de que salgan a la luz."

Es evidente que al escribir El secreto juego con esa nostalgia, y también con el deseo generalizado de conocer los secretos del otro. En algún lugar he contado ese experimento que se realizó en un zoológico, si mal no recuerdo con chimpancés: los científicos introdujeron una serpiente disecada en la jaula de los chimpancés, lo que generó cierto nerviosismo entre ellos. Todos daban un rodeo para evitar la cercanía del ofidio. Tiempo después, el científico introdujo una serpiente viva en un saco y lo dejó en la jaula; con gran inquietud, un mono se acercó, miró cautamente el interior y salió corriendo. Después, uno por uno, los demás monos fueron aproximándose también con precaución, tensos, el cuerpo de lado, preparado para la huida, abrieron el saco, miraron dentro y salieron corriendo.

Queremos conocer lo oculto. Y, como digo en el relato, todos tenemos secretos y sabemos de esa inquietud de que salgan a la luz. Nos fascina ver qué sucede cuando se descubren los de otro, en ese espacio seguro del programa televisivo o de lo literario. No nos puede pasar nada, nuestro secreto está a salvo, pero queremos sentir qué sucedería si no fuese así. Por eso también el ensayo autobiográfico y la autoficción gozan cada vez de más audiencia, porque nos revelan una supuesta intimidad del otro, nos permite asomarnos a lo que quizá ha ocultado hasta entonces; nos  sentimos cercanos, nos reconocemos o reconocemos a quienes nos rodean, vivimos el privilegio de ser admitidos al círculo más íntimo del escritor. En las últimas semanas, he oído a varios escritores decir que desconfían de la novela, que les ha dejado de interesar y prefieren el ensayo, a menudo el autobiográfico, porque la ficción sólo nos aleja de la realidad, no es una buena herramienta para acercarse a ella.

"Pero cuando alguien escribe una obra de autoficción espera que el lector sea consciente de ambas partes de la palabra: auto/ficción, que no tome como verdadero algo sencillamente porque el narrador lo afirma."

A mí me sigue interesando la ficción y también me interesa mucho la tensión que genera entre imaginación y realidad. En mi relato, yo jugaba de forma consciente esa necesidad del lector de asomarse a una vida ajena. La conozco por experiencia propia. Así que fui salpicando el relato con sucesos y detalles fácilmente comprobables, de algunos incluso había testigos. Sí, mi conversación con David fue más o menos como la cuento, mis calificaciones escolares sufrieron aquel lento deterioro, he vivido en el extranjero, he trabajado como intérprete en la Unión Europea… Una historia de ficción no tiene por qué buscar lo verosímil (por ejemplo, el relato de Mario Bellatín en ese mismo volumen juega con lo disparatado, lo que no significa que no cuente la verdad), pero si se desea esa verosimilitud es importante adornar la historia con detalles superfluos, que no tienen razón de estar ahí, el efecto de lo real, al que se refería Roland Barthes, y cuya necesidad es común en la ficción y en la mentira.

Pero cuando alguien escribe una obra de autoficción espera que el lector sea consciente de ambas partes de la palabra: auto/ficción, que no tome como verdadero algo sencillamente porque el narrador lo afirma. Así que supongo que mi relato fue a la vez un éxito y un fracaso: por un lado, al ser una obra en la que buscaba la verosimilitud, parece que la conseguí hasta el punto de que los lectores no entendiesen lo que tenían entre manos como una historia contada por un narrador inexistente, y sí la viesen como la confesión del autor. Por otro lado, no parece que haya conseguido que los lectores entren en la segunda parte de la palabra y reflexionen sobre el elemento de ficción, o que al menos duden sobre lo que acaban de leer.

"A veces hay que engañar al lector, es parte del contrato no escrito con él, para que se adentre en territorio desconocido."

Una aclaración necesaria: no escribo este artículo para salvar mi buen nombre… o no del todo, aunque es verdad que ahora hay un momento embarazoso cuando me encuentro con gente que sé que han leído el texto, que reprodujo El Cultural, o la noticia sobre mi confesión; y quizá para mi “carrera” literaria sería mejor ser reconocido como alguien que ha sufrido una adicción canalla y no como un individuo gris que tan sólo cultivó una pasajera adicción al alcohol y una más duradera a la nicotina, historial de adicciones que comparto con millones de personas. Pero lo que más me interesa es llamar la atención sobre ese maravilloso mecanismo de lo literario que nos hace confundir ficción con realidad, más bien, que nos hace desear que la ficción sea realidad (todos lo hemos deseado en algún momento). Sin embargo, creo que la forma más enriquecedora de leer muchos textos es esa que cumple la prescripción de Coleridge, una “voluntaria suspensión de la incredulidad” mientras leemos, para, al acabar de leer, pasar a una voluntaria suspensión de la credulidad, y poder así alegrarnos con el juego literario, examinar lo que hace con nosotros y cómo lo hace. O quizá lo digo porque pienso que la mejor literatura es la que puede ser a la vez juego inteligente y forma de conocimiento. Y el mejor lector es, para mí, el que busca ambas cosas, por mucho que yo entienda la tentación de creer, esto es, de sentir que sabemos, que acabamos de descubrir al otro y lo que nos une o nos separa.

Por cierto, la manera más honesta de titular este artículo habría sido algo así como: “La realidad y la ficción”, o “Las trampas del yo en la narrativa”. Pero entonces la mayoría de ustedes no lo habría leído. Y quizá muchos lo hayan abandonado al comprobar que no daba lo que prometía. A veces hay que engañar al lector, es parte del contrato no escrito con él, para que se adentre en territorio desconocido. La literatura, decía, es juego, conocimiento y, a menudo, un empujón para que el lector se deslice por un tobogán. Espero que sigan, sigamos, disfrutando el descenso…

Un momento: quizá algún lector se esté diciendo: ¿por qué tengo que creer lo que afirmas ahora y no lo que cuentas en el relato? ¿Quién me garantiza que es ahora cuando estás diciendo la verdad? Yo podría responder que un relato y un artículo como éste implican contratos diferentes con el lector, exigen formas distintas de confianza; pero es cierto, la duda nunca puede ser despejada del todo. Y es el lector el que decide qué debe creer. Ustedes sabrán.

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