En esta aldea, una cualquiera, uno atiende —no queda otro remedio— a lo importante: ausencias, amaneceres, tú ante la nada, el día en toda su inmensidad, desde la nadería de las horas hasta el aburrimiento; el engaño de tus ilusiones, la fragilidad de las manos, el hartazgo y la imposible alianza entre la luz y la noche.
Todo se tambalea, más aún cuando un amigo de la infancia te dice, mientras pasa la ITV de su coche, que tiene cáncer de páncreas. Primero, cuando aún no te ha precisado los límites de su mal, crees que es una broma, una metáfora barata, pero al devolverte la llamada y repetir el veredicto no sabes si llorar por él, egoístamente por ti, si embestir al coche de enfrente o pedir a alguien que te inyecte lágrimas en los ojos para acompañar el empacho.
Haces recuento de los que se fueron y de los que quedan, sin saber —como hoy— cuántos de estos están en trámites inminentes. Así que te zambulles en la piscina, cuyo gestor ha de desconocer sin duda la Historia Sagrada o al menos el episodio de Herodes, y luego te tomas tres vermuts para no arrojarte por la ventana mientras suena Monteverdi en el viejo aparato de música heredado, más que nada porque nadie quiere escucharse.
No sé qué se celebra en verano, qué concita el rumor de las olas en la playa arrebujada de sombrillas. Nada hay como querer ver. Pareciera que sólo se trata de chanclas y tirantes, una época en la que, urbi et orbi, ha de divertirse por decreto. O al menos, sonreír. Es la época de la risa; nada peor que esas risas forzadas en las tertulias de la radio, en programas de cómicos. Y si no te sale no hay problema, las hay enlatadas.
Llegará septiembre y después enero, el amigo ya no estará, la piscina habrá cerrado y todo será canícula. Mientras, en el huerto de Getsemaní de lo cotidiano, uno se conforma con cuatro libros, una siesta decente y un paseo por un pinar al atardecer. Nada como la suave espesura de la sombra filtrada por el primer sol. Quédense los demás con los titulares de los periódicos, a mí lo que me interesa es el salto pícaro y tímido del corzo, y la suerte marcada de un crío que amansaba el rebaño de ovejas de su padre, sus fantasías de funambulista antes de vivir entre la mansedumbre de una isla recortada por la tramontana con apenas tres arrecifes, alguna playa y un faro al que nunca llegó Homero por cobardía.
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