La escritora mexicana Olivia Teroba publica una compilación de cuentos en los que explora desde la amistad hasta el autoconocimiento. Con un estilo único y sugerente, la autora transporta al lector a mundos imaginarios en los que los personajes se enfrentan a dilemas y desafíos emocionales.
En Zenda reproducimos uno de los relatos, “Abisal”, incluido en Todo lo que no ocurre (Medusa), de Olivia Teroba.
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Abisal
Me como un ácido entero y me encierro en la habitación. Hace tiempo que lo tengo guardado en el refri, envuelto en papel de estaño dentro de una bolsita ziploc. Lo andaba postergando, no me sentía bien. ¿Ya me siento bien? Mejor no pensar en eso. Quedémonos en que no pude, ni quise hacerlo antes. Tengo lista la música, algunos álbumes de pintura, una libreta para dibujar. El cuarto comienza a balancearse, un ardor me sube por el estómago. Debí comer algo antes, siempre se me olvida. Me acuesto en la cama. Cierro los ojos.
¿Por qué hoy? Porque estoy sola en el depa. Porque, simplemente, me siento lista. El lugar se va sintiendo más estrecho. Me esfuerzo en no malviajarme. Todo está en la mente. Una canción me llama y me sujeta por un rato a la realidad. Aprovecho esta poquita lucidez y abro un libro. Son pinturas japonesas. Acuarelas. El rostro de la mujer mira de lado. ¿Es un pulpo el que la absorbe por debajo? ¿Son tentáculos los que la acarician? Me toco los senos, meto mi mano bajo el pantalón, imagino que soy aquella mujer. Un orgasmo. Me encanta estar sola.
No se va el apremio, la sensación de estar todo el tiempo distraída. ¿De qué? ¿En dónde debería fijarse mi atención? Doy vueltas en la cama y no puedo acomodarme. La música se torna repetitiva, eterna. Sé que tengo que salir y tomar aire: algo no está bien. La calle está lejos, ¿cómo se me ocurrió hacerlo sola? Debería comer un dulce o tomar leche, sí, alguien me dijo que eso te baja el malviaje, però es muy tarde ya, esta voluntaria intoxicación me recorre el cuerpo. Intento levantarme y me voy de lado. Intento siquiera moverme: los pensamientos me lo impiden, se enrevesan, son una maraña que no puedo controlar. Con dificultad me abrocho el pantalón y me pongo la sudadera. Estoy puestísima. Hasta la madre.
Junto al depa, que comparto con otras chicas, hay un Oxxo. Las otras chicas son unas mojigatas. No sé qué pensarían si me ven así. Me da muchísimo miedo que alguien me vea. Pasa una patrulla. Me imagino lo peor. Que se detendrán a interrogarme y no podré responderles. Es una tontería, es horrible andar por la vida cargando tanto miedo. Me detengo y me concentro en respirar. El aire entra a mis pulmones: frío, limpio, refrescante. Sigo. Llego al Oxxo. Compro una paleta helada. Esquivo la mirada del chico que atiende para que no vea mis pupilas dilatadas. Debí traer lentes de sol.
Estoy frente a mi edificio de departamentos. La paleta se derrite en mis manos. ¿Debería entrar por los lentes? ¿O seguirme derecho y caminar por ahí? Temo que me vean los vecinos. Por suerte es fin de semana y casi todos, al menos los que son estudiantes, vuelven a sus ciudades de origen. Menos yo, que estoy aquí y me acabo de comer un ácido.
Me percato de que llevo mucho tiempo parada en la puerta: ya me terminé la paleta, queda un palito pegajoso que sostengo entre los dedos. ¿Entraré a lavarme las manos? ¿Voy por los lentes? ¿La gente pensará que estoy puesta porque llevo gafas de sol en un día nublado? ¿Por qué me importa tanto lo que pueda pensar la gente? ¿Me voy de aquí caminando, sin más? Estoy rusheando. Así se dice cuando a alguien se le va el hilo, no sabe cómo actuar, y en cambio se queda inmóvil, como yo ahora. Como en esa fiesta que no sabíamos si abrirle la puerta al chico de la pizza o lanzarle las llaves por la ventana u otras opciones, cada cual más absurda. Me río sola, no sé cuánto tiempo llevo así pero la vecina ya me saludó, abrió la puerta principal y se rio conmigo.
—¿Se te olvidaron las llaves, verdad?
No le respondo. Me encamino al departamento. No puedo articular palabra.
Dentro sigue la música, que dejé encendida, y me tienta a quedarme. Me lavo las manos, tomo los lentes y una botella de agua lo más rápido que puedo. No quiero estar encerrada, la verdad no me gusta estar sola. Bueno, sí me gusta pero no así, o tal vez no, odio cualquier tipo de vacío y por eso lo lleno con pensamientos y palabras mientras mis temores se quedan por ahí, como moscas, zumbando amenazantes.
¿Y si callara los pensamientos? Estoy en el parque ecológico, acostada sobre el pasto. El trayecto hacia acá normalmente me cansa; ahora llegué rapidísimo, casi no recuerdo cómo. ¿Corrí? ¿Volé? Comienza a llover. Veo la hora en el reloj de pulsera. Cierro los ojos y la boca de mi mente. Me quedo callada por dentro y por fuera. Exploro mis sensaciones. Son largas, profundas, intensas. Me dan ganas de llorar, miro de nuevo el reloj. Me iré dos minutos. Voy y vuelvo. No quiero que nadie se dé cuenta, que las familias con niños que pasean, comen sándwiches o juegan fútbol sobre el pasto, se percaten de mi inestable presencia.
Caen gotas ligeras. Me llega la sensación de que ya estuve aquí alguna vez: este parque me gusta, hay algo añorable aquí. Recuerdo hace tiempo, cuando íbamos las dos juntas, pachequísimas, a caminar por ahí y buscar lugares ocultos para besarnos. Es un recuerdo dulce, para variar. Es la primera vez que la recuerdo sin que me duela.
Llevo rato bajo la lluvia; la humedad y el frío me traen de vuelta. ¿Por qué me preocupaba que me vieran, si traía las gafas? La pinche paranoia; un temor infundado al qué dirán. Un tipo se me acerca con una sombrilla y me sonríe. Lo rechazo mostrando el dorso de la mano en una señal muy de esta ciudad que significa «no, gracias», o más bien «no estés chingando». Se aleja sin decir nada. Pobre. La verdad, odio a los caballeros. Cuando me abren la puerta, me dan la mano para bajar del camión, recorren la silla para que me siente, me hacen sentir inútil y estúpida.
Apoyada contra el tronco de un árbol, miro cómo la lluvia rebota absurda sobre el lago artificial. Puedo escuchar el mundo: las gotas salpicando, el agua corriendo, los pasos de la gente sobre el pasto; conversaciones, gritos de niños que corren a resguardarse, los autos que pasan a un lado en la carretera. Y más abajo. Los insectos. La brizna. Y más abajo. Mi respiración. Mi corazón latiendo. Y más abajo. Todos estos sonidos juntos. Intento no verbalizar los pensamientos. No pensar. No palabras. Música. La música que está por encima y por debajo de todo.
Estoy empapada y muero de frío. La lluvia y el llanto terminaron de despertarme. De inmediato vuelvo a refugiarme en el pensamiento. En la gente. En lo que soy yo. Me acerco al lago —¿para qué atajarme, si estoy bien pinche empapada?— y me veo reflejada en el agua. Me da vértigo. ¿De veras soy yo? Me da miedo. ¿Por qué estoy aquí? ¿De qué estoy escapando?
Empiezo a entender la soledad como una región de hectáreas, enorme, por donde camino y caminaré por mucho tiempo. Puede que alguna vez cruce caminos con alguien pero… no, por ahora no. Es demasiado reciente. Tardará en irse casi tanto como duró. Años. Suspiro. Ahí, viendo mi cara reflejada en el lago, tan húmeda como yo ahora, casi puedo ver el abismo que me separa de los demás.
Regreso a casa, me doy un baño, tomo un té. Entro a mi habitación. Veo el celular. Tantas llamadas perdidas, tantos mensajes. Lo apago. No vale la pena. Al menos hoy no.
Me concentro en respirar. El aire entra de golpe por mi nariz y de ahí nutre todo mi cuerpo. Lo llena. Apago la luz. Pongo música. Cierro los ojos.
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Autora: Olivia Teroba. Título: Todo lo que no ocurre. Editorial: Medusa. Venta: Todostuslibros.
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