Lo que se va con ellos
Es fascinante cómo la muerte de alguien más o menos célebre afecta a personas que nunca lo conocieron ni lo trataron, siquiera circunstancialmente, sino que se limitaban a admirar su trabajo, o su imagen pública, o su actitud ante la vida. Se han dado muchos casos a lo largo de este año —o quizá no han sido más que en otros y es el pesimismo generalizado de la pandemia lo que nos hace sobredimensionarlos—, pero quizá ninguno como el de Maradona, cuya desaparición hizo brotar ríos de lágrimas y dio pie a agradecidos recordatorios. Se dice siempre que la labor de esos difuntos ilustres nos acompañó durante un buen trecho de nuestra vida o hizo más llevaderos nuestros días, o que gracias a ella descubrimos aspectos de la realidad en los que nunca habríamos reparado de otra forma, y no se puede negar que hay mucha verdad en eso. Hace unos años, cuando se celebró allí un homenaje al mencionado futbolista, alguien colgó en el estadio bonaerense de La Bombonera una pancarta cuyo texto iba en ese sentido: «No me importa lo que hiciste en tu vida, me importa lo que hiciste en la mía». Aunque no se los haya tropezado jamás en carne y hueso, uno siente siempre próximos a los escritores cuyos libros lee con entusiasmo, a los músicos que componen piezas que nos agradan, a los artistas en cuyas obras, por la razón que sea, alcanzamos a reconocernos. No tiene por qué darse sólo con los vivos. También puede uno sentirse cerca de Quevedo, de Händel o de Degas sin necesidad de haber coincidido con ellos en el espacio ni en el tiempo, pero digamos que en esos ejemplos se da una relación distinta, precisamente porque ya no están ni nos sentimos testigos directos —a veces se podría decir que incluso partícipes— de sus logros o sus hazañas, como sí hacemos cuando los destinatarios de nuestra admiración forman parte del mismo presente en el que estamos instalados. Cuando se muere alguna personalidad, son muchos quienes se apresuran a colgar en las redes sociales fotografías que alguna vez se tomaron junto al difunto, acompañadas de unas pocas frases en las que detallan cómo lo conocieron, por qué lo acabaron adoptando como referente, de qué manera afecta al mundo entero su pérdida. De ahí mi impresión de que esas necrológicas improvisadas no buscan sólo hacer justicia a quien ya no podrá defender nunca más su legado por sí mismo —aunque sea ésa su intención y se pergeñen con tal finalidad, aunque sus firmantes juren y perjuren no tener otro propósito en mente, porque realmente así lo creen—, sino también, o sobre todo, dejar constancia de que algo nuestro se desvanece con su muerte, de que al desaparecer quien hizo posible aquello que tanto nos gusta también se extingue lo que nosotros éramos mientras él o ella lo creaba y lo mostraba y recibía por ello las oportunas alabanzas o las críticas consabidas. De algún modo, la muerte de aquellos a quienes admiramos, o por los que sentimos aprecio y simpatía distantes, nos arrebata una parte de nuestra propia historia, nos hace ver que el tiempo es inmisericorde y pasa, que al esfumarse ellos se va quedando más desdibujada la época a la que pertenecían, y que consideramos nuestra. Probablemente asumamos, sin darnos cuenta, que envejecer consiste en ver cómo lo van expulsando a uno de su tiempo. No los lloramos sólo a ellos en agradecimiento por lo que nos dieron, sino también a quienes fuimos mientras estaban y nos lo ofrecían, porque de pronto dejan de estar y entonces entendemos que tampoco somos ya los que éramos y nos sabemos más cerca de no ser nada, y esa tristeza y esa soledad en las que creemos sumido al mundo cuando se marchan son en realidad las que empezamos a llevar nosotros dentro, al notar que los calendarios no dejan de deshojarse, y los relojes siguen marcando nuevas horas, y el sol se va acostando para dejar paso a las sombras.
Lo berlanguiano
Me sorprende enterarme de que la Real Academia Española ha incluido en el diccionario el adjetivo «berlanguiano», porque es uno de esos términos tan extendidos que cuesta creer que no se hubiese admitido hasta ahora. Me temo que la definición con la que se lo incorpora al corpus del idioma español es, sin embargo, bastante general, o al menos insuficiente para que quienes no tengan interiorizada la referencia —y quizá eso sea más común de lo que pensamos— puedan hacerse una idea cabal de su significado. La primera acepción explica que lo berlanguiano es todo lo «perteneciente o relativo a Luis García Berlanga, cineasta español, o a su obra», mientras que la segunda amplía el campo al considerar como berlanguiano aquello «que tiene rasgos característicos de la obra de Luis García Berlanga». Con no ser falso nada de ello, la cuestión queda lo suficientemente difuminada como para que aquellos que no hayan visto jamás una película de Berlanga ni se encuentren familiarizados con su poética puedan aproximarse al contenido de la expresión. Me pregunto cómo cabría definir lo berlanguiano, de qué modo se puede constreñir todo ese ámbito referencial en tan sólo una o dos frases, y sólo se me ocurre recurrir al esperpento —que la Real Academia consigna como una concepción literaria creada por Valle-Inclán, pero que también define como «persona, cosa o situación grotescas o estrafalarias»— para concluir que lo que hizo Berlanga —y nombrarlo aquí a él es también nombrar a Rafael Azcona, su compañero en tantos guiones decisivos— fue adaptar el ardid que nació en Luces de bohemia a su propio tiempo, y transformar lo que en Valle era agria denuncia y pesimismo sistémico en una mirada deforme pero exacta, incisiva pero tierna, hacia la realidad circundante. No hay otro director que nos haya hecho empatizar tanto con las luces y las sombras de los vencedores y los vencidos, sin dejar de evidenciar quiénes eran unos y otros, ni haya exhibido con tanta desnudez lo bochornoso de ciertas convenciones que todos aceptamos sin pestañear y que se revelan inanes o insalubres a poco que se las desmenuce con cierto detenimiento. Cómo no vamos a sentir compasión hacia ese verdugo al que tienen que arrastrar al patíbulo porque su conciencia se niega a cumplir con el deber de dar muerte a otro hombre, por muy culpable que éste sea. Cómo no vamos a entender las cuitas del pobre Plácido para poder cenar caliente en Nochebuena al mismo tiempo que nuestros labios dibujan una sonrisa comprensiva hacia aquéllos que le van mareando la perdiz y que no renuncian a pasar las fiestas abrigados por sus familias. Cómo no va a caernos bien el buscavidas que en La escopeta nacional se hace invitar a una cacería para tratar de hacer negocios a costa de unos jerarcas que se retratan bochornosos y chulescos, pero también rabiosamente humanos. Cómo no nos va a conmover hasta la lágrima ese final de La vaquilla, con unos republicanos y unos franquistas famélicos a los que se les niega hasta el consuelo de una carne putrefacta. Cómo resumir lo berlanguiano en una frase si lo berlanguiano es, a fin de cuentas, todo lo que nos explica.
Los que importan
Hay muchos métodos para clasificar a las personas, pero seguramente el único fundamental es el que las distingue en dos categorías: la que aglutina a aquéllas que pasan por nuestra vida sin romperla ni mancharla —figuras puntuales que con el tiempo se van quedando desvaídas y que simplemente aparecen y se van, permanecen sólo el tiempo justo para cumplir su cometido, meras compañías provisionales con las que se pasa el rato, o se solventan cuestiones urgentes, si es que no se limitan a ser simples complementos circunstanciales de un paisaje efímero e intrascendente— y la que va reuniendo a esas otras que a la postre se revelan decisivas o irrenunciables, gente a la que queremos y nos quiere y cuya presencia se hace palpable aunque no esté, a la que extrañamos por sistema si no la tenemos cerca y junto a la que el tiempo parece escurrirse entre los dedos. Puede que esas personas lleven ahí toda la vida o puede que surjan de la nada un día cualquiera y como por casualidad, quizá de un modo banal y hasta frívolo, pero se instalan en nuestras latitudes sentimentales y nos es tan grata su compañía que terminan ocupando un lugar de honor en el terreno acotado de nuestra privacidad. Su impronta alcanza tal punto que muchas veces tenemos la impresión de que las cosas nos ocurren sólo para que podamos contárselas, y en ocasiones nos sorprendemos preguntándonos qué pensarían ellas de una decisión que sólo a nosotros atañe y que debemos tomar por nuestra cuenta, o qué dirían si observaran lo mismo que contemplan en ese preciso instante nuestros ojos, o con qué palabras les explicaríamos tal ocurrencia, tal idea, tal propósito, que nos asaltan de pronto y para los que querríamos refrendo. A lo largo de los años, uno se acostumbra a decepcionarse a sí mismo, porque termina conociendo sus propias limitaciones y desarrolla cierta capacidad para tolerarlas, o pasarlas por alto, y hasta llega a idear subterfugios destinados a que los demás no las perciban. Pero lleva mal, en cambio, eso de defraudar a esas personas a las que no querría fallar ni entristecer nunca —las que hacen que el mundo gire mejor y cobre un mínimo sentido, ésas ante las que se siente desnudo en lo bueno y en lo malo—, porque aparece el miedo a que se vayan o se alejen, a que se extingan las sonrisas amables y las miradas que abrigan y las frases cómplices; y, sobre todo, el temor de no haber dado la talla exacta que ellas merecían. Uno se siente en esos casos más indefenso y más a la intemperie que de costumbre, sin otra compañía que la irritante, fea, desapacible sensación que deja tras de sí el fracaso.
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