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Todo lo que perdemos sin buzones de correos

Todo lo que perdemos sin buzones de correos

Pues sí: yo tuve un buzón de correos. Amarillo, de dos bocas. No recuerdo cuántas tiendas abrieron en esa esquina pero calculo que no menos de diez sueños se fueron al carajo. Él seguía allí, ajeno a los “se traspasa”, esperando su alimento diario. Camino del cole, o a la vuelta, siempre me encontraba alguien con una carta en la mano. Me gustaba imaginar sus historias, fabular qué contaban allá donde fueran enviadas: la chica morena, menuda, de mirada triste, “quiero dejarlo, Darío, esto no funciona”. La abuela, esbelta, elegante, mandando muchos besos tintados al nieto que estudia en EEUU, “¿vendrás en Navidad, verdad? Tu madre me dice que no te agobie, pero me haces mucha falta”.

"Así siempre, como un código, siempre pasaba la mano por el lomo de mi buzón. Me gustaba ver cómo pasaban las estaciones por su cabeza, mojada, helada, ardiente, oxidada"

Mis historias, de escriba me refiero, tardaron mucho en llegar. Antes esperaba que llegaran las cartas de mi padre. Unos sobres con un ribete blanco y rojo y el sello “by mail”. Aún las conservo. Desde Singapur, Acapulco, Nueva York, La Habana. Allá donde fondeara Elcano. Me hacían sentir importante. No todos en el colegio podían decir que su padre era un lobo de mar y que aún faltaban unos meses para que lo viera bajar del buque escuela, con sus galones, su uniforme blanco, desfilando en el puerto de Cádiz al son del himno nacional, con los guardiamarinas que lucían, bien alineados, sus mejores galas.

Sé que era una bobada infantil, porque jamás entendí la letra de mi padre y mucho menos las lecciones de matemáticas que me mandaba con la vana esperanza de que por una vez aprobara. Pero, qué quieren, me parece el mayor acto de amor de un padre devoto a un hijo zote: escribirle con la mar arbolada cartas a dos caras con sus diagramas, sus ecuaciones, quebrados y raíces cuadradas mientras crujían las cuadernas. Si, las guardo todas. Y aún hoy, de vez en cuando, voy al cajón y las acaricio, como si fueran su cara.

"Tecleo nostálgico y jodido porque ya no hay buzones"

Así siempre, como un código, siempre pasaba la mano por el lomo de mi buzón. Me gustaba ver cómo pasaban las estaciones por su cabeza, mojada, helada, ardiente, oxidada. Un día algún cabrón le prendió fuego a sus cartas, lo violó, echo gasolina y esperó, seguro, en el parque de enfrente para ver, cobarde, como escupía un humo denso y negro. No recuerdo el olor, pero perfectamente la negrura que dejó en mi buzón y en mi alma. Llegué tarde al colegio esperando a que los bomberos salvaran, al menos, algunas cartas, sin entender cómo la gente miraba curiosa, sin detenerse ante tantas vidas calcinadas. Historias como la mía cuando sí que empecé a escribir cartas de amor a Teresa, avergonzado al principio de que me llamara: “Sí, cariño, me ha llegado, pero con esa letra que tienes no he entendido nada”. Nunca lo hizo, generosa y comprensiva, así que en una caja andan guardadas varias decenas, suyas y mías. Historia de nuestra vida.

Tecleo nostálgico y jodido, porque ya no hay buzones. Nos costó una buena ronda en coche encontrar uno para las postales con las que Teresa manda todo su amor de nido vacío desde hace ya demasiados años, segura de que a nuestros hijos les hará ilusión y las pondrán en la nevera en su casa de Estados Unidos. Quizá, cuando les entre morriña, le darán la vuelta y la releerán con una sonrisa. Eso son las cartas: un deseo de algo, un grato esfuerzo, sin la frialdad del tecleo que llega tan inmediato que no hay tiempo a anhelarlo ni a echarse de menos. Como esa carta desde Bangkok con un buda de sello y un final que es un hilo eterno: “Hijo, estudia, disfruta de hacerlo. Te quiero”.

Un buzón, solo eso. Y ya no los encuentro.

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Javier
Javier
21 ddís hace

Bonita historia Sr. Pery, como todas las suyas.

Recibir cartas del Juan Sebastián de Elcano, fondeado al otro lado del mundo, escritas con mar arbolada o en calma chicha, sería y seguirá siendo, un lujo. No digamos ver bajar a su padre del buque escuela, con sus galones, su uniforme blanco como un lobo de mar, y en el puerto de Cádiz, ya en casa, ese privilegio y merecido orgullo, de hijo y de padre.

Pero aproando nuestro barco, dirección a ese buzón de correos perdido, y dejando el ángulo suficiente para no quedarnos quietos, la maniobra no apuntaría tanto al buzón, como al cartero.

A ese cartero de tiempo atrás y con un sentido de la responsabilidad, que ni se enseña ni se aprende, tomaría su carta, descifraría el destinatario escrito con letra de mar arbolada, y cumplido como un Miguel Strogoff, haría llegar esa carta desde el otro lado del mundo, a sus manos Sr. Pery, para bañar sus ojos en agua de mar. El mar de su padre.

Lejos, muy lejos de ese cartero contemporáneo, que salvo honrosas excepciones, no sabe que la obligación del buen cartero, es “hacer llegar la carta a su destinatario”. Cueste lo que cueste, sin excusas ni límite de esfuerzo. Con o sin letra arbolada.

Quiero recordar aquella historia de un cartero rural, que guardó en su alforja durante años una carta con destino difícil y dudoso, hasta que indagando por aquí y por allí, la entregó en mano a su titular, con él sentir del deber cumplido.

Buenos vientos Capitán Pery.
Un placer.