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Todo muere, de Juan Gómez-Jurado

Todo muere, de Juan Gómez-Jurado

Se cierra el círculo. Todo muere (Ediciones B) es la clave del Universo Reina Roja, el proyecto narrativo al que Juan Gómez-Jurado ha dedicado los últimos quince años, y que incluye los títulos El paciente, Cicatriz, Reina roja, Loba negra, Rey blanco, Todo arde, Todo vuelve y esta última novela.

A continuación, ofrecemos un fragmento de Todo muere, de Juan Gómez Jurado.

*****

1

Un avión

Es sólo un punto en el cielo de la mañana.

Aún no ha amanecido cuando el Bombardier Global Express 8000 inicia el descenso por el oeste, sin tener que esperar turno para recibir el vector de aproximación. El aeródromo de Los Poyatos es una pista tan privada que no tiene tráfico, con la única excepción de este aparato.

Asomada a la tercera ventana de estribor, Aura Reyes (rubia, cuarentaynoteimporta, guapa que corta la respiración) contempla la larga extensión de asfalto como si fuera un cadalso, acostado sobre el seco paisaje andaluz.

Se pregunta si es aquí donde va a morir.

Al poner un pie en tierra, de un tiro en la nuca.

O quizás por efecto de un veneno que le hayan introducido en el refrigerio —escueto, pero delicioso— que le sirvió la auxiliar, ya sobrevolando suelo español. Con sabor a última comida de un condenado.

 

Se había comido todo. El jabugo Estirpe Manchado, el queso Moose House, el vino AurumRed. La felicidad convertida en una acumulación de carísimas mayúsculas. Un cálculo rápido le indicó que se acababa de engullir dos mil y pico euros.

El queso de alce (cuya procedencia venía indicada en una tarjeta en papel verjurado y letras doradas), del que había oído hablar maravillas, le pareció algo insípido, pero se lo zampó con corteza y todo.

—Si estaba envenenada, lo han hecho con un gusto exquisito —le dijo a la auxiliar cuando le retiró la bandeja.

La mujer le dedicó una mirada inexpresiva y desapareció en la parte delantera del jet privado, del que Aura era la única ocupante.

—Todo muy rico, ¿eh? ¡Gracias! —le dijo a la cortina, aún bamboleante, que la mujer acababa de atravesar.

Nerviosa, tamborileó con los dedos en el maletín que llevaba sobre el regazo. Su contenido era el único escudo que protegía a Aura de una muerte más que probable a manos de sus anfitriones.

Por enésima vez resonó en sus oídos la voz de Mari Paz.

Esto es una soberana estupidez, rubia.

No le dolió mucho darle la razón a su amiga, porque esto ya lo sabía antes de embarcarse.

Se engañó a sí misma —una vez más— diciéndose que la vida la había obligado.

Con tiempo por delante hasta el aterrizaje, repasó cómo.

 

Un maletín muy difícil de abrir —a Sere le había costado lo suyo— y con un manuscrito dentro (un montón de hojas llenas de tachones y explosivas revelaciones sobre la historia de los Dorr, una familia con un inmenso poder) había sido el desencadenante. Cuando Aura leyó el manuscrito —recordar ahora cómo había llegado a sus manos nos llevaría demasiado tiempo—, no le resultó difícil entender por qué todo el mundo quería hacerse con él.

Un tal Mentor le ofreció a Aura hacer desaparecer todos los cargos contra ellas si le entregaba el maletín, pero después hubo una segunda llamada, esta vez desde un número desconocido.

—No lo cojas —dijo Sere. Pero últimamente Aura no ha hecho demasiado caso a los consejos de sus amigas.

Al otro lado de la línea sonó la voz de Constanz Dorr.

Un monstruo que teje sus telarañas en las sombras.

La matriarca del clan también quería el manuscrito —cómo no lo iba a querer—, así que subió la oferta.

—Dame el maletín y te diré la verdad sobre la muerte de tu marido. Tu historia a cambio de la mía, Aura.

Y por eso está Aura ahora a bordo de ese avión. Aunque antes, por supuesto, habían pasado otras muchas cosas que también explicaban cómo.

 

Cuando era más joven se aproximaba a los peces gordos con la esperanza de convertirse algún día en uno de ellos y disfrutar del lujo de alimentarse de los peces pequeños. O, al menos, de jamón del bueno.

El día en que descubrió que esa vana ilusión era una red tendida por los peces gordos fue cuando uno de ellos ya la había engullido.

La Antigua Aura, la que murió hace cuatro años, era una gestora de fondos de inversión. Sueldo de seis cifras, chalet unifamiliar, dos BMW, dos hijas ma-ra-vi-llo-sas (ya sabes cómo pronunciarlo).

Una noche aciaga —en mitad de unos acontecimientos que Aura aún desconoce—, un extraño entró en su casa, asesinó a su marido y apuñaló a Aura dejándola al borde de la muerte.

Si aún sigue respirando es porque alguien taponó la herida en el último momento. No recuerda gran cosa de ella. Una mujer menuda, de pelo negro color medianoche. Las enfermeras en el hospital cuentan que fue a visitarla al día siguiente, acompañada de un policía enorme, y que le hizo muchas preguntas.

De eso, Aura no recuerda nada. Estaba medicada hasta las cejas.

De las semanas posteriores, recuerda poco. El sufrimiento de la rehabilitación, quizás. La soledad y la tristeza que dejó la pérdida de su marido. El dolor de dentro, amortiguado por el dolor de fuera, amortiguado por los analgésicos.

Y, finalmente, la traición.

Seis meses después del brutal ataque que sufrió en su casa,
aún no había conseguido recuperarse. Su vida consistía en comer, hacer rehabilitación para recuperar la musculatura abdominal —allí donde el asesino la había rajado— y poner
buena cara para las niñas. Todas ellas acciones vacías que intentaban revertir la matemática inexorable que había despojado a la vida de significado.

Aura era un jarrón roto que intentaba recomponer sus pedazos. Su jefe, el banquero Sebastián Ponzano, la tranquilizó.

—Tómate el tiempo que necesites. Cuando regreses, te quiero a pleno rendimiento. Eres como una hija para mí.

Lo cual era un alivio, porque su padre había muerto y su madre, con demencia, apenas la reconocía.

Ella empleaba sus mañanas en acompañarla. Le leía clásicos de su infancia. Los libros con los que su madre le había contagiado a ella la pasión por la lectura. La Isla del Tesoro.

El conde de Montecristo. Historias que —aún no lo sabía— ella misma acabaría protagonizando.

—Mi hija. Mi hija.

Su madre interrumpió la lectura, señalando a la imagen en el telediario.

Aura levantó la mirada, sonriente, y se encontró a sí misma devolviéndole la sonrisa desde la tele.

La foto, extraída de la web del banco, mostraba a una Aura más joven, más feliz. Llena de confianza, de seguridad en sí misma.

«… Se cree que Aura Reyes es la única responsable del escándalo del fondo de inversión Premium del Value Bank que ha estallado esta mañana. Miles de pequeños inversores podrían perder sus ahorros. Así se manifestaba el presidente del banco, Sebastián Ponzano, hace unos minutos:

—Es claramente una persona que ha traicionado nuestra confianza, actuando por su cuenta…».

Por supuesto, lo primero que hizo Aura —en un claro reflejo del siglo xxi— fue coger el móvil y llamar a Ponzano.

Daba señal.

Nadie descolgaba.

 

Aura Reyes lo perdió todo. Su credibilidad profesional, sus amigas, su dinero. Su casa.

Después de mudarse al diminuto piso de su madre, con sus dos hijas, y luchar por sacarlas adelante y seguir pagando las crecientes facturas de la residencia, tuvo una crisis por culpa de un bote de champú del Mercadona.

Una mala tarde la tiene cualquiera, piensa Aura.

Salvo que esta consistió en

a) arrasar una perfumería de alto standing destruyendo decenas de miles de euros en cremas,

b) lanzar una papelera a través del escaparate dejando la acera de Serrano sembrada de cristales rotos y

c) acabar en la parte de atrás de un coche patrulla, esposada a una legionaria gallega borracha, rumbo a los calabozos de Plaza Castilla.

La mala tarde se convirtió en una mala noche en la que tomó la peor decisión de su vida. Le salvó la vida a la legionaria, a la que unas salvadoreñas querían estrangular. La legionaria resultó llamarse Mari Paz Celeiro, criatura fiel como un golden retriever y cómplice en el plan maestro de Aura: robar tres millones de euros para demostrar que no era una ladrona.

Aura no se paró a reflexionar cómo sonaba eso entonces, ni cómo suena ahora.

Cuando te montas tu propio «En episodios anteriores», con música de Hans Zimmer y montaje del director, todo se vuelve epiquísimo, inevitable. Conocer a Sere Quijano, una hacker que está como un cencerro. Aliarse con unos legionarios jubilados y disfuncionales. Robar un casino ilegal regentado por un francés baboso, valga la redundancia.

Que te roben a ti los tres millones de euros.

Resultó que Ponzano, su antiguo jefe, había mandado tras sus huellas a la comisaria Romero. Andaluza, corrupta, sin sentido del humor. Ponzano quería la foto de Aura entrando en prisión en primera plana de los periódicos, y estaba dispuesto a matar para conseguirla.

O pagar para que Romero matase, que es casi lo mismo.

Ponzano quería a toda costa una fusión entre su entidad y el Banco Atlántico de Laura Trueba. Sería su canto de cisne, la culminación de la obra de su vida, conseguir lo que ni su padre ni el padre de Trueba habían logrado.

Aura lo arruinó todo en el último instante, de un modo espectacular, chapucero y milagroso al mismo tiempo.

 

Un clímax por el que merecería la pena pagar, si formara parte de una novela, piensa Aura.

Una fuerte sacudida y un crujido interrumpen sus pensamientos y hacen bambolear el fuselaje del avión. Aura siente un vacío en la boca del estómago y en una parte del cuerpo muy parecida a los testículos mientras el avión cae a plomo.

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Autor: Juan Gómez-Jurado. Título: Todo muere. Editorial: Ediciones B. Venta: Todostuslibros.

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