En una estrofa de «Peces de ciudad» se parafrasea a Félix Grande para tejer con los mimbres de uno de sus poemas más afortunados una máxima de vocación lapidaria: «Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver». Esos versos lucen inscritos en la camiseta de un tipo que se ubica un par de filas por delante de mi asiento —están los relojes al filo de marcar las nueve en punto de la noche, se ha abarrotado la pista central del WiZink Center y poco falta para que se pongan a rebosar los graderíos— y caigo en la paradoja de que nosotros, que tan felices hemos sido en tantos recitales de Sabina, reincidamos una y otra vez aun a riesgo de asomarnos al balcón del desencanto. Lo dice alguien que presenció hace unos cuantos años el célebre gatillazo de Gijón, que sufrió en sus propias carnes la cancelación inoportuna de algún que otro concierto y que ha permanecido todo un año pidiendo a sus dioses laicos que el bardo salga ileso del peregrinaje con el que ha perseguido por medio mundo las patrias de su corazón de fugitivo y llegue en razonable buena forma a su destino; que no dé a una vía muerta el andén perdido de la última estación.
Tiene Joaquín Sabina, pese a su conocido miedo escénico, un punto importante a su favor: no es fácil que defraude. Es un privilegio que le concede su condición de autor de varios puñados de canciones portentosas y su pertenencia a esa estirpe de artistas que han acompañado a varias generaciones y que, en consecuencia, han terminado por definir una época. Quienes acudimos a sus llamadas no buscamos excelencias vocales ni preciosismo instrumental, sino reavivar en las brasas de su garganta en carne viva la llama de esas composiciones que en buena ley le pertenecen, pero que se han apuntalado de tal modo en el imaginario colectivo que, al cabo, también hablan de nosotros. Venimos a escucharlo, pero también a reconocernos, a situarnos ante el escrutinio implacable del espejo. Hay aquí más rito que espectáculo, más ceremonial que pirotecnia, más entrega que escrutinio. Aunque nadie quiere que lo sea, todos tememos encontrarnos ante el maquillaje de un adiós, y nadie quiere dejar de agradecerle al juglar de voz cascada lo mucho que nos ha hecho disfrutar a lo largo del camino.
Consciente, quizá, de tal extremo, ha enhebrado un repertorio perfectamente medido que sólo se permite las necesarias concesiones a lo obvio y arranca con un tríptico autorreferencial —«Cuando era más joven», «Lo niego todo», «Lágrimas de mármol»— en el que intercala dos canciones que, cada una a su manera, redondean el sentido de esta presentación. La primera, «Yo me bajo en Atocha», era casi obligada en esta comparecencia en un Madrid en el que tiemblan las piernas y se acelera el corazón, y sería el himno oficioso de la capital si el propio Sabina no hubiese escrito años antes la famosísima oda de amor y odio a esta ciudad donde se cruzan los caminos. La segunda, «Mentiras piadosas», pone a botar al personal y remite a aquel Sabina antes de Sabina, esto es, al cantautor electrificado que comenzaba a llenar plazas pero aún no había conocido el gran despegue, que se había ganado el aplauso peninsular pero todavía no paladeaba las mieles de la gloria en la otra orilla del charco atlántico.
Todo lo envuelve el sonido de una banda forjada con un núcleo duro de sospechosos habituales —Mara Barros, Pedro Barceló, Jaime Asúa, Josemi Sagaste, el omnímodo Antonio García de Diego— y renovada con las incorporaciones de Laura Gómez Palma y Borja Montenegro. A todos ellos glosa en los instersticios que deja abiertos el estribillo de «Llueve sobre mojado» —otro rescate de la noche que evoca, sin llegar a mencionarlo, aquel agrio desencuentro con Fito Páez— y permite que algunos brillen con luz propia —Barros interpreta «Yo quiero ser una chica Almodóvar» y se arrancará con «Y sin embargo te quiero» en el consabido preludio a «Y sin embargo»; García de Diego imprime un matiz aún más melancólico a «La canción más hermosa del mundo»; en el bis, Jaime Asúa atacará «El caso de la rubia platino»— en esos intervalos que el protagonista de la noche aprovecha para tomar aire y reponerse de un esfuerzo que, es de suponer, se lleva peor a medida que se van acumulando carreras en los leotardos de la vida. No hay saltos enfervorecidos sobre la tarima ni apelaciones al éxtasis generalizado. Sabina se pasa la mayor parte del tiempo sentado en el taburete que preside el escenario y apenas se levanta si no es para buscar acomodo en otra silla baja que le han dispuesto en un extremo. En ese ir y venir de un lado a otro se van sucediendo canciones que acaso tuvieron menos fortuna de la que merecían sus virtudes —las bellísimas «Cuando aprieta el frío» y «A la orilla de la chimenea»— y otras que empañan los ojos con las lágrimas de una gratitud recuperada —«Por el bulevar de los sueños rotos», «Una canción para la Magdalena», la ya mencionada y siempre magnífica «Peces de ciudad»—; se quebrantan los protocolos que estipulan el obligado asiento con estribillos que no saben divorciarse de los bailes —«19 días y 500 noches», «Princesa»— y todo el mundo se pone en pie al final de «Tan joven y tan viejo» para evidenciar con una larguísima ovación la debida pleitesía a un Sabina que, entre conmovido y atónito, asiste silencioso al estruendo del aplauso.
Nadie se vuelve a sentar del todo cuando, tras el falso final, suena «Contigo» y se encadenan esas dos primas hermanas que son «Noches de boda» e «Y nos dieron las diez», canciones concebidas para acompañar las mejores borracheras y celebrar la confraternización, el amor y la amistad; para dar un corte de mangas al destino justo en ese instante en que los relojes comienzan a correr en nuestra contra. Se encienden las luces y es como si se deshiciera un sueño, y entonces nos miramos y constatamos que, contra todo pronóstico, hemos vuelto a gozar en un concierto de Sabina de tanta felicidad que será difícil evitar que a partir de ahora todo nos sepa a casi nada.
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Dice el articulista que es no es fácil que Sabina defraude: en realidad, el poeta de Úbeda sí consiguió defraudar nada menos que a Hacienda, aunque luego la Audiencia Nacional lo obligó a pagar dos millones y medio de eurillos.