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Todos aquellos mares, de Laia Aguilar

Todos aquellos mares, de Laia Aguilar

Laia Aguilar ha convertido la isla de Formentera en el escenario donde se encuentran tres generaciones de mujeres: una abuela que lucha por mantener unida a la familia, una madre conflictiva y distante, y una nieta marcada por la desaparición de su hermana.

En Zenda ofrecemos los dos primeros capítulos de Todos aquellos mares (Destino), de Laia Aguilar.

***

El mar

—Greta, ¿dónde está tu hermana? ¿Dónde os habéis metido?

Greta, una niña de once años, estaba sentada en la playa con el rostro blanco como la cera. Tenía la mirada ausente, hacia un punto inconcreto del mar, más allá de las rocas y el azul; el cielo empezaba a amenazar tormenta.

Su abuela se le acercó gritando, muy alterada.

—¿Dónde está, Greta? ¡No me asustes!

Greta se encogió de hombros y clavó las uñas en la arena, sin atreverse a mirarla a los ojos.

—No lo sé. Estábamos aquí jugando y no ha aparecido.

—¿Cómo que no ha aparecido?

Al oír esas palabras, la abuela empezó a buscarla por toda la playa. Nada. Ni rastro de la pequeña Julieta. Greta también la buscó, sobre todo entre las rocas, con los ojos anegados de lágrimas y el grito ahogado por el dolor. ¿Dónde estaba su hermana pequeña?

La abuela avisó a salvamento marítimo e hizo correr la voz entre los pocos pescadores que aún quedaban en la playa. Todos los allí presentes se pusieron en marcha y la buscaron por tierra y mar, mientras Greta, confusa, se iba hacia una cueva y se acurrucaba allí hasta que pasara el temporal. Deseaba con todas sus fuerzas que encontraran a su hermana pequeña. «¿Dónde estás?», se preguntaba. «¿Dónde has ido a parar, Julieta?»

Uno de los pescadores se acercó hasta la isla de Espalmador y echó el ancla para ver si alguien había llegado hasta allí. No encontró nada. Tan solo el azul profundo que le rodeaba y el sonido de las olas, convertido en un gemido sordo y constante. Empuñó de nuevo los remos y se marchó lleno de temor.

Los vecinos de la isla corrieron hacia la playa y fueron recogiendo a los pocos niños que todavía quedaban allí. Se oían gritos y resoplidos y suspiros exhalados desde el fondo del alma cada vez que una familia encontraba a sus pequeños sanos y salvos. Las voces fueron acallándose y todo el mundo volvió silenciosamente a sus casas.

Todo el mundo excepto una mujer, Helena, que vio los postigos cerrados de la casa de enfrente y escuchó sin aliento las conversaciones entrecortadas de la gente. Cuando se enteró de lo ocurrido, corrió hacia la playa con los ojos velados y la mano apretada contra el pecho.

—¿A qué niña buscáis? ¿A Greta o a Julieta?

Entonces le dijeron que habían visto a una niña de unos once años, por lo que la que buscaban debía de ser la pequeña, la del pelo azul. La mujer cayó de rodillas en la arena y profirió un grito que resonó por toda la isla como un aullido de lobo.

La niña mayor, Greta, volvió a casa al cabo de un rato y su padre, cuando la vio, le dio una bofetada.

—¿Dónde estabas? ¿Qué ha pasado con tu hermana?

Ninguna barca ni ninguna guardia marítima llegó a encontrar nunca el cuerpo de la pequeña. Al cabo de un tiempo llegaron a la conclusión de que la tormenta la debió de arrastrar mar adentro.

Greta rompió a llorar e inundó la habitación de lágrimas.

Las manos le apestaban a pescado podrido.

En su casa nunca más se volvió a hablar de aquello.

Greta

Desde aquí arriba, desde el cielo, observo la isla de Ibiza en todo su esplendor. Más allá, mi casa, la isla de Formentera, se extiende como un viejo plumaje, con manchas de azul y de fosas marinas. «Hace muchos, muchísimos años, era una isla deshabitada», me contaba siempre mi abuela. «Nadie se atrevía a venir a vivir aquí. Decían que Formentera era una isla peligrosa, maldita.» Y yo, escuchando los relatos de la abuela con mi hermana Julieta al lado, me imaginaba una isla decrépita llena de voces que escondían secretos y surgían del mar durante las noches silenciosas.

Me guardo el móvil y la tableta en el bolso e incorporo el asiento en posición vertical. Volver a Formentera para cuidar a la abuela no es el mejor plan del mundo. Y aún menos tras dejar a Paul en casa, en nuestro minúsculo piso de Londres, y un guion a medias que dentro de dos meses deberé entregar a la productora. «Tu abuela se ha caído, Greta. No está bien. Le gustaría mucho verte», me dijo mi madre en un breve mensaje que me envió hace quince días. Hice la maleta con cuatro prendas, cogí el ordenador, un par de libros y me apresuré a comprar el primer billete de avión que me llevara de nuevo a la isla.

—Atención, pasajeros. En unos minutos aterrizaremos en Ibiza.

El ferri que me lleva a Formentera va cargado de turistas de mejillas enrojecidas que arrastran sombrillas y sillas de plástico. Me hago un hueco entre la gente mientras me apoyo en la barandilla. Observo el agua que tiembla y me invita a sumergirme en un mundo azul y turquesa que contiene historias de marineros y náufragos. Al fondo diviso la isla donde pasé la mayor parte de los veranos de mi infancia, entre juegos en el porche de casa de la abuela, pasteles de frambuesa en la cocina y visitas a las calas cercanas. Formentera, una de las tres islas Pitiusas, me da la bienvenida. Atravesamos el estrecho paso conocido como los Freus y contemplo un banco de peces que nadan silenciosos a lo lejos. Al fondo se distingue el puerto de la Savina, con las embarcaciones alineadas, los pescadores del muelle vendiendo pescado fresco y la taquilla para comprar los tickets para hacer submarinismo o ir a las islas cercanas.

—¿Y por qué era una isla maldita, abuela?

—Eso es cosa de las malas lenguas, que ven peligros donde no los hay.

—Pero entonces…

—Es una isla llena de leyendas sobre piratas y tesoros.

—¿Puedes volver a contarme la leyenda del rey Sigurd, abuela?

—Claro que te la contaré, pillina. Ven, ven aquí a mi lado y escúchame bien. ¿Te gustan mis leyendas, Greta?

Alquilo una moto para desplazarme por la isla y poder moverme por mi cuenta sin tener que depender de nadie. «¿Te vas a quedar en casa de la abuela?», me preguntó mi madre en un segundo mensaje breve. Y yo le dije que no. Me instalaré en un hotel de Sant Ferran y así podré ir más a mi aire, Helena. Cuando pienso en las pocas pertenencias que he traído, me doy cuenta de que aquí quiero estar el menor tiempo posible. Un par de pantalones, unas sandalias, el bikini esmeralda con el ribete azul y el ordenador, para dejar claro que mi vida no está aquí sino en otra parte. Lejos de este tramo perdido de infancia.

Enciendo la moto y empiezo a circular por esta isla que hace ya mucho tiempo que no siento mía. El olor a sal marina y la brisa suave que me impacta en la nuca me hacen revivir escenas vividas. Avanzo por la carretera principal dejando manchas de verde y de azul a un lado y a otro. Praderas, estanques y salinas, playas de arena blanca y zonas boscosas se abren paso y se convierten en una sinfonía de recuerdos inaccesibles. Hace años, demasiados años, que no respiro el aroma de esta isla. Desde lejos, desde mi minúsculo piso de Londres, de vez en cuando la rememoro y veo cómo sopla el viento y llegan las barcas. En sueños veo las puestas de sol, y el faro de Barbaria, y el puerto de la Savina, y la Cova des Fum, de la que se cuentan tantas leyendas. Desde Londres, protegida por un muro de cemento, siempre con Paul a mi lado, fabulo y escribo sobre estas aguas. Pero nunca más he vuelto a acercarme a ellas.

«A Formentera nunca, Paul.»

Aparco la moto frente a una explanada que da a la playa de Es Canyers, apartada de las manadas de turistas. Atravieso un caminito de pinos y sabinas hasta que diviso el mar y me siento en la arena con las piernas cruzadas.

Contemplo el agua transparente, cristalina, de un azul intenso con manchas turquesa y, sin querer, el pensamiento de Julieta me estalla en la cabeza.

Durante un tiempo, vine cada día a una playa como esta tan solo a esperar a que algún día regresaras, Julieta. Deseaba que las olas me devolvieran tu cuerpo, quién sabe si comido o devorado por los peces.

Y ahora, veinte años más tarde, vuelvo a estar aquí moviendo con desazón los dedos bajo el agua y con los pensamientos volando hacia el mar. Y sé que no volverás, por mucho que lo desee, por mucho que cierre los ojos y sople una pestaña y pida el deseo de que algún día vuelvas a estar a mi lado, Julieta. Que algún día vuelvas convertida en una sirena.

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Autora: Laia Aguilar. Título: Todos aquellos mares. Traducción: Manuel Pérez Subirana. Editorial: Destino. Venta: Todos tus libros.

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