Allá por el verano de 1987 cayó en mis manos un viejo ejemplar titulado ¿Quién mató a Kennedy?, una obra firmada por el periodista Thomas Buchanan, que se encontraba guardando polvo junto a otros libros en la inactiva biblioteca de un familiar fallecido. Editado por Seix Barral en el año 1964, este volumen, que ya mostraba las costuras y sus hojas amarilleaban, sería toda una revelación, y muy pronto el primero de otros muchos relacionados con el magnicidio de Dallas, a los que acudiría en busca de documentación para JFK: 50 años de mentiras, publicado en 2013 por Poe Books. Aquel osado relato del heterodoxo Buchanan, crítico con la versión oficial, no sólo ponía en tela de juicio la autoría del atentado adjudicado sin juicio alguno a Lee Harvey Oswald, además abría nuevas líneas de investigación perfectamente razonadas basándose en datos comprobables que incluían intereses espurios, manipulación de testigos y la sistemática ocultación de pruebas, de la que no era ajena la Comisión Warren, creada ad hoc por el presidente Lyndon Johnson, apenas un mes después de los sucesos del 22 de noviembre.
Mentira nº 1: Howard Brennan vio el cañón de un rifle sobresalir de la ventana este de la sexta planta del depósito de libros escolares disparando contra el presidente. Fue la fuente de la descripción que la policía dio del sospechoso, solo diez minutos después de los disparos; sin embargo, Brennan no fue capaz de identificar a Lee Oswald en la rueda de reconocimiento policial (esto no se dijo públicamente).
Mentira nº2: Lee Oswald no pudo llegar a tiempo desde su pensión hasta la calle Décima, donde fue asesinado el agente de policía J. D. Tippit en torno a las 13:06. Se fijó la hora de los disparos en las 13:15 horas, creando así un engañoso lapso con el único objeto de posibilitar una vez más la presencia de Oswald en ese lugar, obviando la verdad más palmaria: la hora de la muerte del policía Tippit, según indica su certificado de defunción, se dató precisamente a las 13:15 horas en el Hospital Metodista, situado a más de dos kilómetros de distancia desde donde cayó tiroteado el agente (este dato también se ocultó en los medios).
Mentira nº3: La teoría de la bala mágica, diseñada por el abogado de la Comisión Warren Arlen Specter: el agujero del proyectil que presentaba JFK no estaba situado en la base posterior del cuello como se afirmó, sino a 14 centímetros de la base del cuello, una mentira que pasó por alto tanto los dibujos realizados por los patólogos militares que describían las heridas de JFK como el testimonio de los agentes del FBI y del médico personal de Kennedy, George G. Burkley, presentes en la autopsia. En contra de lo que se cree, ningún miembro de la Comisión Warren vio jamás, salvo su presidente, foto alguna de la autopsia de JFK. Todavía hoy se habla de «bala mágica» cuando los restos de plomo retirados del cuerpo de John Connally pesaban más que los tres gramos que le faltaban a la prístina bala, sin contar con los restos de metralla que se llevó a la tumba el propio gobernador de Texas, porque la familia no aceptó que se le retiraran tras su fallecimiento.
Estas groseras manipulaciones, que resultaron imprescindibles para mantener el encubrimiento, se consolidaron en el tiempo gracias a la estela de silencio dejada por un centenar de fallecimientos, que por calificarlos con un eufemismo denominaríamos como “convenientes y oportunos”. Muertes violentas, en muchos casos, que presentaban una casuística de lo más diversa y una improbabilidad en su conjunto de uno contra ochenta millones.
Con asombro y la ayuda de nuevos libros, desclasificaciones y escondidos recortes de prensa, iba documentando la siniestra suerte que corrió ese centenar de personas relacionadas con el magnicidio de Dallas, donde se presentaban tres constantes: o fueron parte de la conspiración, o habían manifestado saber algo comprometedor del asesinato, o estaban a punto de declarar ante alguna autoridad legislativa o judicial. Además de los disparos a bocajarro, de las personas arrojadas desde una ventana, de los suicidios y accidentes inexplicables, de fulminantes golpes de karate o atropellos, de acuchillamientos o sobredosis, también se produjeron otra serie de muertes generadas por sospechosos cánceres fulminantes —mortales en unos meses— o ataques cardiacos en gente saludable. Una lista que se completaba con al menos 7 asesinatos no aclarados, 11 muertos por arma de fuego, 8 suicidios, 12 ataques cardiacos, 2 acuchillados, 5 muertos en accidente aéreo, 4 en accidente de tráfico, 7 por un cáncer fulminante, 3 de sobredosis, 2 electrocutados, 5 víctimas de explosiones…
Algo que llamó mi atención fue que estas muertes se concentraran en momentos determinados y concretos, empezando por el mismo día 22 de noviembre de 1963, para continuar con las citaciones de la Comisión Warren (1964), en las investigaciones del fiscal Jim Garrison (1967-69) —en su preparación del juicio contra Clay Shaw—, y al final de los años setenta con la comisión creada por la Cámara de Representantes, denominada HSCA, que retomó la investigación del asesinato del presidente Kennedy y de Martin Luther King. El año 1977 fue especialmente devastador, por el elevado número de fallecimientos sospechosos: trece personas, entre ellos seis agentes del FBI —en menos de seis meses— que habían recibido las correspondientes citaciones para declarar ante el HSCA.
Otros muchos tuvieron mejor suerte y tras recibir la visita de “ellos” prefirieron guardar silencio durante muchos años. Los mismos “ellos” a los que se refirió Jackie Kennedy cuando se negó a cambiarse su vestido rosa de Chez Ninon para que “ellos” lo vieran manchado con la sangre del presidente. Los mismos “ellos” que convirtieron a Lee Oswald en un chivo expiatorio y a los que se refirió Jack Ruby cuando dijo que “ellos” ocupaban altas instancias en el Estado.
Nada mejor para explicar el contenido de Todos los muertos del presidente que reproducir las páginas 11 a 14 del texto:
“Aprovechando los resquicios de claridad que han arrojado las desclasificaciones realizadas hasta el 30 de junio de 2023, desde que la película de Oliver Stone JFK: Caso abierto, convulsionara la conciencia de la opinión pública americana, nos hemos propuesto, a lo largo de las páginas de este libro, hacer entender a los lectores las claves del asesinato de Kennedy a través de la vida y el singular comportamiento de algunos de los personajes más destacados que, como vulgares fichas de dominó, fueron cayendo uno detrás de otro.
Empezando por J. D. Tippit, muerto sólo unos pocos minutos después de que el presidente Kennedy expirara en el hospital Parkland, seguiremos con Lee Harvey Oswald y los 24 años de la vida de un personaje que tras las últimas desclasificaciones se nos presenta, todavía más si cabe, como un elemento imprescindible para entender la dimensión del magnicidio y la necesidad de su muerte a manos de Jack Ruby: otro personaje de novela negra, con una sórdida existencia oculta entre las bambalinas del club de striptease Carousel. Estos tres personajes nos ayudarán a entender la importancia y el sentido del triunvirato CIA-Mafia-Anticastrismo y de sus consecuencias. No sin razón, Richard Schweiker, senador republicano por Pensilvania y miembro del Comité Church, afirmó: “Lee Harvey Oswald llevaba impresas las «huellas dactilares de inteligencia» por todo su ser”.
Y como entendemos que hubiera sido tremendamente injusto sumergirse en el mundo de las conspiraciones que acabaron con la vida de John Kennedy y pasar por alto la muerte de Marilyn Monroe, acaecida un año antes que el propio magnicidio, también dedicamos un apartado especial al fallecimiento —oficialmente suicidio— de la más grande estrella de Hollywood. Muchos vieron en esta muerte la mano del presidente y especialmente la de su hermano, el entonces fiscal general de los Estados Unidos, Robert Kennedy. Y veremos que, cuando se habla de encubrimiento y se invoca la Seguridad Nacional, se repiten continuamente los mismos nombres. Y con frecuencia aparecen… “ellos”.
Y “ellos”, quizás los mismos, también aparecieron en una conversación telefónica entre el antiguo juez del Tribunal Supremo de Nueva Jersey y estrella de la televisión Andrew Napolitano y Donald Trump, una semana antes de la investidura de Joe Biden. En ella el exmagistrado reprochaba a Trump haber incumplido su palabra, por no desclasificar, como había prometido, los documentos retenidos en el caso JFK cuando llegase a la presidencia. El diálogo entre ambos se desarrolló así:
Andrew Napolitano: Prometiste que publicarías los registros del asesinato de Kennedy…
Donald Trump: Si te hubieran mostrado lo que me mostraron a mí, tampoco tú los habrías desclasificado.
- N.: ¿Quiénes son “ellos”?… ¿qué te mostraron?
- T.: Juez, cuando no estemos hablando por teléfono, y ¡NO HAYA 15 PERSONAS ESCUCHANDO LA CONVERSACIÓN! —recalcando lentamente cada una de las palabras— te lo contaré.
En estas páginas también encontrará la historia de las muertes, extrañas y convenientes, de Rose Cheramie, Dorothy Kilgallen, Florence Pritchett, Jada (Jeannette Conforto) y los expolicías Roscoe White y Roger Craig; además de la “resurrección” de Karen Carlin, la Pequeña Lynn, una joven stripper del club Carousel de Jack Ruby, dada por muerta en un hotel de Houston en 1964, víctima de un disparo accidental, que apareció una treintena de años después, tras ser incluida en un programa de protección de testigos. La pregunta sería… ¿testigos de qué? Karen fue la joven que recibió un giro de 25 dólares de Jack Ruby minutos antes de que el dueño del club Carousel asesinara a Lee Oswald.
Finalizaremos con una lista completa de esas muertes extrañas-convenientes-oportunas, que no han servido para impedir que todavía haya personas, después de más de sesenta años, que piensen que el depravado comunista Lee Harvey Oswald era un loco solitario al que un buen día se le fue la cabeza y dijo… «voy a matar a mi admirado presidente Kennedy».
A los que piensan así nadie va a poder llevarles la contraria de una vez por todas, porque ni la CIA ni el FBI entregarán los 4.686 documentos que a 30 de junio de 2023 quedaban por desclasificar. ¿Por qué? Porque con los Planes de Transparencia aprobados por el presidente Joe Biden en 2023, ahora depende exclusivamente de la voluntad de las agencias de seguridad del estado, CIA, DIA, FBI, DEA, ATF, ONI, etc., entregar los documentos restantes”.
Con la vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca, tras sus encontronazos pasados con la CIA y el FBI y sobre todo con la elección del singular Robert Kennedy Jr. para su Gobierno, quizás nos llevemos alguna sorpresa. O quizás solamente sea el sobrino del presidente Kennedy el que por fin acceda a la verdad de lo que realmente ocurrió aquel mediodía soleado del 22 de noviembre de 1963 en la plaza Dealey de Dallas.
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Título: Todos los muertos del presidente. Autor: Ángel Montero Lama. Editorial: Poe Books. Venta: Todostuslibros.
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