El escritor venezolano Juan Carlos Méndez Guédez ha escrito lo que podríamos considerar la novela latinoamericana total. Sitúa a dos amantes en un territorio imaginario, la isla de Bararida, en el que confluyen los mitos indígenas, las leyendas criollas, los relatos artúricos, las novelas pastoriles y, en definitiva, los relatos sobre los que se han alzado muchos pueblos a lo largo del tiempo.
En este making of, Juan Carlos Méndez Guédez cuenta el origen de Roman de la isla Bararida (Firmamento).
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En el principio fue la biblioteca. Esa biblioteca en Venezuela que mi madre ha mantenido intacta.
Hablo de la nostalgia de los proyectos incumplidos. Esas aspiraciones lectoras de quien deseaba comprenderlo todo, conocerlo todo, sin otro criterio que el placer de protegerse del mundo envuelto por las palabras de otros.
Obvio que para un muchacho de barrio humilde la vida era un ejercicio de optimismo: aquellos anaqueles contenían los 54.800 rollos de la Biblioteca de Alejandría.
En algún momento de reencuentro, acariciando aquellos lomos con la punta de mis dedos llegué a preguntarme a dónde había ido a parar aquel universo de historias, poemas, informaciones. Supuse que había sobrevivido dentro de mí, pero de una manera tormentosa, ajena a las cronologías, a los datos históricos. Un mundo de ficciones palpitaba en mi memoria como una continuidad, como un huracán en el que la imaginación humana se conectaba libremente, ajena a las precisiones geográficas o temporales.
Y pensé esto mientras contemplaba un amarillento volumen de Tristán e Isolda y miraba la Avenida Intercomunal del Valle, allá en Caracas, mientras al fondo sonaba una canción de Carlos Vives.
Sucedió también por esos mismos tiempos que un amigo me dio a leer un ensayo en el que cuestionaba la idea de que la novela total debía ser un artefacto narrativo de gran longitud. La idea quedó saltando en mi cerebro. ¿No podía ser un reto todavía mayor condensar la aspiración a la totalidad en unas cien páginas?
Me senté a escribir sin esperanzas, sin desesperación, sin expectativas. El Roman de la isla Bararida sería una historia compleja, ajena a la “normalidad” decimonónica y realista de la mayor parte de la narrativa actual. El plan apenas asomaba en mi cabeza: reescribir, reinventar mi adorado Tristán e Isolda, pero jugando con todas las mixturas que de manera natural fuesen llegando a la yema de mis dedos.
El recuerdo que guardo de esos días no es nítido. La historia de Wari y Najamutu comenzó a fluir con naturalidad y llevada por sus propios impulsos. Tenía algo de poema épico, algo de novela de caballerías, de relato artúrico, de brujería marialioncera, de mitos de los wayú y de los waraos, de cuentos de hadas, de novela pastoril, de tragedia griega, de golpe tocuyano y merengue, de melodías de José Luis Rodríguez. Sucedía además en una isla que inventé hace años: Bararida, un territorio que he explorado en otras ficciones y cuyo nombre evoca el parque zoológico barquisimetano al que acudía en la infancia.
No pude parar nunca mientras escribía la primera versión. Necesitaba conocer la gran pasión y la gran tragedia que acompañaba a aquellos insaciables amantes que en esas páginas estaban conociendo las batallas, las pócimas mágicas, la tierra de los muertos, el castigo de los dioses, los relámpagos sin lluvia, el milagro de la piel, y que por otro lado, no dejaban de moverse en ambientes medievales ubicados en ciudades y pueblos inexistentes durante la Edad Media.
Era como vivir, de manera simultánea, en todos los libros de aquella biblioteca caraqueña que pensaba haber extraviado para siempre. Era como vivir en diferentes lenguajes; noción que me sirvió para atreverme con el poema en prosa, con el diálogo, incluso con la escritura de un pequeño romance, sin olvidar nunca que mi urgencia era contar el amor desenfrenado de los protagonistas y el destino fatal que los separaría.
Al concluirla quise creer que en el Roman de la Isla Bararida sucedían todos los tiempos, todos los lugares a los que me sentía capaz de acceder, y pensé en Borges, claro, cuando explicaba: Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio.
Sentí que con esta novela atravesaba un umbral, cruzaba a otro lado de mi imaginación y mi escritura, y me acercaba a una idea que me ronda hace tiempo: la literatura es quizá una forma de oración, una celebración del misterio, un modo de la gratitud.
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Autor: Juan Carlos Mández Guédez. Título: Roman de la isla Bararida. Editorial: Firmamento. Venta: Todos tus libros.
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