Sobre la foto: dos amigos juegan al ajedrez en Navidad bajo la atenta mirada de otra amiga.
El médico de cabecera me atiende sin mirarme directamente a la cara, como si mi rostro contuviese elementos perturbadores para él, como si me pareciese a algún enemigo suyo, a alguien que lo traicionó en el pasado. Teclea en el ordenador y dice es normal, es absolutamente lógico que no puedas ganar al ajedrez. Indago un poco más en esa lógica mientras muevo la cabeza, tratando de establecer contacto visual con el médico, que cada vez se hunde más en el hueco entre sus propios brazos, él continúa diciendo no puedes ganar al ajedrez porque no tienes amigos con los que jugar. Ambos recibimos el estruendo por igual: una paloma se estrella contra el gran ventanal de la consulta, giramos nuestras cabezas hacia el cristal, después hacia el otro.
1. el principio de un relato
estaban en la misma clase cuando visitaron el museo, aunque no se habían hecho amigos hasta mucho más adelante
Julián Génisson (Madrid, 1982) explica al final de Cerebroleso (Libros Walden), su primer libro de relatos, la aventura que para él ha supuesto embarcarse en un proyecto de escritura. La describe casi con repulsión: celebra la aparición de las ideas en su cabeza, pero asume que la angustia de ordenarlas, de encontrar palabras para ellas, de revisarlas, de corregirlas, de editarlas, de reescribirlas y de someterse al escrutinio lector de todos los demás probablemente no valga la pena. Así, como en un manifiesto escrito del revés, sienta las bases de lo que en esencia es su libro: un acuario lleno de peces extraños e incapaces de nombrarse entre ellos.
Tres cosas que hace Génisson en cada uno de sus relatos:
- Pensar en la genética del conflicto humano desde lugares insólitos.
- Describir con cuidadosa atención los detalles que redondean el absurdo.
- Deformar la realidad en busca de un universo subalterno, no determinado por un cambio en lo material sino por una modificación sustancial en la manera en que nosotros nos acercamos a las cosas.
Cerebroleso es, pues, algo parecido a una reunión de jóvenes introvertidos que juegan a las cartas como si esa fuese la única cosa que se pudiese hacer; no con la intención de batir al rival, no tras la voluntad de ser el mejor jugador de cartas de la noche; más bien atraídos por una fuerza ancestral, embebidos por una fijación funcional que les impide hacer cualquier otra cosa. Así que juegan a las cartas, juegan a las cartas, juegan a las cartas, y al cabo de un rato largo las cartas ya no son cartas y los rostros de los jóvenes son indistinguibles, y lo único que se sigue escuchando son pequeñas onomatopeyas.
Puede parecer esta una definición arbitraria y probablemente lo sea, pero tras repasarla un elevado número de veces he llegado a la conclusión de que es, esencialmente, una definición bastante próxima a la verdad.
2. el nudo de un relato
Vuelvo al principio, a la primera cosa que dije después de la parábola del ajedrez. Concreto más: vuelvo a la idea de que Julián Génisson celebra la aparición de las ideas en su cabeza, pero siente que todo el proceso ejecutor no es más que lastre a posteriori; que las ideas se están muriendo lentamente mientras uno intenta moldearlas, que sería impresionante si ambos procedimientos pudiesen conjugarse y suceder de forma simultánea. Esta es una distancia que atraviesa la historia del arte: la preexistente entre la idea y su materialización, una distancia que sólo consumida valida su punto de partida —qué es una idea encerrada en la mente de una persona sino nada en absoluto—.
Pues bien: una de las búsquedas principales en el trabajo de Génisson es precisamente la de aplastar esa distancia, la de convertir el nacimiento de la idea en el mismo elemento ejecutor. Así, en Cerebroleso asistimos a una caída en las manos del concepto puro. El autor tiene una idea y se recrea en torno a ella, la exprime hasta la extenuación. Un ejemplo: en uno de sus relatos, una chica entra en su apartamento para encontrarse con una impenetrable masa de globos de cumpleaños. Todo el relato está ahí, en esa idea, alrededor de la cual Julián Génisson dibuja una serie de conexiones imposibles que uno acaba por aprehender: a fuerza de describir el irrespirable ambiente abandonado por los globos que la chica va pinchando —todo ese aliento muerto—, de precisar la textura viscosa y plástica de cada uno de los globos, de manifestar un creciente desagrado en todas las direcciones posibles, acaba por enviar al lector a las redes de un relato de terror cuya premisa es, insisto, que una chica entra en su apartamento para encontrarse con un montón de globos de cumpleaños.
Poco interesan a Julián Génisson las estructuras tradicionales de narración: lo único que él busca es ir capturando sensaciones, lanzar conceptos extraños para interactuar con las espaldas del lector, con lo inimaginable, con lo oculto. Y es por eso que los relatos más largos que componen Cerebroleso acaban transformándose en una suma de cosas más que en un artilugio narrativo concreto, a medida que las ideas se agotan y otras nuevas —en ocasiones, muy alejadas de las anteriores— acaban por aparecer. La consumación de esta estética fragmentaria tiene lugar en el conjunto de pequeños relatos agrupados bajo el título de Apuntes sobre el conocimiento, en los cuales Génisson se desplaza de una cosa a otra sin miedo a aburrirse —subrayo esta cuestión del aburrimiento en base a cierta vocación inscrita en el libro de que los relatos sean leídos aguantando la respiración—.
3. el final de un relato
En el último relato del libro, Génisson aprovecha para narrar el rechazo sufrido por parte del primer editor al que envió su manuscrito. En base a la condescendencia del correo recibido, saca la siguiente conclusión: «debe verme como un niño listo, o más exactamente: como un muñeco sagrado«.
Pienso que es importante acercarse a Cerebroleso siendo conscientes de la complejidad de los sistemas de pensamiento que propone, pero también creo que el toque de gracia no deja de estar precisamente en esa presencia de niño listo, en la frescura con la que Génisson se enfrenta a las formas para escribir con un tono a medio camino entre la redacción de un estudiante aventajado, el informe de un inspector de policía antiguo y la misiva de un hombre venerable que mantiene múltiples correspondencias con otros hombres venerables.
A Julián Génisson le interesa desviar la mirada, claro, hacia cuestiones que están sin mirar. Mejor: hacia aspectos no-mirados de cosas demasiado miradas. Es también loable este propósito, más transitando un estado algo inmóvil de las cosas —después de tantos años de civilización, a veces uno piensa que quedan pocas cosas que no hayan sido realmente escrutadas—, y en ocasiones lo disparatado de su mirada acaba ubicándolo en un lugar de difícil definición, entre un realismo sucio y una ciencia-ficción casi romántica —¿es el mundo sensible insuficiente o es el mundo suprasensible excesivamente ilimitado?—. De todo eso se filtra, de tal manera que uno no sabe muy bien cómo explicar el asunto, una sensibilidad de pequeñas distancias. La voz que narra está frecuentemente asustada, extrañando a sus amigos, buscándolos entre los globos, reencontrándose con ellos y volviendo a perderlos por los motivos más imposibles.
Así que recapitulo todo lo dicho, si es que tiene algún sentido hacerlo, para plantear lo siguiente: ¿no se reúnen los jóvenes para jugar a las cartas con el objetivo de estar con los otros jóvenes, de verse los unos a los otros, de sentir que son, al final, una única persona? ¿No es por eso que yo sueño todas las noches con perder interminablemente al ajedrez?
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Autor: Julián Génisson. Título: Cerebroleso. Editorial: Libros Walden. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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