El viaje arrancó con una llamada. Atraviesas meses secos e infinitos como un desierto y, de pronto, suena el móvil. Una voz te anuncia un barco que aparece como un oasis. O subes o se zarpa. Yo, periodista, aquel febrero de 2016, llevaba tres años lidiando con la precariedad del freelance. Más en provincias —la mía, Sevilla— y madre de tres niños, la mayor de 9 y de 3 los mellizos.
Como articulista del eldiario.es había escrito columnas sobre la emergencia humanitaria de los refugiados. La que simbolizaba el niño Aylan. Escribí también artículos sobre el auge turístico español a costa de destinos como Túnez, Egipto… y ahora hasta Grecia, donde los veraneantes en las toallas empezaron a incomodarse al ver llegar balsas neumáticas —dinghys es el equivalente a nuestras pateras— llenas de familias de multitud de países, con el denominador común de reflejar en sus miradas el espanto de lo peor del ser humano. Escribí el símil entre el granado de una casa abandonada en mi barrio que daba frutos sin ser regado y la vida abriéndose paso al migrar. Con todo, ni siquiera cuando oí en la radio que tres bomberos sevillanos estaban detenidos en Lesbos acusados de tráfico de personas, creí que el destino me hablara a mí.
Necesité esa llamada de un director de cine, Carlos Escaño, decidido a rodar en Lesbos un documental sobre el éxodo en el Egeo y sobre el papel de los bomberos de Proem-Aid para afrontar en el extremo opuesto del Mediterráneo el drama de la migración que lleva pasando en las playas andaluzas donde nos bañamos treinta años.
Desde la primera noche en Lesbos intuí que aquello daría para el documental, para las crónicas comprometidas para eldiario.es y ViceNews y mucho más. Un libro, quizá. Esa primera madrugada en la playa —solo ocho horas después de aterrizar en la ciudad de Safo, Mitilene—, cuando incrédulos vimos llegar las primeras barcazas atestadas, cuando oímos los primeros “¡Gracias, Europa, por existir!” “¡Tierra de la democracia!” “¡Faro de derechos humanos!”, supimos que era un punto y aparte, vital y profesional.
Y así ha sido. Tanto que desde entonces me impulsa el deseo de compartir las historias de los hombres y mujeres que conocimos, los protagonistas del documental Contramarea, de los que ahora en este El granado de Lesbos cuento la historia previa a su llegada a la isla griega y lo que han sufrido luego en esta Europa que les ha fallado, una traición que constaté a mi vuelta a Lesbos, en 2018, para cubrir el juicio en que los bomberos fueron absueltos, esta vez para Público y la cadena SER. Porque, aunque fuera ya del foco mediático, la situación en campos de concentración como Moria había empeorado: de 3.000 hacinados en 2016 se pasó a 7.500 en 2018.
Muchos, quizá algunos de vosotros, piensan que el tema migratorio les pilla lejos o que exigir que se cumplan los derechos humanos es buenismo utópico. No lo comparto. De un lado, amigos, nuestro país se asienta sobre la brecha de mayor desigualdad del mundo, a 14 km de un África con 1.300 millones de habitantes jóvenes, que serán 2.400 en 2040. El más práctico cálculo de sostenibilidad, desde este continente envejecido y estancado en los 500 millones de habitantes, aconseja no cerrar los ojos a esta realidad.
Además, como el libro retrata, en estos tres años el neofascismo que ya nos amenaza a todos ha ido creciendo, sustituyendo el antisemitismo de los 40 por la antiimigración, cuando lo que una siente frente a huidos de las guerras, el terrorismo y la devastación económica —de cuyo origen no es ajeno occidente— es que los conciudadanos del mundo compartimos dinghy, tratando de sobrevivir a un sistema productivo donde para que cada vez una élite menor acapare más beneficios, más gente corriente es sacrificada, desde el sacrificio extremo de la muerte a la alienación que tan bien conocemos en España, donde brillantes licenciados subsisten de camareros en Inglaterra y Alemania.
El granado de Lesbos quiere ser vuestro viaje al encuentro de la familia iraquí Toman: Ayad y sus hijos Mustafá de 15 años, Mariam de 11, Ali de 6, y aquel para quien el padre hizo un hueco repitiendo Muse y marcando con los dedos 8 años… el hijo secuestrado en Bagdad. Y a la madre, Hanan, que desde Alemania ha luchado años, sin éxito, para reunificarlos. La pareja kurdo-siria encarnada por Ferhad y Shirin huyendo del Alepo arrasado. Hombres y mujeres de países que llevamos décadas oyendo como Adeel Ilyas de Pakistán o Kobra Rezai y su hija Sanaz de Afganistán que se han quedado viuda y huérfana en Moria por la desatención del infarto de Ali Mohamed Khoshi. Junto a gentes de lugares de los que nada sabemos: Sha de Baluchistán o los jóvenes hermanos Noh del Kurdistán iraquí, miembros estos de la minoría étnico religiosa yazidí, víctima de genocidio por el Daesh.
Oírles hablar es sentirse ante el espejo de la hipocresía europea, occidental, pues mientras se dan los Premios Nobel de la Paz 2014 y 2018, a la paquistaní Malala Yousafzai y la yazidí Nadia Murad, a sus compatriotas se les niega la ley internacional.
“¿Cómo puede gente hacer tal daño a otra gente?”, pregunta con dolor la yazidí Suham Noh. Y ese estupor, como el que compartió conmigo, en el ferry de Lesbos al puerto ateniense del Pireo una siria anónima, me hizo abandonar un tiempo esta historia.
Pero el granado, en distintos instantes y lugares que cuento, volvía a la vida. Del árbol en Sevilla al mito que se celebra en Lesbos. Así, constatar la fraternidad entre migrantes y quienes les reciben con los brazos abiertos y, además, ver en el granado la pulsión atávica humana de mantener la esperanza abonaron mi trabajo. Y el libro, lectores, es el fruto que os traigo.
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Autora: María Iglesias. Título: El granado de Lesbos. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Amazon y Fnac
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