Alberto no solo pintaba. Era pintor de verdad. Es decir, había estudiado bellas artes, había sido aprendiz de un maestro y vivía de lo que producía la venta de sus cuadros. Pasaba las mañanas y las tardes en su estudio, lleno de lienzos manchados, botes de pintura y aguarrás. Llevaba barba cuando casi nadie lo hacía. Era, además, larga y descuidada, una auténtica barba de artista. El estudio estaba en su propia casa, que no era una casa de pintor sino el mejor piso de una urbanización con piscina, situada en la periferia burguesa de Madrid, a donde habían llegado en 1980.
La familia de Alberto, como también hizo la mía, compró el piso sobre plano. Para todos era el primer piso con piscina. Ellos venían del barrio de Salamanca y mi familia de Embajadores. Para ellos no había cambio, saltaban del núcleo duro de la burguesía a lo residencial con el pretexto del bienestar de los niños. Querían que disfrutaran de un jardín y una piscina. Una piscina siempre fría porque estaba en sombra, oculta a la vista, pero encajonada en un jardín demasiado pequeño. El agua helada dio conversación, y la sigue dando, durante décadas. Qué fría está, decían y decíamos siempre, mientras descendían por las escaleras, buscando y consiguiendo el asentimiento. La small talk siempre funciona, sirve para mostrar simpatía, para que transcurra la vida con menos aspereza.
Hacían fiestas con frecuencia y mis padres comentaban al día siguiente que habían visto a famosos en el portal. Asistía gente de su mundo clásico y bohemio, que había disfrutado de cierto éxito durante el franquismo y ya había iniciado un lento declive. No ganaban nuevos compradores y la muerte lentamente eliminaba a los suyos. Eran artistas apegados a la tierra, al pueblo español, de boina y pajarita, que fumaban en pipa. Habían sido niños durante la guerra, pero admiraban a los poetas que habían glosado al Caudillo y a Juan de Ávalos, escultor de las gigantescas figuras del Valle de los Caídos. Eran tiempos de tertulias infinitas y podían empezar a recitar versos patrióticos, de José María Pemán, Luis Rosales o Leopoldo Panero, en cualquier momento. Glosaban las virtudes de España, sus tierras y su carácter. Sus mujeres asistían encantadas a sus largas disertaciones. Algunos tenían tratos con comunistas, de quienes no se diferenciaban en nada. Fumaban el mismo tabaco negro, bebían el mismo whisky, cazaban los mismos ciervos y soltaban los mismos discursos. Eran vicios comunes y cotidianos. Alberto, todos sus amigos, todos los vecinos, mi padre e incluso el portero fumaban y bebían whisky. Todo era mucho más fuerte en aquella época, cuando estar gordo era aún símbolo de riqueza. Sin embargo, la amenaza crecía imparable. A apenas cinco kilómetros de Arturo Soria, en el centro de la ciudad, triunfaban jóvenes con gabardina, camisas abrochadas hasta el cuello y botas negras, que llenaban sus lienzos de sexo, jeringas y colores salvajes.
Alberto era un hombre elegante y afable, nunca discutía con los vecinos. Tampoco era él quien marcaba distancias con nosotros. Delegaba esa función en su mujer, que provenía de Álava, no recuerdo si de la Vitoria o de uno de los grandes pueblos de la provincia. Laura era una mujer dura, fría y clasista. Podría haber sido la esposa de un militar. Era ella quien ponía orden en la casa, controlaba los estudios de sus hijos y no les permitía bajar del notable. Parecía nacida para manejar a una amplia plantilla de sirvientas. En las parejas y en las empresas hay quien asume la parte buena y quien toma la mala, pero no dejan de ser dos caras de lo mismo. Sin la brusquedad de quien marca límites, vigila la frontera y dice no, la parte sonriente viviría en la basura y los hijos habrían terminado como los hermanos Panero. En ese aspecto Alberto era el afortunado, en otro no porque era quien debía llevar el dinero a casa, lo que en su caso se conseguía con un negocio tan frágil como la venta de cuadros.
Cuando llegó a la urbanización, Laura ya tenía entre los 35 y los 40 años. Caminaba erguida, miraba con soberbia y pronto se aficionó al bronceado artificial. Una mujer así merecía que su esposo hubiera tenido un éxito mayor y, sobre todo, más constante. Alberto y su familia también eran dueños de una casa en Fuenterrabía, con un escudo heráldico de piedra, borrado por el salitre y los siglos. Habían dado generales, alcaldes y un pintor. Tal vez contaban también con una buena herencia o con rentas, que provenían de los viñedos que la familia de Laura tenía en Álava. No eran gran cosa, pero eso lo sé ahora. El poder siempre depende del reconocimiento de los súbditos y nosotros lo éramos. Posiblemente ellos también lo fueran frente a los propietarios de bancos y altos hornos, escondidos en sus mansiones de Neguri. Quién sabe en qué tramo del declive se encontraban, las familias siempre se difuminan, y tal vez la suya fuera en tiempos tan fuerte como la de los fundadores. En cualquier caso, llegaban con puntos de serie: los vascos siempre han sido reconocidos en Madrid. Se les supone honradez y trabajo. Quien tiene un amigo vasco, dice el imaginario colectivo, lo tiene para toda la vida. ETA, que en aquellos días lejanos reventaba coches y disparaba sin descanso en el sur de Madrid, donde los militares convivían con la clase obrera, consiguió difuminar ese prestigio. Lo salvaron los exiliados, empresarios que se sentaban frente a los chuletones con la medalla de haber huido de la extorsión y la muerte. Alberto no contaba con tales méritos, ni mucho menos. Había salido de Euskadi para aprender a pintar y vivía de la leve modernidad de sus cuadros, excelentes regalos de boda, ideales para cualquier rincón de un salón burgués.
En la piscina no se acercaban a nadie, éramos los demás, los plebeyos, quienes les llevábamos cerveza y patatas los domingos. A veces daban conversación, a veces no. Conocían, tal vez desde hace generaciones, los secretos del refuerzo intermitente, esa técnica mágica que consigue enganchar a los más sumisos. La bohemia aparente de Alberto no correspondía con su pensamiento profundo, que era tan burgués como su pintura. Cultivaba un realismo básico, difuminado, elegante. En sus paisajes había figuras humanas que se perdían entre la niebla, pero siempre eran reconocibles. Nunca cayó en la abstracción, no sé si porque nunca le gustó o porque temía no vender sus cuadros.
La familia de Alberto era la reina de la urbanización, pero no era la única. También vivía allí la hija de un general monárquico, que había sido uno de los sublevados. Formaba parte, por lo tanto, de esa especie de Mayflower de Franco, compuesto por los fundadores del régimen. Su marido era gris, funcional. Tenía un puesto intermedio en un banco. Desde una perspectiva social, dentro del escalafón invisible de la época, eran superiores, pero apenas bajaban a la piscina y cuando lo hacían se sentaban a la vera de Alberto y su familia, como si formaran parte de su corte y no al revés. El poder tiene más que ver con su reconocimiento que con su fuerza real. Mis padres nunca se conformaron con quienes les habían tocado en el reparto. Los suyos eran familias sofocantes, tradicionales, llevadas por mujeres cursis, que decoraban sus casas con Lladrós y marinas compradas en El Corte Inglés. Gentes con puestos intermedios en la banca, como mi propio padre, o simples contables. Eran, sobre todo, feos y mi madre siempre ha odiado la fealdad.
Mi familia, por tanto, navegaba en un terreno intermedio: no eran admitidos por la élite, o solo lo eran a veces, pero también despreciaban a quienes sí les habrían admitido. Ahora lo han olvidado pero en el origen de mis padres hay ángulos oscuros, familia mísera, a la que no se quiere reconocer y a la que es mejor no saludar. Porque siempre que hay un ansia de reconocimiento hay algo o alguien a quien no se quiere reconocer. Supongo que la familia de Alberto notaba esa herida y se alimentaba de ella. No sé si hacían bien, ni siquiera si es posible calificar su actitud. Tenían patrimonio simbólico y lo aprovechaban. Creo que yo también he heredado esa condición, ese desclasamiento que te deja en una eterna incertidumbre. Siempre heredamos la sombra de nuestros ancestros, sus preocupaciones y sus ansias.
Durante su periodo dorado, Alberto expuso en la misma galería que una monja muy famosa, que pintaba igual que en las fotos, un valor muy reconocido durante mi infancia. Creo que era Ansorena, no lo recuerdo bien. Durante años recibimos por correo los catálogos negros, satinados, de cada exposición de la galería. Al cénit siguió la siempre inevitable decadencia. Por supuesto mis padres fueron invitados a la inauguración y llegaron a las siete en punto, cuando todavía no habían servido las copas de cava y los canapés de salmón con huevo hilado. En el cóctel fueron -supongo también porque no estuve- más encantadores que nunca y estuvieron charlando, como si fueran auténticos amigos, con la créme de la créme de la sociedad madrileña, gente con apellidos dobles, notarios, periodistas, abogados de solera. Sintieron que se encontraban en su sitio, en su auténtico lugar y, por supuesto, pagaron por ello comprando uno de los cuadros más caros. Lo pondrían, y lo hicieron, en un lugar destacado del salón.
Por supuesto, las cenas en parejas o las excursiones a Segovia que propuso mi madre nunca se produjeron. El objetivo, que era la venta, ya se había cumplido y tocaba volver a marcar límites. Siguieron siendo igual de cordiales y distantes. Era su fortaleza. No podían perderla porque su poder, tan pequeño como la piscina, se derrumbaría. Ocurre lo mismo, a escala diferente, con los Papas y los reyes. Con el tiempo supe que tal vez convocó a la parte más rancia de la sociedad española, que el círculo de Alberto estaba más cerca de Jaime de Mora y Aragón y su perilla que de quienes llenaban los suplementos culturales.
Su hijo tenía mi edad. Envidiaba sus motos, sus novias, sus abdominales, su rebeldía pija y sus bucles dorados. Tenía una sonrisa blanca, como de abogado americano. Montaba mucho en moto, a veces con chicas, rubias oxigenadas, de larga melena. Su padre le daba mucha mano libre, pero nunca se desmandó, siempre sacó buenas notas. Era un pijo absoluto, sin matices. En líneas generales nos llevábamos bien. En aquella época tuve serios problemas de acoso en el colegio y con otros vecinos pero nunca con él. A veces se unía a las burlas, pero lo hacía con escaso entusiasmo, casi por obligación. Estaba por encima de todo eso. Incluso me sonreía y me preguntaba si nos veíamos en el hipódromo o en el Pachá o, incluso, en Malasaña, a donde iba con sus amigos artistas. Nunca me invitaba, siempre me decía que si nos veíamos allí nos tomábamos algo. A veces hablábamos en la piscina. Jamás se levantaba de su silla de plástico. Siempre recorría yo el espacio que mediaba entre mi toalla y su lugar. Nosotros éramos los únicos que intentábamos ingresar en el grupo. El resto de los vecinos creo que no lo hacían. Se conformaban con su mediocridad.
Alberto también tenía una hija. Se llamaba Alicia y era la mayor. Creo que es psicóloga en ejercicio. Han pasado tantos años que debe estar cerca de los 60, una edad magnífica para cualquier terapeuta. Era guapa, como todos en su familia, pero demasiado delgada, con la espalda curvada. Tal vez fue ella quien recibió la sombra de la familia sobre su espalda. Casi todos los psicólogos lo son para curarse, para entender qué les ocurre. Algunas noches de verano aparecía por la piscina y empezaba a bailar sin música, como si estuviera en una discoteca muda. Recuerdo otro dato que apunta a la herencia de la sombra: a eso de las 12, Alicia salió a la terraza de su casa en bikini. Era una segunda planta y se lanzó como una flecha al agua azul de la piscina. Todos quedaron entre el espanto y la fascinación. Salió del agua, nos miró a todos, hizo una reverencia y volvió a su casa, sin secarse, sin ponerse ni una camiseta, caminando bajo los porches, dejando un rastro de agua.
La compra del cuadro no fue el único intento de mis padres por conseguir su reconocimiento. Mi padre trabajaba en banca, en puestos intermedios, pero trataba con clientes de alto nivel. En aquellos días lo presencial mandaba. Las gestiones solo podían ser personales y las oficinas de los bancos estaban llenas de mostradores, donde los cajeros y los oficinistas gestionaban el patrimonio de sus clientes. Llegó incluso a conocer a Frank Sinatra o a Sofía Loren y a ver, de lejos, a Ava Gardner haciendo cola frente a la caja. Nunca, en su vida, había visto a una mujer más bella, dijo. Creo que exageraba, pero eso pertenece a otra historia. Uno de sus clientes fue uno de los primeros publicistas de España, que asesoraba la imagen del mismísimo Adolfo Suárez. Supongo que mis padres tenían pocas bazas que gastar con este señor que, por mucho que apreciara a mi padre, no dejaba de ser un cliente de su banco. Pues bien, una de ellas la emplearon en conseguir que un cuadro de Alberto perteneciera a la colección de la presidencia del gobierno. Podían haberla gastado conmigo, tal vez consiguiendo que me dieran una beca, o con ellos mismos, con cualquiera de las miles de prebendas a disposición de un gobierno, pero no lo hicieron. Gastaron su baza con Alberto y su familia. Cuando se confirmó llamaron para agradecérselo, con la habitual efusión de Alberto, pero la actitud no cambió. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo iban a desprenderse de ese poder que tanto beneficio les daba?
Pese a tales éxitos, la decadencia de Alberto progresaba día a día, lenta como una yedra. Así es el circuito del arte desde el inicio de los tiempos. Una de las ventajas de pertenecer a la clase alta o de creerte tal pertenencia es la posibilidad de prescindir de cualquier moral y la posibilidad, también, de contar con un soporte que justifique todos tus desmanes. Eso facilitó que cuando la modernidad avanzó tanto que llegó hasta los bancos y los salones de los consejos, cuando se impuso la abstracción neutra en todos los salones, Alberto y su familia pudieran prescindir de pagar el recibo de la comunidad, sin sentir vergüenza alguna ante la mirada de quienes, hasta entonces, eran sus súbditos. Siguieron imperturbables, en su sitio, y la comunidad nunca tuvo valor de demandarles, más allá de broncas en las reuniones de la comunidad de propietarios. Mis padres tenían la moral de la clase media grabada en su subconsciente, de generación en generación. No les importaba pagar la calefacción y el agua caliente de Alberto y su familia. Antes habrían dejado de comer que haber hecho algún impago, y menos en la comunidad de propietarios, donde se enterarían todos los vecinos. En cierto modo la indiferencia de Alberto y los suyos era admirable. Sabían cuáles eran sus prioridades.
Borja no mostró decadencia alguna. Su estatus, supongo, facilitaba que le invitaran a copas. Creo que vendieron la casa de Benidorm y algún cuadro de la colección. Alberto siguió exponiendo, pero los precios eran cada vez menores y pronto, tras su última exposición individual, celebrada en un centro cultural de un pueblo de la periferia, pasó a integrar exposiciones colectivas. Siempre conseguía una mención en el ABC Cultural, pero cada año era más pequeña. Nunca dejó de pintar, ni de sonreír ni de fumar. Nadie negó nunca la calidad de su arte. Simplemente, dejó de interesar y de aparecer. Los directores y productores de teatro ya no pedían sus decorados, tan alegóricos. Desapareció. El declive es inevitable en todos, pero en los artistas más. Nadie sabe quién va a conseguir atravesar el tiempo. Alberto no logró, como no lo consigue casi nadie.
Pasaron los años, las décadas y la comunidad lentamente se deshizo, Alberto murió, su viuda y sus hijos se mudaron al extrarradio. La heredera del general también enviudó y no volvió a bajar a la piscina. Se quedó en su casa, pensando, viendo la tele, escribiendo fragmentos de un libro que nunca terminaría. Pronto comprobaron que no les compensaba vivir en un piso con piscina y también se mudaron. De los primeros vecinos solo quedan mis padres. Han pasado las décadas y el cuadro sigue en el salón. Es bonito, melancólico, burgués. Su pretensión se nota en el marco. No sé diferenciarle de otros que valen millones, pero el hecho es que no supera los 200 €. Así me lo indicaron en la que fue su galería, que sigue exponiendo marinas y bodegones. Lo hicieron de voz, se negaron a tasarla porque les avergonzaba. Me parece increíble porque en nuestro pequeño mundo era una figura. No sé por qué no tuvo suerte, por qué Antonio López triunfó y él no. Tal vez pintó demasiado, tal vez su escuela cayó en desgracia. Por un lado lo siento, no deja de ser patrimonio familiar, por otro, siendo sincero conmigo mismo, cada vez que paso por delante del cuadro, me llevo una minúscula, casi imperceptible, alegría. Todos desapareceremos, todos seremos olvidados, pero algunos más que otros.
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