El conocido personaje que ideó Melville, el escribiente que preferiría no hacer demasiadas cosas, sirve a Gay Talese (Nueve Jersey, 1932) como vía de entrada a una región de su biografía de la que todavía no había dado cuenta. Y ha considerado que este es un buen momento, algo que agradecemos los lectores habituales de este autor. Talese nos había enamorado con obras periodísticas del calibre de Honrarás a tu padre o La mujer de tu prójimo, y daba la impresión de que se trataba de alguien a quien sería muy difícil que se escapara nada digno de ser divulgado. Observador perspicaz e incansable, astuto manejando los tiempos narrativos y las dosificaciones de datos, Talese ha sido considerado un maestro del periodismo y es, con toda seguridad, un escritor con el don del encantamiento. Aquí, en este Bartleby y yo, comienza por darnos cuenta de los donnadies que han marcado algo importante en su vida profesional, que han orbitado en su biografía ayudando a construir el profesional en que se fue convirtiendo.
En la primera parte del libro, se propone crear unos perfiles de personas sobre las que no se puede escribir un perfil, tal y como estamos acostumbrados a leerlo. Talese rompe las convenciones y lo hace con mucho estilo. Se trata de gente cuyo interés radica en razones alejadas de lo que sería noticia, lo demasiado especial. Así pues, nos entrega historias, o tramos de historias, que todas unidas trenzan la realidad; son posibles, no ilusiones, no sueños, no ideales. En realidad, lo que hace es hablarnos de sus inicios en el mundo del periodismo, utilizar a estos personajes para auparse sin vanidad a una memoria laboral de la que se siente orgulloso. Es complicado no traspasar la frontera de la vanidad en estos casos, pero Talese lo consigue, mientras nos cuenta cómo eran aquellos años, la política social que ha ido evolucionando sin dejar de afectar a quienes los sobrenadaron.
La segunda parte es una muestra de los trucos que puede tener un buen reportero a la hora de conseguir la entrevista que todo el mundo busca. Convive durante un mes con el entorno de Frank Sinatra y con quienes orbitan alrededor de este monstruo de la actuación, del glamur y de la lejanía: «su poder, su atractivo sexual, su soledad, su extravagancia, su generosidad, su ánimo vengativo y su semipertenencia a la mafia», indica Talese. A Talese se le resiste superar la distancia que rodea al cantante, mientras entabla relaciones con quienes trabajan para él. Y así va construyendo un perfil de Sinatra sin llegar a verle, gracias a los «amigos, parientes, sirvientes, parásitos y una tropa de individuos relativamente secundarios que, como ya he indicado repetidas veces, siempre han constituido mis fuentes principales de información y conocimiento».
En la tercera parte, el eje será un edificio. Talese nos hablará de quien fue su principal habitante, un médico, inmigrante, hecho a sí mismo, obsesionado con que nadie le eche de nuevo de su lugar. El protagonista transita por toda una historia de dinero, divorcios, maltrato y codicia no solo crematística, que nos resulta conocida, pero que en manos de Talese cobra nueva potencia, y que dará pie a una reflexión sobre el mundo inmobiliario y la especulación. El fin trágico del médico contrastará con la evolución del mercado, tan ajeno a la suerte de las personas, especialmente en el planeta Manhattan, donde tiene lugar la triste y agresiva historia: Nicholas Bartha, que es como se llama el médico, prefirió volar por los aires el edificio antes que entregarlo a cuenta de una decisión judicial que tenía que ver con el divorcio. Pero ese solar se habrá ido revalorizando, porque Nueva York es una ciudad con un alma que, podemos deducir tras leer a Talese, a lo que menos se asemeja es a la idea que tenemos de lo que debería ser un alma: es particular y es esencia, pero no es, para nada, calma o justicia.
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Autor: Gay Talese. Título: Bartleby y yo. Traducción: Antonio Lozano. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros.
Honra a Zendalibros el aprecio por el nivel de sus colaboradores. Pero no sé si es llevarlo hasta la exageración el hecho de que sus nombres, los de estos críticos y colaboradores, sean, junto con una frase asociada o contenida en su texto, los que se utilizan como llamada al lector para invitarle a abrir el enlace. Sin que en esa llamada figuren ni el nombre del autor del libro ni el título de la obra. Es algo innovador, pero desconcertante para los que hemos conocido otros tiempos en la prensa literaria. Imaginen, hace cuarenta o cincuenta años, la crítica a una nueva novela de Camilo José Cela en la que el nombre del escritor gallego y el título del libro no figurasen más que en la letra pequeña del texto, y lo que se destacase en caracteres mayores fuese el nombre del crítico, una frase ingeniosa que él haya acuñado, e incluso una fotografía de ese crítico, no de Cela.