Otro veintiuno de septiembre, el de 1937, hace hoy ochenta y cinco años, la editorial londinense George Allen & Unwin pone a la venta un cuento con la dimensión de una novela. Ambientada en un territorio mítico, al hilo de él, su autor, J. R. R. Tolkien, habla de un mundo entero con su antropología y su sociología, su historia y su historia natural; y, muy especialmente, escribe sobre su mitología.
Sí señor, lo primero que llama la atención en El Hobbit, el prodigioso texto que un día como hoy llega a las librerías, es la magnitud de su trabajo. Faltos de elocuencia para expresar el entusiasmo con el que lo reciben, hay críticos que sostienen que la creación de Tolkien es como habría podido ser la de Homero si, antes de concebir los poemas que se le atribuyen, hubiera tenido que inventarse la guerra de Troya, la mitología griega y cuanto concierne a las islas donde recala Ulises en su regreso a Ítaca. Al menos esa será la opinión de Robert Day, quien, cuando Tolkien se haya convertido en uno de los autores más leídos del siglo XX, escribirá toda una enciclopedia sobre cuanto concierne a Arda, el mundo de Tolkien. Arda es un nombre, tomado del alto élfico —el autor también ha de inventarse los idiomas de los pueblos que describe—, que designa al mundo que concibió Ilúvatar —el Hacedor— y dieron forma los valar con la Tierra Media —las regiones de los mortales— y las Tierras Imperecederas, a donde viajan los inmortales.
La magnitud de la empresa de Tolkien —filólogo y profesor en Oxford— obedece a su patriotismo. Inspirado por la eterna rivalidad entre Inglaterra e Irlanda, consciente de que los irlandeses tienen una de las mitologías más ricas del mundo y un proverbial don para la narración, quiere lo mismo para su país. Ya convertido en quien no tardará en ser, merced a cuanto aguarda tras el momento estelar que vive un día como hoy del año 37, Tolkien recordará: “Desde muy joven, me dolió la pobreza de mi amado país. No tenía historias propias, no de la calidad que yo buscaba y encontraba en las leyendas de otros países. Había historias griegas, celtas, neolatinas, germánicas, escandinavas y finesas; pero nada inglés, que no fueran cuentos bastante pobres para niños”.
Ese patriotismo será la causa de que Hobbiton, la aldea más famosa de La Comarca, y Rivendel, el refugio creado por los altos elfos que sobrevivieron a la guerra que su pueblo libró contra Sauron en el año 1697 de la Segunda Edad, tengan la misma latitud que el Oxford de nuestros días.
El Hobbit, una ida y una vuelta, tal reza su título completo —aunque ya sus primeros lectores tenderán a abreviarlo—, también es la narración de un viaje. El viajero es Bilbo Bolsón, un hobbit de Bolsón Cerrado, una aldea de La Comarca. En el año 2941 de la Tercera Edad, se verá arrastrado al camino por el mago Gandalf y trece enanos, liderados por Thorin. El objeto de la expedición es provocar la muerte de Smaug, el dragón que guarda su tesoro en las entrañas de Erebor, la Montaña solitaria, y reestablecer el reino enano.
Que sea un mediano —medianos llaman a los habitantes de la Tierra Media, donde los hobbits son los más pequeños— quien se convierta en el improbable héroe de esta historia, da mucho que pensar a los comentaristas más agudos. Las descripciones de la Comarca, a veces parecen acercarse al paisaje que ofrece Inglaterra según se arriba a ella desde Europa por mar, vista aún desde la cubierta del barco. A algunos, conscientes del sutil patriotismo que transita todo el relato, eso de que el héroe sea un mediano se les antoja una metáfora del país frente a los imperios centrales en la Gran Guerra; otros, ojo al dato del improbable héroe, llegarán a ver en ello un simbolismo alusivo al coraje de la gente corriente, de la clase media.
Otros sostienen que el insospechado coraje que ha de demostrar Bilbo a lo largo de todo el relato, es un canto al valor que son capaces de desarrollar, llegado el caso, tantas personas consideradas cobardes. Los hobbits son los más simpáticos de toda la gente menuda. Su estatura viene a ser la mitad que la alcanzada por el común de los hombres o los elfos. No hay nada más lejos de su tradición que la aventura emprendida por Bilbo. A los hobbits les gusta comer bien, beber cerveza y disfrutar de sus agujeros, que es como llaman a sus confortables casas.
Si Bilbo abandona la suya para entregarse a una aventura en la que varias veces estará a punto de perder la vida, es debido a que su talla moral es la de un gigante y quiere que los enanos vivan tan felices en las entrañas de Erebor como lo es él en Bolsón Cerrado. Gandalf le sabe destinado a una empresa de altura y por eso va a buscarle. Pero según se vaya conociendo a Tolkien, se sabrá que es muy poco dado a los simbolismos.
Lo que ya es sabido es que su autor, desde 1927, lleva dando vueltas a una serie de cuentos que serán reunidos en El Silmarillion y no verán la luz hasta una edición póstuma (1977), preparada por su hijo Christopher. En dichas páginas, se entrará en detalle sobre los aspectos de Arda más desconocidos.
También se sabe que, durante la Gran Guerra, Tolkien participó como segundo teniente de los fusileros de Lancashire en la batalla del Somme, donde fue gravemente herido. Como Robert Graves y varios autores ingleses, regresó de Francia convertido en un auténtico pacifista. Es curioso que entre algunos de los escritores franceses, quienes también participaron en el conflicto —Louis-Ferdinand Céline, Pierre Drieu La Rochelle— la evolución sea hacia el fascismo, expresado en el colaboracionismo con los alemanes durante la ocupación de Francia.
De momento, estamos con Bilbo Bolsón. Durante su ida y vuelta, casualmente, se hará con una singular joya, un anillo que vuelve invisible a quien se lo pone: es el Anillo Único. Cuando Tolkien, acuciado por sus editores, decida hacer una secuela de El Hobbit, partirá de ese anillo de Bilbo para crear El señor de los anillos. En estas nuevas páginas narrará la historia de la Guerra del anillo, que enfrentará a las fuerzas del mal con una fraternidad de hombres, elfos, hobbits y enanos en el año 3018 de la Tercera Edad. Pero esa es una historia harto conocida.
Un día como hoy, de hace ochenta y cinco años, con la publicación de El hobbit nació un nuevo género literario, ya apuntado por Lord Dunsany, Robert E. Howard y algún otro: la fantasía épica. Así se escribe la historia.
Céline y Drieu La Rochelle son los inevitables huérfanos de la resaca democrática y atea. El riquísimo mundo anterior se había convertido en el espantoso desierto de su época. Se fueron al fascismo como hubieran podido hacerse comunistas o de la Action Française. Era la reacción normal contra la decadencia, contra la pérdida del alma. Para ellos, era preferible ser un bárbaro que convertirse en un absurdo hombre moderno. Ahora estamos tan domesticados por la idiotez, que ni nos enteramos.