«El tiempo se pliega o se estira a su arbitrio».
Roberto Bolaño
Existen dos tipos de personas según manejen o se dejen manejar por el tiempo. Los adeptos al Cronos, ese tiempo normal, secuencial, el de los objetivos, rectilíneo, irreversible y mesurable con reloj, el no-lugar, donde no se vive, ese dios que lo devora todo, representado sosteniendo una hoz o una guadaña. Y los amantes del Aión, el tiempo de la vida, que para Platón se designaba por la intensidad, representado por una serpiente que muerde su cola, ese dios eterno, en constante movimiento y búsqueda, no es hoy ni mañana, no tiene territorio, es el tiempo que no se puede atrapar.
Hay una maravillosa manera de definir lo que algunos artistas son capaces de hacer con el tiempo, esa magia y la capacidad de convertirse en una especie de médiums de una energía vital, a veces impactante incluso para ellos mismos. Son aquellos que vienen «a ensanchar la realidad». Aquellos que vienen a dejarse llevar, nos dan miedo, nos aturden, nos descolocan. Un ejemplo maravilloso que llegó para asombrar al mundo fue Charlie Parker, precisamente en ese Kansas City, caldo de cultivo del mejor jazz. Que parte de su obra naciera bajo los efectos de la heroína, el alcohol o los fármacos no le resta ni un ápice de alquimia a lo que fue capaz de hacer, crear, provocar y transformar. Renovó el jazz.
Mientras sus solos convulsionaban al mundo, un escritor que había nacido seis años antes que él haría lo propio con la literatura, además de convertirse en un amante de su arte hasta el punto de dedicarle un precioso relato, «El perseguidor». Ese escritor se llamaba Julio Cortázar y también trascendió a lo real. Charlie Parker murió a los 34 y el forense que realizó el levantamiento de su cadáver estimó que rondaba entre los 50 y los 60 años. Julio Cortázar vivió casi el doble de años que él (Aión, ¿qué hacen algunos con el tiempo?) y puso en su boca, a través del mítico relato, una frase que viene a definir la capacidad de ambos de liberar la imaginación a lo Blake o a lo Mallarmé, revelando que la esencia de la vida es el caos: «Esto ya lo toqué mañana».
Visionarios los dos, libérrimos hasta decir basta y, a lo Breton, repletos de «elevadas dosis de contradicción», se dejaban llevar siendo imaginativos, surrealistas incluso, inesperados y desbocados de un modo único.
El jazz, como dijo George Gershwin, en cierto modo es como la vida… es mejor cuando improvisas. ¿Acaso no es jazz Rayuela? ¿No es jazz Kerouac al escribir en 22 días de frenesí On the Road? ¿No es jazz Marlon Brando interpretando al coronel Kurtz en la selva de Apocalipsis Now? ¿No es jazz Jackson Pollock enfrentándose febril a sus lienzos? «Es simple goteo», le recriminaron algunos, y a Kerouac y a Cortázar «es simple tecleo». Pero había algo más: todos ellos experimentaron y marcaron nuevos rumbos y a su manera todos ellos fueron real gone. Y si hay una regla no escrita en el jazz es precisamente saber regresar. Los músicos que acompañaban a Charlie Parker, conocido como Bird, en muchas ocasiones dudaron que fuera capaz de regresar de los vuelos que emprendía cuando empezaba a respirar a través de su saxo y sí, tal vez «se dirigía al infierno, pero no lo puedes provocar, simplemente ocurre», como decía Thelonius Monk.
Bird, aquel que según John Lewis «era como el fuego, no podías acercarte demasiado». Bird, «un pobre diablo enfermo y vicioso pero lleno de poesía y talento», ahí estaba, haciendo lo que nadie se había atrevido a hacer, incluso más allá, lo que a nadie se le habría ocurrido hacer. Ensanchar la realidad.
Dicen que «interpretar una obra es una forma de mutilarla, que no hay un único punto de vista, ni en la realidad ni en el arte, que el arte siempre está incompleto, inacabado». Por eso y por suerte algunos artistas son incapaces de dejar de improvisar, de sospechar, intuir, vislumbrar que hay algo más. Saben que hay algo más y lo persiguen. Saben que una canción, como un poema, no se acaba, se abandona. Y cada vez que se regrese a él, a ella, sonará distinto. Y qué maravilla ser capaz de romper el caparazón del arte igual que ser capaz de desdibujar los márgenes del tiempo. Ser capaz de encajar un cuarto de hora en un minuto y medio.
El perseguidor culpable de este texto nació en la ciudad de Pomona en el 49. Idolatraba a Kerouac y se inspiraba en Charlie Parker. Seguimos abriendo el campo magnético. Dicen que tenía pinta de bohemio anticuado. Un Sinatra vagabundo de traje gastado, corbata desanudada, perilla de chivo (a lo Cantinflas, el cómico preferido de su padre), con un viejo sombrero bajo el que asomaba su huesuda frente y una voz de nicotina y mala noche.
Había llegado a desbordar los esquemas del jazz, del blues y del folk de su época y se tomaría su tiempo. Aión. Ensancharía la realidad.
En su primera época encontramos un cantautor bohemio con melismas de jazz, pero ya albergaba un artista hambriento de absoluto. En eterna comunión con la derrota, un currante estajanovista entregado a la causa, lo suyo sería un extenso poema callejero recorriendo, de barra en barra, el corazón roto de América.
Tras ocho discos que no alcanzaron el éxito deseado, después de ver que en boca de otros sus canciones se hacían más grandes y siguiendo el consejo y el empuje de su clarividente compañera, Kathleen Brennan, dio rienda suelta a ese Picasso musical que albergaba dentro en eterna evolución y dejó atrás al baladista tierno, se abrazó al caos y al ruidismo, desató su rugido, haciendo bandera de esa garganta de destilería y martillo, y con su misa arrabalera habitó la quincallería del corazón, donde todo es posible, y se hizo inimitable. Así radicalizó su sonido, al estilo Las Vegas, arriesgó, arriesgó todo y empezó incluso a dar miedo. El resto es historia. Llegarían Swordfishandtrombones y Rain Dogs abriendo una zanja de excentricidad y excitación. Waits venía del folk y del blues, pero por supuesto también del jazz, tenía todas las piezas y por ello podía y puede construir una melodía al estilo catedral barroquísima o volver al origen más arcaico, austero y gutural. Monstruo cabaretero, spoken word, ritmos afrocubanos, amplificadores de garaje, hip hop cavernoso, armonios y sierras de arco, cumbias pervertidas bajo el influjo de un virtuoso Marc Ribot, habitante de la dark americana, primitivismo y blues caníbal. Beat box de la voz humana, terrorismo o cubismo sonoro, imposible abarcar todo lo que de él se ha dicho. Con 55 años encerrado en el baño de su casa grabando fragmentos para su LP Real Gone. Incapaz de repetir un setlist, o abordar un tema de modo idéntico una y otra vez. Llenando el escenario de polvo y purpurina, creyendo aún en la espontaneidad y emoción del primer trazo. Su creación es una catarsis compartida. Realmente ido.
Dicen que lo suyo se convirtió en Blues del Triángulo de las Bermudas en contraposición al Blues del Delta porque los elementos aparecían y desaparecían y nos introducían en unas dimensiones desconocidas e incluso aterradoras.
Es lo que hacen los perseguidores, los real gone, llegan a los lugares más insospechados, allí donde no ha entrado nadie. Se pierden en el camino, hurgan en la maleza, caen, se van demasiado pronto, se reinventan, se desconocen… pero de algún modo, por unos instantes que dura una canción, una escena de una película, la lectura de unas páginas o la visión de un cuadro, nos acercan a su viaje, a ese agujero en el tiempo y quizá nosotros no hayamos llegado a despegar los pies del suelo, quizá nosotros no nos fuimos realmente pero por un momento pareció real.
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