Según lo describe el doctor John Seward en su diario, R. M. Renfield es un tipo de “gran fuerza física, excitable patológicamente. Sufre periodos de depresión que terminan con una idea fija, imposible de precisar. Supongo que el temperamento sanguíneo, unido a una influencia perturbadora, provoca la obnubilación total de la conciencia, posiblemente es un hombre peligroso, aunque carece de egoísmo”.
Pues bien, los actores que más me han conmovido en su recreación de Renfield, siempre entre el vasallaje al conde y su amor imposible por Mina Harker, han sido, por orden cronológico: el Dwight Frye de Drácula (1931) de Tod Browning, la versión canónica del sonoro; el Klaus Kinski de El conde Drácula (1970), una de las mejores cintas de Jesús Franco; el Roland Topor de Nosferatu, el vampiro de la noche (1979), remake de Werner Herzog del clásico de 1922 de Murnau; y el Tom Waits de Drácula de Bram Stoker (1992), la última gran cinta de Coppola, todo un poema de amor.
Del Renfield de Dwight Frye me quedo con su extravío, entre el suspiro por Mina y la sumisión al conde; del de Kinski —quien incorporó a uno de los mejores Drácula en la versión de Herzog y volvería al personaje en Nosferatu en Venecia (Augusto Caminito, 1988)— me rindo ante su mutismo. En cuanto a Topor, el Renfield de la versión de Herzog —donde cabe suponer que Kinski dijo todo lo que calló cuando rodaba con Franco— no puedo sustraer la obra del actor con independencia del personaje interpretado. Roland Topor fue uno de los creadores del grupo Pánico junto a Fernando Arrabal y Alejandro Jodorowsky. Aquella iniciativa, surgida en los años 60, en un París que asistía a los últimos estertores del surrealismo, obedecía a una inquietud consistente en “una intensa búsqueda por trascender la sociedad aristotélica y dejar un legado que impulse a la humanidad a una nueva perspectiva”. Al margen de dichos intereses —aunque sin duda no ajena totalmente a ellos—, la filmografía de Topor discurrió por títulos como Planeta Salvaje (René Laloux, 1973), hoy un clásico de la animación para adultos —y de la pantalla de ciencia ficción—, del que el tercer Renfield de mi parnaso cinéfilo fue el guionista. Este mismo empleo lo desempeñó en una de las mejores cintas de Polanski, El quimérico inquilino (1976), basada en una novela original del propio Topor.
De modo que en el Renfield de Topor no puedo ver sólo al lunático del frenopático de Seward, extraviado entre su amor imposible por Mina Harker y la sumisión al vampiro. Es inútil, no puedo sustraerle de su filmografía y biografía anteriores. Eso mismo, más o menos, es lo que me sucede en el caso de Tom Waits. Le recuerdo en esa esplendida versión de Coppola de la historia del no muerto, sin duda la más romántica de las adaptaciones del avatar del conde transilvano que se hayan visto en la gran pantalla, y al llegar a sus amores por Mina —siempre latentes en sus actitudes, apenas evidentes en su proceder— no puedo evitar pensar en Waits interpretando Jersey Girl, la última pieza de la cara “A” —aún escuchábamos la música en vinilo— de Heartattack and Vine, el álbum del Tom Waits músico del año 80.
El graduado (Mike Nichols, 1967), con una banda sonora compuesta por Paul Simon e interpretada por Simon & Garfunkel, abrió el cine americano a las canciones que escuchaban los espectadores en su día a día. La música se había democratizado con el pop y el rock, que habían conocido una difusión extraordinaria con la popularización de los tocadiscos y la proliferación de espacios radiofónicos dedicados a la emisión de las canciones de mayor éxito. Dejando a un lado, el cine que hizo bandera del rock —Easy Rider (Dennis Hopper, 1969), Zabriskie Point (Michelangelo Antonioni, 1970), Carretera asfaltada en dos direcciones (Monte Hellman, 1971)—, que es otra historia, la tendencia alcanzó su paroxismo en Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977) y cuantas siguieron su estela al servicio de la música disco: ¡Por fin ya es viernes! (Robert Klane, 1978), Que no pare la música (Nancy Walker, 1980), Fama (Alan Parker, 1980)…
En los 50 y muchos años transcurridos desde el estreno de El graduado, han sido tantos los músicos procedentes de la banda sonora del día a día que han acabado desplazando a los compositores de tradición sinfónica que antaño escribían los scores cinematográficos. Entre todos ellos, pocos han sido tan apesadumbrados como Tom Waits. Mucho más cerca de las novelas de Jack Kerouac o de Charles Bukowski que de las frivolidades de la canción ligera —que la llamaban, con desdén, los incondicionales de la “música clásica”—, Waits interpreta las polkas con la misma tristeza que los blues. De una u otra manera, su voz aguardentosa —que le ha permitido desarrollar una dilatada filmografía como narrador da las más variadas cintas— siempre evoca mil derrotas. Siempre al margen de frivolidades como la música disco, sus canciones se hacen tan arrastradas como los suspiros de su Renfield por Mina Harker, la dulce Winona Rider en la maravilla de Coppola.
Nacido en Pomona (California) en 1949, el primer álbum de Tom Waits, Closing Time, data de 1973. Su primera película fue un título prescindible de Sylvester Stallone —La cocina del infierno (1978)—, de ahí que quepa afirmar que su entrada en el cine fue como autor de la banda sonora de Corazonada (1982), el excelente musical que Coppola dedicó a Michael Powell.
Coppola, junto con Jim Jarmusch, ha sido el cineasta con el que más ha colaborado. En Rebeldes (1983) no escribió la música, pero incorporó a Buck Merril. Con el tiempo, andando en los años 80, canciones como Time, Jockey Full of Bourbon o The Black Rider iban calando hondo en las mismas audiencias a las que cautivaba con sus personajes secundarios, casi siempre tipos baqueteados en esas mil derrotas que parece evocar su voz aguardentosa: el Benny de La ley de la calle (Francis Ford Coppola, 1983), el Irving Stark de Cotton Club (Coppola, 1984), el Zack de Bajo el peso de la ley (Jim Jarmusch, 1986) o el Rudy de Tallo de hierro (Héctor Babenco, 1987).
Aunque Waits se ha hecho notar por negarse en rotundo a que sus canciones sean utilizadas en los anuncios publicitarios —lo que debe de estar muy bien pagado habida cuenta de que es raro que alguien no se preste a ello—, en lo que al cine respecta, sus canciones, inmersas en scores ajenos —como música diegética, escuchada por un personaje como una acción del filme—, han integrado la banda sonora de 240 películas. Piezas como Heartattack and Vine, Down Town Train o All the World is Green se han escuchado en cintas de Guillermo del Toro, Fernando León de Aranoa, Wim Wenders o Terry Gilliam. Para este último también interpretó al Mr. Nick de El imaginario del doctor Parnassus (2009), todo un alucinado.
A diferencia de Nick Cave, el músico pospunk de origen australiano —al que particularmente asocio a Waits porque uno y otro encuentran inspiración en la más arrebatada pesadumbre—, que ha resultado ser uno de los más prolíficos compositores de bandas sonoras del cine de los últimos años, el estadounidense se ha prodigado más como actor de reparto que como compositor de bandas sonoras. El último de sus perdedores ha sido el buscador de oro de La balada de Buster Scruggs (Ethan y Joel Coen, 2018).
Entre aquel Renfield —steampunk si nos atenemos a la prótesis que luce en esa mano con la que atrapa las moscas que constituyen su dieta— y el prospector robado que recién acaba de encontrar fortuna, se distingue la filmografía de uno de los mejores intérpretes de la mala sombra que ha dado la pantalla estadounidense.
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