El mar, siempre incesante y frío, apuntalado por enigmas y cavidades, austero en cualquier comportamiento que conduzca a la concesión. El mar, geografía de lo absoluto y lo inesperado, extensión de fragosas dimensiones que sobrevive gracias a la inclemencia. El mar, atavismo de la pureza más laberíntica que nada sabe de suplicios ni contradicciones. En él renacen los deseos más insólitos y es frente a él donde proyectamos terribles ensoñaciones que buscan el equilibrio de fuerzas, la dispareja virtud de pretendernos invencibles, como si el destino y la naturaleza careciesen de albedrío, como si tuviésemos a mano constantes asideros en los que delegar el error. Pero el mar no yerra, porque lo es todo. T. S. Eliot lo afirma en su poema The Dry Salvages:
El mar no es una máscara,
ni un manto para la tierra,
ni una bóveda para las estrellas.
El mar es la tierra,
la estrella y el viento,
y la eternidad que nos observa.
Es la eternidad inevitable e indisciplinada el punto de partida de la novela del escritor colombiano Tomás González Primero estaba el mar (Sexto Piso reedita, con mucho acierto, esta novela publicada en 1982 cuya vigencia es absoluta). Una eternidad no exenta de muerte y misterio, de violencia y anhelos que terminan plegándose a la contradicción, a la voluntad de los fuertes, a esa pretensión colectiva enraizada en una tierra demasiado honda. J. y Elena forman una pareja radicada en Medellín que emprende un viaje a la costa con el propósito de rehacer sus vidas en una finca situada frente al mar. La oclusiva atmósfera del terreno y quienes lo habitan es el motor que les hará caminar en círculos, emprender una huida hacia esa oscuridad repleta de matices y laberintos de la que muy pocos escapan y en la que muchos deciden erigir un túmulo subterráneo expuesto al salino aliento del océano.
En su orilla, en las riberas cercadas con el ramaje de la fiereza y la condensación, los dos protagonistas asisten a la degradación de la voluntad, al corruptible ascenso de quienes confían en su invulnerabilidad y buscan en el mar un espejo de sangre. Solo un escritor como Tomás González, dueño de un talento fotográfico y nada aséptico para reflejar la contradicción del ser humano y su intrascendente dolor, podía componer una historia plagada de ruidos y noche, de voces sugiriendo lo inevitable, de silencios derrotados al pie de una mesa y gestos de impasible ternura. Se trata de enfrentar al dolor para trascenderlo, para reintegrarse en esa armonía imperfecta que hace decaer a la insolencia, a los impulsos de perdurabilidad y a la noción mundana de soberanía frente a las reglas de la naturaleza.
Tomás González ha sido y es un constructor magistral de espacios. Los detalles que apuntalan su pacto de ficción con el lector residen en la palabra, en su talento para distanciarse de sus personajes sin abandonarlos, para exorcizarlos a través del diálogo y el movimiento. Y todo ello en perfecta armonía con el entorno, con esa noción suburbial y mayestática del paisaje que tanto acentúa el dramatismo de sus historias y a la que solo trasciende esa nebulosa de tranquila crueldad, de impasible descanso cuando lo superior, lo mayúsculo, lo que fragua desenlaces con la misma facilidad con que alumbra hirientes deseos termina por expandir su huella.
El estilo del autor de Medellín, más allá de contextos e influencias, sobresale por su incontestable tendencia a la observación. Abandonando los prejuicios, entregándose a la memoria y el entorno, a los valles que silban con la prudencia de quien se sabe madre y padre del humano, González nos regala una novela que se dispara como un poema perfecto, como una sinfonía de matices, de gritos aupados por el follaje y la raíz a los que el lector se entregará con el mismo afán inevitable del mar.
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Autor: Tomás González. Título: Primero estaba en el mar. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros.
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