Hace un tiempo, cuando mi hija Inés sólo contaba con doce o trece años e iba descubriendo por su cuenta a muchos de los grupos y artistas de mi época —Dire Straits, Pink Floyd, Carlos Santana, Led Zeppelin, Nina Simone…—, me preguntó qué cantante me parecía que era el mejor de todos los tiempos. No me lo pensé ni un solo segundo: Sinatra, Frank Sinatra. El porqué era difícil de explicar: quizá por mi gusto personal, pero, sobre todo —no sé si esto llegó a entenderlo—, porque era un tipo con pinta de truhan, de golfo de barrio, que no necesitaba hacer un gran esfuerzo para que su voz —la Voz— fluyera como una onda expansiva que, como un río de seda, penetraba en el corazón por el camino más recto. Mientras otros se dejaban la piel y la garganta, tratando de entonar una canción, a Sinatra sólo le bastaba con abrir la boca, como si estuviera ante un espejo alisándose el cabello para irse a la calle.
Sólo por los duetos que, no hace tanto, como si se tratara de su verdadero canto de cisne, llevó a cabo acompañado, en uno de ellos, por Amy Winehouse —»Body and Soul»— y, en el otro caso, por Lady Gaga —»The Lady Is a Tramp»—, Bennett ya merecería, como poco, un lugar entre los mejores, un altar en la iglesia americana que él mismo eligiera.
Pero detrás de este personaje, que cumplió con creces los noventa y seis años, hay, como sucede con todos los genios, una historia. Y no del todo feliz. Poco se ha hablado de esa época, en la década de los ochenta, tan triste y dolorosa, en la que su carrera parecía irse al traste debido a su afición por las drogas, en especial por la cocaína. A lo que habría que añadir, como perro flaco que era por entonces, sus graves problemas con el fisco americano, siempre inflexible y tenaz. Sus hijos fueron los que le salvaron. Los que le hicieron ver lo mucho que valía y lo que aún le faltaba por regalar al mundo.
Tampoco conviene olvidar el hecho, nada despreciable, que le llevó a participar, como soldado de infantería, sin cumplir siquiera los veinte años, en uno de los episodios finales de la II Guerra Mundial, cuando los Aliados destruyeron las últimas posiciones alemanas. Y allí estaba él, que no tenía nada que perder después de haber crecido en el seno de una familia pobre de inmigrantes italianos que no tuvieron mucha suerte en la vida. Cuando los periodistas le preguntaban por su experiencia bélica, siempre repetía la misma frase: “Conseguí asiento de primera fila en el Infierno”.
Desde 2016, Anthony Dominick Benedetto, es decir, Tony Bennett, padeció Alzheimer. Y aun así, quería seguir cantando a toda costa, como esos actores de raza que prefieren morir sobre las tablas de un escenario. Hasta que sus hijos se mostraron inflexibles y le obligaron a colgar el micrófono y a mirar más por sí mismo, por su salud. Hasta entonces, amparado en su voz tan singular y en esa eterna sonrisa que lo hace aún más atractivo y simpático, había conseguido dieciocho Grammys y vender cincuenta millones de discos.
En la última foto que se publicó, Bennett, alejado de la luz cruda de los focos, aparecía acompañado por su hija, sentado en un parque como un ciudadano cualquiera, con las manos entrelazadas sobre sus rodillas, con su porte elegante, a pesar de sus zapatillas de deporte blancas y sus calcetines a juego, con la mirada un tanto perdida y con ese peso invisible de la fama caído sobre los hombros.
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