Cuando mi padre se pone las gafas de sol, se transforma en un gangster. Quien lo conoce, lo sabe. Ese simple gesto vale para que pase de ser un señor de Castilla a un mafioso italoamericano que trafica con alcohol en el mercado negro. También he de decir que mi padre tiene momentos de auténtico gangster. Como ellos, siempre consigue lo que se propone, hace “ofertas que no se pueden rechazar”.
Una de mis historias preferidas sobre mi padre tuvo lugar hace algo más de una década. Yo era un preadolescente, estaba en casa o vete a saber dónde, y mis padres habían salido a tomar unas copas. Estaban tranquilamente disfrutando de sus gintonics en un garito de Palencia cuando, de repente, cinco zagales sobreexcitados atravesaron la puerta.
Montaban barullo y llegaron a empujar a mi madre, cosa que mi padre no pasó por alto. “Tú, tú, tú, tú y tú, venid conmigo a la calle”. Y ahí estaba mi padre, con más de 40 años, plantándole cara a cinco jóvenes atléticos. Mi madre se quedó en el bar, rezando para que a mi padre no le partieran la cara.
Al rato, la puerta del bar volvió a abrirse, y entraron los cinco chicos jóvenes domesticados como un perrito de compañía, y mi padre entró el último sin un rasguño. Mamá estaba atónita, pero su sorpresa creció más cuando uno de los chicos se le acercó y le dijo con suma educación:
—Disculpe, señora. Perdone nuestro comportamiento. ¿Quiere otra copa? Nosotros invitamos.
Lo que mi padre les dijo en la calle queda en la familia. Que cada uno se lo imagine a su manera. Sin embargo, la estética no coincide con la ética, y por mucho que mi padre pueda tener maneras mafiosas, sus principios morales son muy distintos de los de Tony Soprano o Vito Corleone.
Los Soprano es una obra maestra. Es la vida en seis temporadas. A medida que avanza la serie se va haciendo cada vez mejor y Tony Soprano termina convirtiéndose en alguien tan familiar como un padre. Es el gangster que más veces hemos visto en calzoncillos, el padre de familia que por la mañana discute con su mujer, por la tarde va a ver al director del colegio de su hijo, por la noche está de copas en un puticlub del que es dueño y en la madrugada mata a algún enemigo o a quien ha hecho daño al negocio o la familia.
Luis Alberto de Cuenca hace un acercamiento muy acertado a la psicología y moral del gangster en el libro Scarface, el gangster de la cara cortada, editado por Reino de Cordelia. En él desliza dos ideas fundamentales, que el gangster es narcisista, y, por ende, egoísta, y que es el fiel reflejo del sueño americano.
La ética del gangster es teleológica, se mueve guiado por un fin. Sus acciones no están dirigidas a hacer “lo bueno”, en el sentido kantiano, sino a conseguir un propósito. Decía Aristóteles en Ética a Nicómaco que “el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden”. En el caso de los mafiosos, este bien puede traducirse por “lo provechoso”, y todo está permitido si a cambio se consigue algo de provecho. Importa el fin, no los medios, y lo que importa de este fin es obtener beneficios.
El gangster no entiende de resiliencia ni de tolerancia a la frustración, para eso duerme con una pistola debajo de la almohada. Su fuerza es la ley, y la moral un mero constructo de una sociedad no mucho mejor que él. La ética de la mafia es amoral, simplemente no se decide entre lo bueno y malo, en el sentido de lo correcto y lo incorrecto. Solo se actúa en beneficio propio, ese es el bien.
Sin embargo, como todo ser humano y toda sociedad, la moral no desaparece por mucho que uno lo desee. Es por ello que el gangster entra en contradicciones. Así, vemos a Tony Soprano emocionarse hasta la lágrima por unos patos o un caballo y, al mismo tiempo, matar sin piedad con sus propias manos.
Pero, como bien apunta Luis Alberto de Cuenca, el gangster también es un reflejo del sueño americano. “Representa al paupérrimo inmigrante que, utilizando su pistola y su ambición como únicas plataformas de propulsión, logra acceder a la órbita social deseada”.
Son hombres hechos a sí mismos. Que las han pasado putas, en términos generales, pero han resistido y ahora son ellos quienes impongan su ley. Quizá por ello nos fascina el mundo gangsteril y cuanto ello representa. Más allá de una estética, por lo general muy atractiva, estamos asistiendo a seres con contradicciones, pero con esa valentía que a muchos nos falta para imponer su criterio: decir su verdad, aunque sea a punta de pistola. Llevar a cabo sus propósitos, aunque la ley y Dios se opongan.
Quizá por eso me recuerda a veces mi padre a Tony Soprano. Por esa forma de ser con la que nada se le resiste. Esa forma de rebelarse es lo que nos atrae de los gangsters. Esa capacidad para oponerse a lo establecido sobre todo aquello de esta sociedad que nos martillea.
Por lo demás, estamos ante otros nihilistas románticos, en el sentido en que Albert Camus describe a figuras como el marqués de Sade. Como Dios es cruel, porque permite la crueldad, el hombre está legitimado a ser cruel, porque actúa en semejanza a la divinidad. Por tanto, todo crimen está justificado y el hombre debe actuar según sus instintos.
“Consumir a las doce tu cuerpo macerado
y abrirse paso a tiros en un alba de sangre.
Apagar cigarrillos en tu cuerpo de esfinge
y morir en la cruz de sed e hipocondría”.
(Luis Alberto de Cuenca)
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