Top Gun: Maverick es una película consciente de que intenta hacer volar una pieza de museo. No lo decimos por Tom Cruise, espléndido en ese limbo de edad indefinida en el que todavía permanece, ni siquiera por algún que otro episodio de acción de la película, uno en el que la película de Joseph Kosinski se manifiesta autoconsciente de una manera no particularmente sutil (pero definitivamente emocionante). Pero es una anotación necesaria a la hora de valorar una secuela llamada a salvar, al menos por un rato, la exhibición cinematográfica en tiempos de nueva normalidad utilizando como base una película, la original Top Gun, tan paradigmática y simbólica de una época como, en realidad, liviana en lo dramático.
En Top Gun: Maverick hay lugar para la nostalgia, pero quizá no por los ochenta. Mucho más que a esa época, en clave formal la película canaliza esta ingravidez narrativa en clave de blockbuster de los noventa y los dos mil, antes de que los gigantescos metauniversos de superhéroes acapararan todo el arte y negocio de los blockbusters, algo que nos anticipa el logo de Don Simpson y Jerry Bruckheimer antes de los títulos de crédito. Reivindicar, sin más, un modelo de blockbuster obsoleto. En un ámbito narrativo, la película de Kosinski presenta un Maverick mucho más meditabundo, igualmente chiflado, pero con un componente de tristeza (por la muerte de su amigo Goose, por los sinsabores de la vida) que Cruise sabe representar a la perfección, puesto que jamás ha sido mal actor. Esto Kosinski lo aprovecha para realizar una reflexión bienintencionada y nada sangrante de esos estereotipos humanos que ahora se perciben como paródicos, una revisión de la masculinidad (tóxica, se diría ahora) que no busca trabajar en contra de lo anterior, sino más bien transformar la apología en elegía. Top Gun: Maverick explica y razona los arquetipos de seguridad masculina y propone una forma de pasar página de manera natural, sin críticas forzadas e innecesarias.
La nueva Top Gun es, también casi por extensión, mucho más apolítica que la anterior, en tanto los valores mostrados por los personajes no parecen impulsados por una competitividad malsana. Todo en la película es más cálido y afectuoso, con Cruise y todo su equipo buscando otro tipo de respuesta emocional a esos arquetipos de masculinidad hiperbólica. El factor humano es el centro de la película, que comienza cuando los drones amenazan el equipo de trabajo de Maverick y acaba cuando cierto conflicto del pasado encuentra una especie de resolución capaz de compaginar los intereses de protagonismo del astro con el inevitable concepto de ceder el testigo (idea presente por primera vez aquí en el cine de Cruise, aunque sea de manera menos evidente de lo esperable).
Una alegría, por último, comprobar cómo Joseph Kosinski, realizador de las infravaloradas Tron: Legacy y Oblivion, esta última también con Cruise (su película de bomberos Héroes en el infierno pasó como una exhalación por la cartelera española y es igualmente recomendable) encuentra aquí su gran revulsivo en la taquilla tras los medianos resultados de aquellas. El director utiliza a su favor las limitaciones del material para equilibrar melodrama y gran espectáculo, traduciendo los postulados del cine de Tony Scott (a quien está dedicada la película) al nuevo cine digital. Ese carácter elegiaco del film y el duro trabajo a la hora de convertir el cine de entrentenimiento y superación de los ochenta en algo coherente y aceptable en términos actuales, pero sin asomo de condescendencia alguna, resulta encomiable, como lo es también la entretenidísima Top Gun: Maverick.
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