Suele decirse que los escritores, cuando mueren, no van ni al cielo ni al infierno, sino que su paso a la posteridad tiene como primera parada el purgatorio. Sus libros desaparecen de los escaparates —a veces, hasta de los anaqueles—, sus nombres dejan de adornar las páginas de las publicaciones culturales y su legado, en fin, se transforma en una bruma distante que sólo de vez en cuando toma tierra para advertir de su presencia discreta entre nosotros. Tal parece el caso de Gonzalo Torrente Ballester (Serantes, 1910 – Salamanca, 1999), quien gozó de gran popularidad y no poca resonancia en el último tramo de su vida y del que no se habla demasiado desde que se produjo su deceso. Con no ser el único ejemplo, puede que sea el más estridente por dos razones tan simples como incuestionables: obtuvo el favor de los lectores, hasta el punto de que llegado cierto momento se convirtió en uno de los literatos más conocidos y reconocibles de España, y escribió la que de forma unánime se considera una de las mejores novelas de cuantas alumbró la literatura española durante el pasado siglo.
Conviene señalar, no obstante, que el camino no fue fácil. De hecho, durante mucho tiempo ni él mismo estaba convencido de que le acabara llevando a alguna parte. Nacido con la primera década de la centuria en el lugar de Serantes, entonces una aldea próxima a Ferrol, repartió su infancia y su juventud entre varias localidades (La Coruña, Oviedo, Vigo, Madrid, Bueu, Compostela) y vio cómo su destino se bandeaba bruscamente en un súbito viraje. Integrado en las filas del galleguismo republicano, estaba realizando su tesis doctoral en París cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Había dejado en Galicia mujer e hijos y quiso volver con ellos. Encontró pasaje en un barco inglés que debía recalar en el puerto de Vigo, y cuando llegó a la ciudad gallega telefoneó a su padre para comunicarle su regreso. Las palabras del progenitor no pudieron ser menos halagüeñas: «¿No sabes que todos tus amigos están muertos?». Poco después, el joven Torrente Ballester se afiliaba a la Falange. Cuando, al cabo del tiempo, le preguntaban en las entrevistas por aquel cambio de trinchera, su respuesta era tan rotunda que admitía pocas réplicas: «Lo hice para salvar la vida».
Sus relaciones con el franquismo no fueron nunca una luna de miel. Su primera novela, Javier Mariño, sufrió el lápiz de la censura hasta el punto de que vio recortada su versión original en casi un centenar de páginas. Tampoco cayó nada bien el retrato de la España caciquil y revanchista que se esbozaba en la trilogía Los gozos y las sombras —compuesta por El señor llega (1957), Donde da la vuelta el aire (1960) y La Pascua triste (1962)—, que pasó en su momento sin pena ni gloria. La afrenta definitiva se produjo cuando su firma apareció en el manifiesto de apoyo a los mineros asturianos que protagonizaron la gran huelga de 1962. El régimen lo expulsó de su plaza como docente en la Escuela de Guerra Naval y vetó sus colaboraciones en Radio Nacional y Arriba. Tardó dos años en recuperar su trabajo, y habían pasado otros dos cuando decidió aceptar el puesto de profesor distinguido que le ofreció la State University of New York, en Albany.
Por aquel entonces, Gonzalo Torrente Ballester estaba plenamente convencido de su propio fracaso. Había depositado grandes esperanzas en su magnífica novela Don Juan (1963) sin que la crítica ni los lectores validasen su propuesta. «Si aquí no me quieren, tendré que irme a otro país», pensó antes de iniciar su aventura estadounidense. No sabía que estaba por producirse un cambio de tornas en el que, según algunas fuentes, tuvo mucho que ver Juan García Hortelano. Parece que fue él quien recomendó a los responsables de Alianza Editorial el rescate, en formato de bolsillo, de Los gozos y las sombras. Le hicieron caso y, de pronto, el nombre de Torrente Ballester comenzó a estar en el aire. Por aquellas fechas había rematado en Nueva York su novela Off-side y empezaba a pergeñar un proyecto cuyo título original fue Campana y piedra con el que, quién iba a decírselo, alcanzaría la consagración definitiva.
No deja de resultar sorprendente que así fuera, y más teniendo en cuenta el fracaso de Don Juan. Aquel libro incipiente que Gonzalo Torrente Ballester decía haber planteado como una respuesta al realismo mágico y cuyo argumento regresaba sobre los escenarios gallegos para levantar una portentosa fabulación en torno a la existencia, las veleidades carnales y los mitos, era cualquier cosa menos una lectura asequible para todos los públicos. Igual que ocurrió con Javier Mariño, los prebostes del régimen no estuvieron nada contentos con el resultado. El informe de la censura, por suerte, se ha conservado para que todos podamos apreciar la locuacidad del funcionario de turno: «De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor. Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castrofor de Baralla [sic], donde hay lampreas, un Cuerpo santo que apareció en el agua y una serie de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando, alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto, y alguna palabrota para seguir la actual corriente literaria. Ese libro no merece ni la denegación ni la aprobación. La denegación no encontraría justificación, y la aprobación sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez». Los lectores más duchos ya habrán adivinado lo fundamental: aquella novela que se empezó llamando Campana y piedra terminaría conociéndose como La saga/fuga de J. B. Quienes estén al tanto de las idas y vueltas de nuestra literatura, sabrán además que se trata, pese al peculiar criterio del censor, de una de las indiscutibles obras maestras de las letras españolas.
El escritor ferrolano alumbraba en aquellas páginas su creación más colosal. Si los personajes de Los gozos y las sombras se movían en la población ficticia de Pueblanueva del Conde —de la que siempre se ha dicho que es un trasunto de la localidad pontevedresa de Bueu—, los pintorescos seres cuyas andanzas configuran La saga/fuga de J. B. habitan en Castroforte del Baralla, ciudad en la que su autor sitúa la capitalidad de una quinta provincia gallega y que goza de una extraordinaria cualidad que se descubre más o menos a mitad de la narración: cuando todos sus habitantes se ven inmersos en una preocupación o alegría común, la ciudad entera se desgaja de la tierra y flota por los aires, causa de que haya quienes, pretendiendo alguna vez llegar a ella, no acabaran de encontrarla nunca. Se dice que hay en Castroforte claras reminiscencias de Pontevedra. Quizás algo haya también de Compostela, sobre todo si se piensa en ese Cuerpo Santo con el que arranca una trama cuya frase inicial —«¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!»— constituye toda una consigna para los iniciados en el misterio. En realidad, importan poco los referentes reales: todo en la novela es pura fantasía puesta al servicio de una descomunal indagación en los resortes de las ambiciones humanas y los mecanismos que ayudan a la configuración de los mitos que las amparan o destruyen. En Castroforte, además de un Cuerpo Santo, hay un río con lampreas que se alimentan de los cuerpos de los pobres desdichados que encuentran la muerte en sus aguas y hay, sobre todo, una leyenda que habla de una especie de mesías destinado a salvar a la ciudad de su desmoronamiento y cuyo patronímico responde a las iniciales J. B. Con esos ingredientes se teje una narración tan densa como deslumbrante en la que apenas hay puntos y aparte y donde aquí y allá emergen cantos ceremoniales, estrofas de carácter popular y poemas escritos en un idioma inventado. Esas dificultades no impidieron que el libro despachara una cantidad inverosímil de ejemplares, ni que se hiciera de inmediato con el Premio de la Crítica y el Ciudad de Barcelona. José Saramago dijo que, gracias a La saga/fuga de J. B., Torrente Ballester se convertía en el inquilino del lugar que hasta entonces había permanecido vacío a la derecha de Cervantes.
Era, al fin, el éxito, pero faltaba el verdadero baño de masas. En marzo de 1982, cuando el autor ya había rematado lo que él llamó su trilogía fantástica —conformada por La saga/fuga de J. B., Fragmentos de Apocalipsis y La isla de los jacintos cortados—, Televisión Española estrenaba Los gozos y las sombras, una serie que adaptaba la trilogía publicada en la mitad del siglo y cuyo reparto estaba encabezado por Eusebio Poncela, Amparo Rivelles, Carlos Larrañaga y Charo López. Se advierte en los créditos de que Gonzalo Torrente Ballester supervisó personalmente el guion de cada capítulo. Sus hijos aseguran que, en realidad, ofició casi de subdirector. Fue constante su presencia en el rodaje, desarrollado entre Madrid, Bueu y Pontevedra, y resultaban notorias sus discrepancias con el director, Rafael Moreno Alba. A tenor de los testimonios de aquellos días, se respiraba cierta tensión en el ambiente. Charo López ha recordado cómo el escritor se liaba a bastonazos contra las chimeneas del decorado —«¡Esto no es gallego!», recriminaba— hasta destrozarlas y forzar que se construyeran otras nuevas. También ha contado que, en los ensayos, a veces el director le decía «haz esto así» y ella replicaba: «¿Por qué no hacemos esto otro?»; entonces Torrente, atento a la discusión, se acercaba sibilino y susurraba al oído de la actriz: «Hazlo como tú has dicho». Pese a estas disparidades de criterios, y aunque el viejo escritor siempre pensó que el serial habría necesitado más capítulos para ser totalmente fiel a los libros que narraban las andanzas de Carlos Deza por Pueblanueva del Conde, su emisión reventó los audímetros y sirvió de acicate para que la trayectoria de Torrente Ballester alcanzase su velocidad de crucero. Le nombraron Hijo Predilecto de Ferrol, recibió el Príncipe de Asturias y el Cervantes, fue Doctor Honoris Causa por la Universidad de Salamanca y se puso su nombre a calles y plazas. Mientras tanto, no dejó de publicar nuevos libros —Quizá nos lleve el viento al infinito, Las islas extraordinarias, La muerte del decano, La novela de Pepe Ansúrez o Los años indecisos, por citar sólo unos pocos— que mantenían un alto nivel de exigencia, aunque no son equiparables a sus grandes obras. Dos de esos títulos, Filomeno, a mi pesar y Crónica del rey pasmado, ratificaron la buena fortuna de la que al fin se había hecho acreedor: el primero ganó el premio Planeta, con todo lo que ello implica en cuanto a número de lectores, y el segundo conoció una exitosa adaptación cinematográfica de la mano de Imanol Uribe.
Gonzalo Torrente Ballester, príncipe de Pueblanueva y señor de Castroforte, no llegó a contemplar cómo nacía un nuevo siglo. Falleció en los primeros días de 1999 en la ciudad de Salamanca, donde residía desde mediados de los setenta. Hay una escultura de Fernando Mayoral que lo inmortaliza en uno de los veladores del Novelty, el café que ya frecuentara Unamuno y donde él tenía instalada su tertulia. Le dieron sepultura en el cementerio ferrolano de Serantes, en una sencilla ceremonia en la que el gaitero Carlos Núñez interpretó la partitura de Negra sombra, esa hermosa canción que pone melodía a los dolidos versos de su paisana Rosalía de Castro. Se conserva por allí cerca la casa en la que nació, pero donde verdaderamente vive aún es en sus libros. Esos que, pese al silencio, continúan esperando el gozo, sin sombras en este caso, de los lectores que tengan a bien asomarse por vez primera a sus páginas.
[El autor agradece a Luis Felipe Torrente y Jaime Gonzalo Torrente, así como a Francisco García Pérez, su ayuda en la elaboración de este artículo. El documental GTB x GTB, dirigido por Luis Felipe Torrente y Daniel Suberviola, está disponible en Internet y constituye un buen acercamiento a la vida y la obra de Gonzalo Torrente Ballester.]
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