—No lo pierdas de vista, síguelo con la cámara. Por si se cae. ¡Esa es la foto!
Me pregunto si los espectadores comparten la inquietud de mi colega: ¿se caerá Petit, justo cuando se cumplen cincuenta años de sus paseos sobre un cable con un grosor a todas luces insuficiente para cualquier pie? Tiene setenta y cuatro años, serán setenta y cinco la próxima semana. Por mucho que se haya pasado la vida haciendo equilibrios, la edad es un desafío, como subraya el consejo de mi amiga.
El público rodea el escenario por los cuatro costados. Comienza a tocar una clarinetista, y luego una cantante vestida de azul eléctrico trina como un pájaro, como los pájaros que Petit oyó cantar aquella madrugada, antes de echar a andar a más de cuatrocientos metros de altura. Proyectan imágenes del documental Man on Wire en dos pantallas de lona. Unas niñas corretean de puntillas en tierra firme, parecen sacadas de alguna función escolar. Un bailarín nos recuerda con movimientos sinuosos lo difícil que es dominar el cuerpo, pero lo hace desde abajo, a nuestro nivel. El único que va a desafiar la gravedad —y a vencerla— es Philippe Petit, nadie más. Los policías que simulan perseguirlo y detenerlo, en un número cómico que remeda lo que ocurrió en 1974, lo increpan desde el suelo, lo persiguen por una escalera, pero tampoco se arriesgan a caminar por el aire.
Un halo de luz ilumina a Petit. Está en una de las dos plataformas que anclan los extremos del cable. Tantea con el pie y lo posa en el alambre. Una vez que da el primer paso, la inquietud general desaparece. El silencio cambia, los espectadores engullen una bocanada de aire respirando al unísono, como una sola gárgola.
Petit camina con gracia. Se le ve concentrado y, a la vez, consigue que parezca muy fácil eso que hace: colocar un pie delante del otro sobre una superficie mínima, a una altura más modesta que en otras ocasiones, pero sin red de seguridad. Va de una plataforma a otra, va y vuelve. A veces se apoya en un solo pie, otras se sienta o se tumba sobre el cable. Me pregunto cómo va a levantarse, pero ya está de rodillas y enseguida arriba, sin esfuerzo aparente.
Los círculos luminosos que crean los focos junto con las líneas de la pértiga y las cuerdas son un cuadro de Miró por el que Petit se mueve a su aire. Va vestido de blanco con adornos dorados, un traje circense, ingenuo con su pantalón a media pierna, que no se ensucia ni se rasga, que acaba la actuación en perfecto estado, como él. Los zapatos recuerdan a los que usan los niños muy pequeños, que aún no saben caminar, pero son lo opuesto: zapatillas flexibles, de funambulista, con suelas de ante. Lleva los cordones muy bien atados.
“But I swear in the days still left / we’ll walk in fields of gold”, canta Sting, y su voz se eleva y arropa a Petit, mientras deambula sobre nosotros. Más tarde, Sophie Auster, con un perfil anguloso que es un hermoso homenaje a su padre, el escritor Paul Auster, entona “Flying Machine”.
Y al final, cuando todos los artistas se reúnen para saludar, aparece Petit de nuevo, esta vez vestido de negro y con sombrero, deslizándose sobre el suelo, pero todavía sin pisarlo, porque llega pedaleando un monociclo, haciéndonos reír con esa cara de pillo que ya frecuentaba hace cincuenta años. Por fin planta los pies en la nave de la catedral y abraza a su amigo Sting, agradece al público los aplausos y desaparece, terrenal y anónimo, imposible distinguirlo entre la multitud.
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