Pocos son los que han permanecido ajenos a una de las series televisivas más de moda en los últimos diez años: The Big Bang Theory.
Sus episodios han sido acompañantes fieles en nuestras sobremesas, por las tardes y por las noches. Hemos disfrutado mucho con los capítulos de estreno y no menos con sus múltiples reposiciones. Para algunos, esta serie de la CBS ha llegado a convertirse en objeto de culto.
Su éxito no tiene secretos. Se basa en una fórmula tan explotada como repetida. Un grupo de amigos comparten con el espectador vivencias que se pasean delante de la cámara siguiendo un guion aderezado con golpes de humor, muchas veces inducidos por las extravagancias de alguno de ellos. En ocasiones se trata de amigos de Manhattan (Friends), otras de adolescentes en un instituto de Bayside (Salvados por la campana) y otras de una familia afroamericana de Chicago que convive con un vecino un poco patoso (Cosas de casa).
Quizás el toque de originalidad de The Big Bang Theory lo encontramos en que sus protagonistas son científicos. Uno de ellos, Sheldon Cooper, es físico teórico. Se dedica a desentrañar los misterios de la física, a buscar claves con las que explicar el origen de la materia y de las fuerzas que dominan el universo. Su compañero de piso es Leonard Hofstadter, físico experimental ocupado en verificar empíricamente las teorías que elabora la gente como Sheldon. Los otros dos amigos, Rajesh Koothrappali (astrofísico) y Howard Wolowitz (ingeniero), desempeñan papeles menos relevantes como personajes de la serie, aunque no como miembros del equipo científico (muy a pesar de la opinión de Sheldon).
De alguna forma, la serie dibuja un retrato de la comunidad científica y de cada uno de sus roles. Raj observa lo que hay en el universo, Sheldon elabora teorías sobre el origen de lo que Raj observa, Leonard verifica que estas teorías son correctas y Howard desarrolla tecnología a partir de ellas.
Gracias a estos personajes, nos suenan cosas como “el gato de Schrödinger”, “la ley de Poiseuille” o el “módulo de Young”. Conceptos que se dejan caer de vez en cuando en los guiones y se pasean por delante del espectador, como también lo hacen esas blancas pizarras rellenas de extraños símbolos y ecuaciones que decoran los rincones de la sala de estar de los protagonistas. Para supervisar estos guiños a la ciencia, los guionistas cuentan con la colaboración de David Saltzberg, físico y profesor de la Universidad de California.
Aunque parezca un poco exagerado, la serie ha sido galardonada con algún reconocimiento por su contribución a la divulgación científica.
Por tratarse de la ocupación de Sheldon, los guiones hablan con frecuencia de la “Teoría de cuerdas”, pero, a diferencia de lo que sucede cuando entran en escena otros conceptos científicos, los guionistas nunca han puesto en boca de ninguno de los personajes una mínima explicación de lo que es esa teoría. Probablemente porque casi nadie es capaz de entenderla y muy pocos de explicarla.
Sin pretender identificarme con esta última minoría, vamos a adentrarnos superficialmente en la “Teoría de cuerdas” y a tratar de conceptualizarla o cuanto menos de ponerla en contexto.
A riesgo de dejar en el olvido algunos antecedentes importantes, diremos que el desarrollo de la “Teoría de cuerdas” toma realmente impulso en los años ochenta del pasado siglo, intentando explicar la existencia de la materia en el universo y el porqué de las fuerzas que gobiernan la dinámica de la naturaleza.
Ya avanzábamos en alguna colaboración anterior (“La partícula de Dios”) que todo lo que existe se reduce a campos de fuerza (gravitatorio, electromagnético y nuclear) y a materia (las cosas que podemos tocar). Explicar el origen de ambos es transcendental para conocer sus fundamentos científicos, plantear modelos matemáticos que permitan predecir el comportamiento de todo lo que nos rodea y, en última instancia, desarrollar tecnología a partir de ese conocimiento.
La física de Newton, y posteriormente las correcciones que sobre ella incorporó la “Teoría de la relatividad” de Einstein, fueron suficientes para explicar el movimiento y los fenómenos gravitatorios. Esto nos permitió fabricar vehículos que se desplazan sobre las carreteras o que son capaces de volar, poleas, grúas, máquinas y un sinfín de cosas más.
Gracias a los modelos matemáticos del campo electromagnético elaborados por Faraday y Maxwell ha sido posible transmitir señales de televisión, fabricar equipos de rayos X y entender cómo se propaga la luz.
Sin embargo, estos modelos científicos tienen poco que ver unos con otros y son solo válidos cuando contemplamos el universo a nuestra escala. Al intentar aplicarlos a nivel cuántico, en el escenario de las partículas atómicas y subatómicas, fallan estrepitosamente.
De la misma forma, aproximaciones como la ecuación de onda de Schrödinger han sido bastante útiles para representar el comportamiento de las partículas en el mundo cuántico y gracias a ellas tenemos teléfonos móviles, resonancias magnéticas y láser. Pero no son representativas de la realidad cuando subimos a un nivel macro.
Las limitaciones y restricciones con que estos modelos pueden aplicarse nos llevan a una importante conclusión: todos ellos son falsos. La naturaleza en realidad no se comporta como Newton, Einstein, Maxwell o Schrödinger quisieron mostrarnos.
Bien, podemos pensar, nos basamos en unos postulados erróneos, pero en realidad podemos beneficiarnos de ellos y eso es todo lo que necesitamos. Esta postura pragmática puede justificarse en la mente de un ingeniero, pero no en la de un científico.
El físico teórico quiere avanzar más, descifrar la verdadera realidad de las cosas y encontrar una explicación que encaje en todos los escenarios. Esta explicación debe ser además única; no vale elaborar teorías independientes para la gravedad, para el electromagnetismo o para la materia. Tampoco es aceptable hablar de leyes que gobiernen lo macro y otras distintas lo micro. El universo entero tiene un único origen y en consecuencia todo debe regirse por una misma ley. El gran reto es encontrarla.
La primera aproximación a la solución de este problema llegó de la mano de la “Teoría cuántica de campos”, de la que ya hemos hablado en alguna ocasión. Esta teoría establece que todo lo que existe en el universo son “campos”, algo que no se sabe definir de forma intuitiva pero que percibimos claramente a nuestro alrededor (por ejemplo, el campo gravitatorio). Las partículas, las partes más pequeñas de lo que podemos tocar, son el resultado de “vibraciones” o manifestaciones de energía de esos campos. No olvidemos que, según Einstein estableció en su “Teoría de la relatividad”, materia y energía son dos caras de una misma moneda (recordemos la famosa fórmula E = mc2). Como resultado de estos estados especiales de vibración, se generan partículas puntuales, unas que transmiten fuerza (bosones) y otras que se transforman en materia tangible (fermiones).
La “Teoría cuántica de campos” consigue dar una explicación científica común y única a los campos electromagnéticos y nucleares, tanto a nivel macro como cuántico, pero sin embargo, deja en el aire algunos interrogantes. Por ejemplo, ¿por qué las partículas tienen los atributos que tienen (carga, masa, etc.) y no otros? Y lo que es más importante, no es capaz de integrar en su modelo teórico al campo gravitatorio. En otras palabras, no encuentra explicación, en su formulación matemática, para la fuerza de la gravedad.
De nuevo nos encontramos con una respuesta parcial, en definitiva con otra mera aproximación a la realidad.
En este contexto surge la “Teoría de cuerdas”, tratando de dar una explicación única a las fuerzas de la naturaleza y a la existencia de la materia con sus correspondientes atributos.
Nos ocuparemos de sus fundamentos en la próxima entrega.
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