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Traducción y escritura

Hace años, durante breves meses, mi prurito fue traducir narrativa. Comencé —como no podía ser de otro modo en aquel momento— por los autores de la Generación Perdida estadounidense. Me llenaron de optimismo los resultados que obtuve con varios cuentos de Hemingway y decidí pasar a Scott Fitzgerald, con quien encontré algunas dificultades que pude superar sin desfallecer y, por ello, probé con Faulkner, el cual me hizo sudar no poco hasta concluir con el de sus cuentos. Poco hizo falta para desanimarme, me temo; mas de la breve experiencia concluí que traducir es un modo de aprender a escribir, incluso un modo de escritura que consiste en el análisis y la mímesis de voces ajenas por medio de la lectura.

He recordado con intensidad mi breve experiencia traductora al leer En la ciudad liquida, de Marta Rebón, eslavista autora de traducciones cimeras como las de Vida y destino, de Grossman; Las almas muertas, de Gogol; El doctor Zhivago, de Pasternak o El maestro y Margarita, de Bulgakov.

"Gran parte de En la ciudad líquida es un recorrido por los lugares donde vivieron sus escritores preferidos o los lugares donde se desarrollan sus novelas"

Sobre su juventud, afirma la autora: “Yo veía la traducción como la antesala de la escritura. Quería escribir sin saber del todo bien de dónde venía ese interés y si solo obedecía a una temprana afición a la lectura”. Pero Rebón comprendió que “ponerse a escribir sin haber acumulado vivencias, lecturas y horas malgastadas carecía de sentido. Me apetecía viajar”, ya que, como escribió Rilke: “Para dar a luz un solo verso hay que haber visto muchas ciudades, hombres y cosas (…). Traducir libros es como enfundarse a diario el mono de buzo. Hay que sumergirse en las profundidades de una voz ajena que, si es lo suficientemente embriagadora, sugestiva e inteligente, logra hundirte en una placentera suspensión del tiempo, como si flotaras en una suerte de líquido amniótico (…). El traductor es un escafandrista, un hombre rana que (…) trabaja en las entrañas de un océano de letras, perdido en un mar de frases o sumido en un pozo de dudas”.

Al leer las palabras de Marta Rebón no he podido por menos que acordarme de la famosa escena de la película El graduado, en la cual el joven Dustin Hoffman recibe de regalo de cumpleaños un traje de buzo y se sumerge placenteramente en la piscina de su casa. Desde debajo del agua ve a los pelmas de sus padres y a sus aburridos amigos, pertenecientes a la pequeña burguesía cotillear sobre él en silencio, pues el líquido amortigua sus palabras, que resultan inaudibles. El agua fresca bajo la canícula de California en verano parece, en efecto, un líquido amniótico de bienestar, como el que propicia la lectura a sus amantes frente a los trabajos del mundo real.

Pese a lo anterior, a que la literatura sea un mundo líquido frente a la solidez de la realidad, la autora parece necesitar a esta última para crear en torno a ella ese humor cálido y viscoso en el cual flotar, pues gran parte de En la ciudad líquida es un recorrido por los lugares donde vivieron sus escritores preferidos o los lugares donde se desarrollan sus novelas, que recorre junto a su compañero y colaborador Ferran Mateo, cuyas sugestivas fotos de lugares vacíos tienen la virtud de dar continuidad a las narraciones del texto. Los viajes de Marta Rebón no son solo desplazamientos, sino pesquisas, indagaciones, inquisiciones…

"Me divierte evocar a la autora en el clima tropical o cálido de Quito o Tánger y, al mismo tiempo, sumergida por imperativo de la traducción en la gelidez glaciar moscovita"

Sin embargo, en otros capítulos, el efecto burbuja del relato se acentúa, pues la autora cuenta cómo tradujo El doctor Zhivago en Quito, o cómo tradujo El maestro y Margarita en Tánger. Sobre esta última traducción escribe: “Al traducir y rastrear las huellas de un autor en su sintaxis uno nunca se siente solo. Escucho también las voces de sus personajes. A ellas se mezcla la algarabía de la laberíntica medina (…). Palabras en dariya y francés se entrometen en mi mapa imaginado de Moscú”.

Me divierte evocar a la autora en el clima tropical o cálido de Quito o Tánger y, al mismo tiempo, sumergida por imperativo de la traducción en la gelidez glaciar moscovita. Es algo que también nos ocurre a muchos escritores. Yo mismo este verano, de vacaciones en Tarragona a cuarenta grados, me he visto obligado a zambullirme en una Roma invernal.

No acaban aquí los muchos momentos en que me he identificado con las palabras de En la ciudad líquida, como cuando la narradora escribe: “Tengo que remontarme en el tiempo (…). Me atraían las enciclopedias y los textos que prometían saberes cuanto más complejos mejor. Tenía sed de conocimientos y daba rienda suelta a la fabulación (…). La lectura me arropó con una felicidad inagotable. De este modo empecé a viajar por épocas y paisajes sin moverme de la cama o del sofá (…). Durante la noche (…) me adentraba en páginas de novelas recluida en una clandestina burbuja de luz (…). La lectura quedó asociada siempre a lo yacente”.

"En la ciudad líquida es un auténtico laberinto de historias y de viajes que salta de unas épocas a otras, de unos autores a otros, de país en país"

Las palabras de Marta Rebón me recuerdan a otras muy similares acerca de la lectura en la cama que escribe Irene Vallejo en El infinito en un junco, y me traen a la memoria mi propia imagen infantil de niño amante de enciclopedias que apenas comprendía, y de lecturas bajo la manta, a la luz de pequeñas lámparas de mesita de noche que hacían las veces de líquido amniótico y matriz de la ficción.

Pero la costumbre de leer en la cama para evadirse de la realidad no es patrimonio de literatos, sino de muchos niños y adolescentes. Hace unos días reprendía a mi hija por pasar el día frente a su iPad. “¿Por qué no lees?” —le espeté—, y ella respondió: “Papá, ya sabes que solo leo en la cama”. Hoy en día yo sería incapaz de leer en el lecho. La patilla de mis gafas de presbicia se clavaría en mi sien, me dolería la cabeza, caería irremisiblemente dormido…

Como escribí hace un par de semanas en Zenda, mi placer lector ya no se encuentra en sumergirme en lugares o personajes sino en suplantar al escritor y entender su creatividad, saber qué ha querido decirme. Quizá sea esta una deformación que proviene de la praxis de la crítica, que me ha convertido en alguien más analítico y propenso a la metaliteratura.

En la ciudad líquida es un auténtico laberinto de historias y de viajes que salta de unas épocas a otras, de unos autores a otros, de país en país… La pasión que nos transmite el texto deriva de la pasión de la autora por aquello que relata: las vidas de Dostoievski, de Ulitskaya, de Grossman, de Nabokov, de Ajmátova… Las vidas de tantos opositores al estalinismo que murieron represaliados por ejercer la literatura, o que tuvieron que padecer el exilio para continuar ejerciéndola, como Brodsky o Solzhenitsyn.

Afirmaba Chéjov que “todos vivimos nuestra auténtica vida en secreto”, y a mí se me ocurre pensar que quienes aman la traducción, la escritura y la lectura viven inmersos en un placentero secreto.

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