Tras otorgar a Bárbara Blasco (1972) su premio de novela en 2020 con Dicen los síntomas, Tusquets ha resuelto reeditar el libro anterior de esta autora valenciana. No podemos sino aplaudir la decisión de la casa editora, que ha traído de nuevo a los estantes de las librerías una obra que había pasado casi desapercibida en 2018 y que bien merece esta segunda oportunidad. La memoria del alambre comienza evocando el falso espejo de felicidad y despreocupación en que aparentemente viven dos jóvenes, la narradora —cuyo nombre desconocemos— y su amiga Carla, niñas bien, adolescentes rebeldes que parecen estar vengándose de unos padres poco atentos: «Nos besábamos, nos dejábamos tocar, nos drogábamos, lo pasábamos bien. A los catorce, no concebíamos la idea de dejar pasar ninguna oportunidad para ser felices». Si en vez de en los ochenta la historia se ubicase en el presente y cambiásemos los walkman por los smartphone, la anécdota bien podría integrar una de las tramas de Euphoria —la serie de éxito de HBO—, no solo por el ambiente de fiesta, sexo, drogas y amores adolescentes, sino porque ambas ficciones subvierten el retrato edulcorado y naíf que tiende a hacerse de esa etapa clave de la vida y arrojan, en su lugar, un reflejo descarnado que asustaría a cualquier padre o madre de un prepúber.
Pero Blasco va más allá de proponer un relato nostálgico y asíncrono, y acierta al vincular la vivencia adolescente con el desarrollo posterior del individuo. Lo hace a través de la atinada metáfora del alambre que da título al libro y que representa de manera plástica la fragilidad de esos cuerpos tiernos y dúctiles a los que la vida retuerce sin avisar de que no podrán volver al estado previo a la torsión: «Alguien me explicó una vez que el alambre posee memoria, que una vez que se ha doblado, por más que trates de enderezarlo, por más que intentes devolverlo a su posición original, siempre tenderá a combarse, a adoptar la maleada forma. La adolescencia es como ese momento en que se tuerce el alambre». Las consecuencias de arquear ese filamento se muestran a través de la alternancia de dos planos temporales, bien definidos desde su primera página («qué distinto se ve el siglo XXI desde el siglo XX» afirma la narradora) y unidos ambos por el hilo invisible que traza la llegada de un inesperado correo electrónico, un email que viaja en el tiempo y que viene firmado por la madre de Carla, muerta a los catorce, trágicamente arrollada por un tren mientras escuchaba su walkman. El mensaje, recibido en el presente del siglo XXI, llama a la puerta de los años ochenta del siglo XX para entrar de lleno en una tenebrosa mansión de recuerdos donde orbita la gran duda: ¿accidente o suicidio? Desde la aparente alegría y frivolidad con que se narra la vida de ambas chicas al comienzo del libro se teje progresivamente una historia hacia la oscuridad o, como dice el propio texto, hacia el silencio. El final de Carla se asocia al mutismo, como si toda la música del mundo hubiera acabado cuando el tren aplastó su walkman. En los años noventa, sin Carla y su reproductor de casetes, el auge de la música electrónica y las canciones industriales sólo pueden equivaler ya al silencio. La música se eleva así a metáfora de la vida y ejerce de cauce que une, separa y define a los personajes de la novela: la música rock que representaba la rebeldía de las adolescentes, el don musical y la prodigiosa voz de Carla, que ella desprecia como rechazo simbólico a su padre, virtuoso violinista de una orquesta sinfónica y, finalmente, la narradora, ese alambre retorcido y nunca recompuesto, incapaz de establecer relaciones emocionales significativas, que ha terminado recogiendo el testigo de Carla de manera casi irónica, pues es cantante de una orquesta de verbenas cuyo repertorio se sitúa en las antípodas de la melomanía.
Encontramos en esta obra a una autora que demuestra habilidades de buena novelista y construye el relato con pericia, manejando con precisión ritmo, intrigas y expectativas del lector, a quien suministra eficazmente la información —en dosis suficientes como para que aventure hipótesis, nunca tantas como para que termine de atar cabos— y le genera una tensión que lo mantiene adherido al discurso mientras lo obliga a dejarse conducir por una rememoración llena de incertidumbres e incógnitas, las mismas que la propia voz narrativa intenta desvelar. En un primer vistazo, La memoria del alambre podría parecer una novela sobre la adolescencia y la amistad o quizás un retrato de época, los ochenta, con banda sonora propia. Pero la gran protagonista de esta obra no es la música ni la juventud, ni siquiera la amistad o el duelo. La gran protagonista es la culpa, que acecha a la narradora agazapada desde la leve sombra de cada punto y aparte. Entre esas sombras emerge un recuerdo que se narra en tiempo presente porque la culpa —la inherente culpa del superviviente— no ha permitido, ni permitirá, que se convirtiera en pasado. El alambre que retiene inexorable su memoria.
Pero cuidado, que la memoria esconde sus propias trampas. Trampas de las que a veces podemos escapar. Y a veces no.
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Autora: Bárbara Blasco. Título: La memoria del alambre. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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