Después de escapar de un campo de concentración nazi en Alemania en 1937, y luego de otro campo en Ruan, el narrador alemán sin nombre de veintisiete años de la obra maestra de Anne Seghers termina en el polvoriento puerto marítimo de Marsella. En el camino, se le pide que entregue una carta a un hombre llamado Weidel en París y descubre que Weidel se suicidó, dejando una maleta que contiene cartas y el manuscrito de una novela. Mientras se dirige a Marsella para encontrar a la viuda de Weidel, el narrador asume la identidad de un refugiado llamado Seidler, aunque las autoridades creen que en realidad es Weidel. Allí va reconstruyendo la historia de Weidel.
Zenda adelanta un fragmento de Tránsito, de Anne Seghers (Nórdica).
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CAPÍTULO PRIMERO
I
Dicen que el Montreal se hundió entre Dakar y La Martinica. Chocó con una mina. La naviera no da información alguna. Quizá no sea más que un rumor. Comparado con los destinos de otros barcos, que fueron perseguidos por todos los mares con su carga de refugiados y jamás fueron acogidos en puertos, barcos a los que se prefirió dejar arder en alta mar antes que permitirles echar el ancla solo porque los documentos de los pasajeros habían expirado unos días antes, comparado con esos destinos el hundimiento del Montreal es una muerte natural para un barco en tiempo de guerra. Salvo que no sea más que un rumor. Si no es que entretanto el barco ha sido capturado o se le ha ordenado regresar a Dakar. En ese caso los pasajeros estarán asándose en un campo al borde del Sahara. O quizá ya sean felices al otro lado del océano… ¿Le resulta todo esto bastante indiferente? ¿Se aburre?… Yo también. Permítame invitarle. Por desgracia, no tengo dinero para una verdadera cena. Pero sí para una copa de rosado y un trozo de pizza. ¡Siéntese, por favor! ¿Qué prefiere ver? ¿Cómo se hace en el fuego abierto? Entonces siéntese a mi lado. ¿El Puerto Viejo? Entonces, mejor enfrente. Puede ver ponerse el sol detrás del fuerte de San Nicolás. Seguro que no se aburrirá.
La pizza es un extraño invento. Redondo y de colores, como una tarta. Uno espera algo dulce, muerde y se topa con pimienta. Cuando uno la mira con más atención, observa que no está salpicada de guindas y pasas, sino de pimientos y aceitunas. Uno se acostumbra. Solo que por desgracia ahora también aquí piden cupones de pan.
Me gustaría saber si el Montreal se ha hundido de veras. ¿Qué hará toda esa gente al otro lado, si llega? ¿Empezar una nueva vida? ¿Aceptar empleos? ¿Ingresar en comités? ¿Roturar la selva virgen? Si realmente estuviera al otro lado esa selva total que lo rejuvenece todo y a todos, casi podría lamentar no haber ido con ellos… Porque tuve la posibilidad de ir. Tenía un billete pagado, tenía un visado, tenía un pase de tránsito. Pero de repente preferí quedarme.
En ese Montreal había una pareja a la que conocí fugazmente en una ocasión. Usted mismo sabe lo que pasa con esos encuentros fugaces de las estaciones, de las salas de espera de los consulados, en la sección de visados de la prefectura. Qué fugaz es el susurro de unas cuantas palabras, como billetes que se cambian a toda prisa. Solo a veces le llega a uno una expresión aislada, una palabra, qué sé yo, un rostro. Eso le cala a uno, rápida y fugazmente. Se alza la vista, se escucha, y ya se está enredado en algo. Me gustaría contarlo todo alguna vez, de principio a fin, si no fuera porque temo aburrir al otro. ¿No está usted harto de esos excitantes relatos? ¿No está completamente harto de esas emocionantes narraciones de peligros de muerte superados a duras penas, de fugas sin aliento? Yo por mi parte estoy harto de todos ellos. Si hay algo que todavía me emocione hoy, quizá sea el relato de un alambrador contando cuántos metros de alambre ha trenzado en su larga vida, con qué herramientas, o el cono de luz bajo el que unos niños hacen sus deberes.
¡Tenga cuidado con el rosado! Se bebe como parece: como zumo de frambuesa. Se pondrá usted increíblemente eufórico. Qué fácil es soportarlo todo. Qué fácil es decirlo todo. Y luego, cuando se levanta, le tiemblan las rodillas. Y la melancolía, la eterna melancolía le asalta… hasta el próximo rosado. Tan solo poder quedarse sentado, tan solo no verse involucrado nunca más en nada.
Antes, yo mismo me veía involucrado con facilidad en cosas de las que hoy me avergüenzo. Me avergüenzo solo un poco… al fin y al cabo, han pasado. Tendría que avergonzarme mucho si aburriera a los demás. Aun así, me gustaría contarlo todo desde el principio.
II
A finales del invierno, fui a parar a un campo de trabajo en las cercanías de Rouen. Fui a parar al menos vistoso de los uniformes de todos los ejércitos de la Guerra Mundial: al de los Prestataires franceses. Por las noches, como éramos extranjeros, medio presos, medio soldados, dormíamos detrás de alambres de espino, y durante el día hacíamos «servicio de trabajo». Teníamos que descargar barcos de munición ingleses. Nos bombardearon de un modo terrible. Los aviones alemanes volaban tan bajo que sus sombras nos rozaban. Entonces comprendí por qué se dice «bajo la sombra de la Muerte». En una ocasión, estoy descargando con un chico llamado Fränzchen, que tiene el rostro tan lejos del mío como yo ahora del suyo. Hace sol, y se oye un susurro en el aire. Fränzchen levanta el rostro. Ya cae en picado. La sombra ennegrece su rostro. Chac, golpea junto a nosotros. Usted conoce todo esto tan bien como yo. Al fin y al cabo, todo tocaba a su fin. Los alemanes se aproximaban. ¿De qué valían ahora todos los terrores y padecimientos soportados? El fin del mundo se acercaba, mañana, esta noche, ya. Porque todos creíamos que una cosa así sería la llegada de los alemanes. En nuestro campo empezó un auténtico aquelarre. Algunos lloraban, algunos rezaban, más de uno trató de quitarse la vida, alguno lo logró. Algunos decidieron poner pies en polvorosa, ¡huir del Juicio Final! Pero el comandante había instalado ametralladoras a la puerta de nuestro campo. Le explicamos, inútilmente, que los alemanes nos matarían de inmediato a todos nosotros, sus compatriotas huidos de Alemania. Pero él solo sabía repetir las órdenes recibidas. Ahora esperaba órdenes acerca de qué hacer con el campo. Hacía mucho que su jefe se había largado, nuestra pequeña ciudad había sido evacuada, los campesinos ya habían huido de los pueblos cercanos… ¿estarían los alemanes a dos días, o ya a dos horas? Y eso que nuestro comandante no era el peor, hay que hacerle justicia. Para él aún era una auténtica guerra, no entendía toda la vileza, las dimensiones de la traición. Finalmente, llegamos con ese hombre a una especie de acuerdo tácito. Una ametralladora se quedó ante la puerta, porque no había llegado contraorden. Pero probablemente no nos dispararía mucho si trepábamos por los muros.
Así que trepamos, dos docenas de personas, de noche por el muro del campamento. Uno de nosotros, que se llamaba Heinz, había perdido en España la pierna derecha. Terminada la Guerra Civil, había pasado mucho tiempo en los campos del sur. Sabe Dios por qué confusión él, que realmente no servía para un campo de trabajo, había sido trasladado de pronto al nuestro. Ahora, los amigos de Heinz tuvieron que ayudarle a subir el muro. Lo cargaban turnándose, porque había mucha prisa, en medio de la noche, huyendo de los alemanes.
Cada uno de nosotros tenía un motivo especialmente bien fundado para no caer en manos de los alemanes. Yo mismo me había escapado de un campo de concentración alemán en el año 1937. Había cruzado el Rin a nado en medio de la noche. Durante medio año, había estado bastante orgulloso de eso. Luego, sobre el mundo y sobre mí cayeron otras cosas nuevas. Ahora, en mi segunda fuga, del campo francés, pensaba en la primera fuga del alemán. Fränzchen y yo corríamos juntos. Como la mayoría de la gente esos días, teníamos el pueril objetivo de cruzar el Loira. Evitábamos las grandes carreteras, corríamos campo a través. Atravesamos pueblos abandonados en las que las vacas sin ordeñar bramaban. Buscamos algo para comer, pero se lo habían comido todo, desde los zarzales hasta los graneros. Queríamos beber, pero las cañerías estaban cortadas. Ahora ya no oíamos disparos; el tonto del pueblo, el único que se había quedado, no pudo darnos información alguna. Entonces los dos tuvimos miedo. Ese hálito de muerte era más angustioso que los bombardeos sobre los muelles. Finalmente, topamos con la carretera de París. La verdad es que no éramos ni con mucho los últimos. De los pueblos del Norte seguía vertiéndose un mudo chorro de refugiados, carros de cosecha altos como una casa cargados de muebles y jaulas de aves, niños y abuelos, cabras y corderos, camiones con un convento de monjas, una niña pequeña que su madre llevaba en un carrito, coches en los que había mujeres guapas y tiesas con sus pieles salvadas, pero los coches iban tirados por vacas porque ya no había gasolineras, mujeres que arrastraban niños moribundos, incluso muertos.
Entonces se me pasó por la cabeza por vez primera la idea de por qué huían realmente esas personas. ¿De los alemanes? Ellos estaban motorizados. ¿De la Muerte? Sin duda les alcanzaría también por el camino. Pero esa idea solo se me pasó por la cabeza a la vista de los más míseros de todos.
Fränzchen se subió a algo, también yo encontré sitio en un camión. A la entrada de un pueblo otro camión chocó contra el mío, y tuve que seguir a pie. Perdí de vista a Fränzchen para siempre.
Volví a abrirme paso campo a través. Llegué a una gran casa campesina, apartada, todavía habitada. Pedí comida y bebida, y para mi gran sorpresa la mujer me sirvió un plato de sopa, pan y vino en la mesa del jardín. Me contó que tras una larga disputa familiar también ellos habían decidido irse. Todo estaba ya empaquetado, solo faltaba cargarlo.
Mientras yo comía y bebía, los aviones zumbaban bastante bajo. Yo estaba demasiado cansado como para levantar la cabeza. Oí también, bastante cerca, un corto disparo de ametralladora. No podía explicarme de dónde venía, y estaba demasiado agotado como para reflexionar. Tan solo pensaba que sin duda podría subirme al camión de esa gente. El motor ya estaba encendido. La mujer corría ahora excitada de un lado para otro entre el camión y la casa. Se le notaba lo mucho que le dolía abandonar la hermosa casa. Como todo el mundo en tales casos, embaló a toda prisa toda clase de objetos inútiles. Luego vino a mi mesa, me quitó el plato y exclamó:
—Fini!
Veo como la boca se le queda abierta, mira con ojos saltones por encima de la valla del jardín, me vuelvo, y vi, no, oí, no sé si primero lo vi o lo oí, o ambas cosas a un tiempo… probablemente el camión con el motor en marcha había ocultado el ruido de los motoristas. Ahora, dos de ellos paraban detrás de la valla, cada uno llevaba dos personas en el sidecar, y llevaban los uniformes gris verdoso. Uno dijo en alemán, tan alto que pude oírlo:
—¡Mierda, mierda y mierda, ahora también se ha roto la correa nueva!
¡Los alemanes ya estaban ahí! Me habían alcanzado. No sé cómo había imaginado la llegada de los alemanes: truenos y temblor de tierra. Pero al principio no ocurrió nada más que la parada de dos motoristas detrás de la valla del jardín. El efecto fue igual de grande, quizá más grande aún. Me quedé sentado, paralizado. En un abrir y cerrar de ojos, mi camisa se empapó. Lo que no había sentido ni durante la fuga del primer campo, ni mientras descargaba bajo los aviones, lo sentí ahora. Por primera vez en mi vida, sentí un miedo mortal.
¡Por favor, sea paciente conmigo! Pronto llegaré al meollo del asunto. Quizá usted comprenda. Uno tiene que contárselo alguna vez todo a alguien, una cosa tras otra. Yo mismo ya no puedo explicarme hoy cómo me aterré de esa manera. ¿Ser descubierto? ¿Llevado al paredón? En los muelles hubiera podido desaparecer con igual sigilo. ¿Ser devuelto a Alemania? ¿Torturado lentamente hasta morir? Eso también me hubiera ocurrido cuando cruzaba el Rin a nado. Además, siempre me ha gustado vivir en el filo de la navaja, siempre me he sentido en casa donde olía a chamusquina. Y mientras reflexionaba acerca de qué era lo que de verdad me aterraba de forma tan desmedida, iba teniendo ya algo menos de miedo.
Hice al mismo tiempo lo más razonable y lo más tonto: me quedé sentado. Estaba a punto de hacer dos agujeros en mi cinturón, y es lo que hice. El campesino salió al jardín con expresión vacía, dijo a su esposa:
—Ahora da igual que nos quedemos.
—Naturalmente —dijo la mujer, aliviada—, pero tú ve al pajar, yo me las arreglaré con ellos, no me van a comer.
—A mí tampoco —dijo el hombre—, no soy un soldado, les enseñaré mi pie tullido.
Entretanto, una columna entera había pasado por detrás de la valla. Ni siquiera entraron en el jardín. Siguieron su camino pasados tres minutos. Por primera vez desde hacía cuatro años, volvía a oír órdenes alemanas. ¡Oh, cómo chirriaban! Faltó poco para que me levantara y me pusiera firmes. Después oí que aquella misma columna de motoristas había cortado la ruta de los refugiados por la que yo había venido antes. Todo su orden, todas sus órdenes habían causado la más terrible de las confusiones, sangre, gritos de madres, la disolución del orden de nuestro mundo. Pero por debajo de esas órdenes zumbaba algo claro para todos, vilmente sincero: ¡No fanfarroneéis! Si vuestro mundo tiene que sucumbir, si no lo habéis defendido, si permitís que sea disuelto, ¡entonces nada de pamplinas, entonces deprisa, entonces entregadnos el mando!
En cambio, de pronto yo me sentí muy tranquilo. Aquí estoy sentado, pensé, y los alemanes pasan por delante de mí y ocupan Francia. Pero Francia ya ha sido ocupada a menudo…, todos han tenido que volver a marcharse. Francia ya ha sido vendida y traicionada a menudo, y también vosotros, mis muchachos verdigrises, habéis sido ya vendidos y traicionados a menudo. Mi miedo había desaparecido por completo, la cruz gamada no era más que un fantasma, yo veía marchar y retirarse tras de la valla de mi jardín a los ejércitos más poderosos del mundo, veía caer los más descarados imperios, y alzarse otros jóvenes y osados, veía a los dueños del mundo llegar a su cúspide y pudrirse. Tan solo yo tenía un tiempo inmenso para vivir.
En cualquier caso, mi sueño de cruzar el Loira había terminado. Decidí ir a París. Allí conocía a unas cuantas personas decentes, si es que se habían mantenido decentes.
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Autora: Anne Seghers. Traducción: Carlos Fortea. Título: Tránsito. Editorial: Nórdica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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