Un amigo de la infancia
Ahora se hace llamar Pablo J. Conellie, pero para mí será siempre Pablo Fernández López, o Pablo a secas, el guapo de la clase, el hijo de la dueña de la floristería que estaba frente al colegio, el que gustaba a todas las niñas y sacaba sobresaliente en todos los exámenes; el que pasó unas cuantas tardes en mi casa y el que me invitó a pasar otras muchas en la suya; el que me metía los goles cuando en los recreos le ponían de delantero centro y mi torpeza me relegaba al papel de portero; el que era un lince en todo lo que a mí se me daba mal —las matemáticas y la educación física, principalmente— y me despertaba una rara mezcla de envidia y admiración que no sé si siempre supe gestionar como debía. Fue también, aunque creo que él no lo sabe, el culpable de que a mis siete años me diese por leer algo más que cómics. Ocurrió uno de esos días que pasábamos jugando en su cuarto, cuando reparé en un libro que tenía sobre la mesa y cuya portada me resultó, vamos a decir, sugestiva. Se trataba de un ejemplar de aquella colección de El Barco de Vapor que se titulaba Las aventuras de Vania el forzudo y en cuya cubierta aparecía un tipo grande y musculado que cruzaba a pie lo que parecía ser un río o un lago con un caballo sobre sus hombros. Como yo en aquella época era un seguidor devoto de las historietas de Conan el Bárbaro y por norma general me entusiasmaba todo lo que tuviera que ver con espadas, brujerías y reminiscencias más o menos historicistas, le comenté que aquello tenía muy buena pinta. «No sé si tú podrás leerlo», me respondió, «porque es para mayores». Tenía razón: aquel título pertenecía a la serie naranja de la colección, que estaba pensada para niños que tuvieran más de nueve años, pero como Pablo y yo teníamos la misma edad, me reventó bastante que él considerara que sus aptitudes para la lectura eran superiores a las mías, así que al día siguiente me fui a la librería de Cundo —donde mis padres tenían abierta una cuenta y yo disponía de licencia para comprar todo lo que me apeteciese— y volví a casa con aquella novela bajo el brazo y mi amor propio dispuesto a tomarse la revancha. Leí Las aventuras de Vania el forzudo —su autor era un tal Otfried Preussler, del que descubro ahora que dedicó su vida a la enseñanza después de combatir en la II Guerra Mundial con el ejército nazi— no sin dificultad, y cuando al fin llegué a la última página me faltó tiempo para ir a contárselo a Pablo, que no dio ninguna importancia especial a mi gesta porque seguramente ni se acordaba de su afrenta ni la había tomado como tal. La vida nos fue separando poco a poco: cuando salimos del colegio, nos matriculamos en institutos diferentes y sólo nos encontrábamos de refilón algún que otro fin de semana. La universidad terminó de dispersarnos y apenas fui teniendo noticias de él desde que empezó el siglo. Una vez nos encontramos en Madrid, tomamos una cerveza en el parque del Retiro y supe que se había hecho policía y formaba parte de una unidad especializada en ciberdelincuencia, con especial atención a los delitos relacionados con la pornografía y el tráfico de mujeres. El año pasado, más o menos por estas fechas, me llamó porque le apetecía verme. Comimos juntos y me comentó que andaba pensando en escribir un libro con unas cuantas historias que había ido conociendo en el desempeño de su trabajo. En los meses siguientes fui recibiendo algunas llamadas suyas en las que me comunicaba que el libro iba saliendo adelante y me consultaba algunas dudas que yo no siempre sabía satisfacer. El libro ya está a la venta, y además mi amigo no ha podido tener más suerte, porque lo ha escrito a cuatro manos con la periodista Mabel Lozano, que sabe bien de lo que habla. Se titula pornoXplotación (Alrevés) y compendia en sus páginas historias terribles que proceden de esos arrabales de la realidad que preferimos ignorar, pero en los que se incuban algunos de las peores enfermedades de nuestro tiempo. Son narraciones con nombres propios, las de sus protagonistas y víctimas, que nos ponen frente a los ojos de un mundo que es el nuestro, aunque lo prefiramos ver como algo ajeno, y que exploran los vericuetos de esas cloacas a las que se puede uno precipitar cuando menos se lo espera. Me comentaba Pablo que su principal interés a la hora de dar a conocer el libro no era satisfacer su ego, sino lograr que el mayor número de gente posible se concienciase sobre los riesgos que entraña el uso inadecuado de esas redes en cuyas madejas discurren ahora nuestras vidas. Debo decir que el esfuerzo que Mabel Lozano y él han hecho al verbalizar los rigores de una oscuridad que acecha a la vuelta de la esquina merece una repercusión que ojalá les concedan las reseñas, los lectores y el azar. Yo empecé a leer por culpa de mi amigo Pablo. Ojalá gracias a él haya quien aprenda que las pantallas no son inocentes, y que la línea que separa el placer del dolor es muchas veces más fina de lo que se aprecia a simple vista.
Hablando de Pemán
Se posan de vez en cuando ante mis ojos artículos, glosas o anotaciones de cualquier índole en los que se reivindican la figura y la obra de José María Pemán, y siempre que tal cosa ocurre recuerdo una anécdota que contaba el periodista Carlos Luis Álvarez, Cándido. Tuvo que suceder en la segunda mitad de la década de 1950, porque tiene como protagonista a Ramón Pérez de Ayala cuando éste ya había vuelto a España y residía en un piso del número 11 de la calle de Gabriel Lobo. A Pérez de Ayala no le gustaba Pemán, que en aquella época ya lucía con pompa y circunstancia sus galones de escritor oficial del régimen. Decía que sus textos eran «una mezcla de seudofilosofía y casinillo de Jerez» y opinaba que los artículos que publicaba en la tercera página del ABC, y que solían ser muy celebrados por sus lectores y por las instancias oficiales del franquismo, «empezaban con la categoría y acababan superficialmente en la anécdota», justo al revés de como tenía que ser. Probablemente esa aversión se debía a la respuesta que Pemán dio, en su obra El divino impaciente, a la sátira contra los jesuitas que Pérez de Ayala había desplegado en su novela AMDG. La cuestión es que, una tarde, hacían tertulia Pérez de Ayala y Cándido en el domicilio del primero cuando hizo su aparición Luis Calvo, a la sazón director del ABC, que iba a menudo por allí. «¡Hombre, Luis!», dijo Pérez de Ayala, «precisamente estábamos hablando de Pemán.» «¡Ah, sí!», respondió Calvo, «ese gran escritor universal.» «No, no. De Pemán», contrarrestó Pérez de Ayala. «Bueno, es un escritor alegre y fresco, de finura andaluza», opuso el director del ABC, sin darse por vencido. «De Pemán, de Pemán. Estábamos hablando de Pemán.» Calvo: «Es un gran periodista.» Pérez de Ayala: «De Pemán, Carlos Luis y yo hablábamos de Pemán.» El pobre Luis Calvo, que no pudo soportar más la presión, explotó: «¡Pero qué me vas a decir a mí, Ramón! ¡Qué me vas a decir a mí!»
El último del año
Puede que éste sea el último apunte del año, y empiezo a escribirlo en el preciso instante en que los medios anuncian la llegada a España de las primeras vacunas contra el coronavirus. Las imágenes de las primeras cajas resultarían indiferentes o desoladoras en cualquier otra circunstancia —un embalaje de cartón sobre un triste palé de madera, un almacén como cualquiera de los que se pueden encontrar en los polígonos industriales que pueblan las periferias de las ciudades—, pero por pesimista o cauto que uno sea no puede reprimir, al contemplarlas, una sonrisa ilusionada. Este 2020 ha sido uno de los peores años que hemos vivido, y seguramente por eso será también uno de los más inolvidables. El brillo de sus primeros meses, que arrojaron momentos luminosos y prometedores, se tornó opacidad cuando a mediados de marzo se decretó el confinamiento y el calendario empezó a parecer un largo túnel por el que avanzábamos a tientas en busca de una salida que parecía no llegar nunca. De aquellos cincuenta días —sólo unos pocos más de los que dicen que pasó Jesús predicando en el desierto— salí con unas cuantas certezas que tenían más que ver con aquello que añoraba que con lo que pude ir aprendiendo en el camino. Algo hemos mejorado desde entonces, aunque no sé si se puede decir que mucho. Si el encierro fue un infierno, lo que hemos venido atravesando desde entonces no deja de ser una suerte de purgatorio en el que aguardamos expectantes el gran logro de la ciencia. En 2021 se cumplirán ochocientos años de la muerte de Dante Alighieri, uno de los mayores poetas de la literatura universal. Poco antes de despedirse de este mundo había puesto el punto final al Paradiso, el último de los tres cantos que componen su Commedia. El poema concluye con el propio Dante ofuscado ante la visión de la luz de Dios, el amor puro que mueve el sol y las estrellas, redime cualquier mal y sitúa a la humanidad ante una esperanza renacida. No será la intercesión de las divinidades celestes, sino la muy humana labor de los investigadores y los profesionales de la sanidad, la que nos salvará de ésta, pero ojalá esta efeméride sea una premonición y el nuevo año nos traiga ese resplandor benéfico del que nos creímos desahuciados cuando, hace ahora nueve meses, el bicho nos forzó a abandonar toda esperanza y nos situó bajo los umbrales de un averno del que, por mucho que finjamos, nadie ha salido indemne.
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