El personaje de Cabeza de Vaca, y no fue el único, me lo descubrió Miguel de la Quadra Salcedo. Fue en el trascurso de la tercera de la siete Rutas Quetzal que hice a su lado y bajo su magisterio, la del año 2000. Hube de compaginarla, y muy a mi gusto, con ir enviado, también por De la Quadra, al último Camel Trophy de la Historia, que ya no fue ni en los Land Rover, sino en lanchas y dando botes por el Pacífico. Tonga, Fiji y Samoa. Lo mejor. Estuve en la casa de R. L. Stevenson en Vailima. Lo peor: al ir al encuentro de Miguel en Nuevo México, la policía de fronteras me “retuvo” en el aeropuerto de Los Angeles y me hizo perder todas las conexiones. Hoy sigo desconociendo las razones, pero me las hicieron pasar canutas. A resultas de no poder quitarme ni las botas en no sé cuantas horas una pierna se me puso como un boto. La deshinché con hielo y caminatas, pero me quedaron secuelas. Regresados a España se descubrió que había tenido un trombo, pero por fortuna no pasó de la rodilla.
La Ruta quiso seguir desde la Florida el periplo del conquistador devenido en prisionero, buhonero, chamán y al final gran protector de los indios. Incorporado a ella, con su libro Naufragios como guía, caminé primero por el sur de EE.UU. y los territorios de los que llamó, y se siguen llamando, indios pueblo. Compartí charlas y ritos con ellos y me sobrecogió que en alguna ocasión hacían referencia, con reverencia, a aquel Gran Hombre espíritu.
Particularmente emocionante fue la llegada a Paquime (Casas Grandes) ya cruzada la frontera de México, donde Cabeza de Vaca llegó, junto con sus compañeros los capitanes Castillo y Dorantes y Estabanico “el negro”. Quedan las ruinas de lo que fue una ciudad de cierto porte, mucho para la zona aunque muy, muy lejos de la grandiosidad de Tenochtitlán. Pero tenía plazas, calzadas, riqueza, palacios y regadíos, y después de haber andado diez años entre tribus siempre hambrientas y sobreviviendo de lo que podían a los castellanos, aquello les resultó grandioso. Su relato daría lugar después a la leyenda de las Siete Ciudades de Cíbola. Cíbolos llamaron los españoles a los búfalos americanos. Cabeza de Vaca los menciona como “vacas corcovadas”, con un aire a las “moriscas” de su tierra, y confiesa haberlas comido y que eran de mejor gusto que las andaluzas. Debió de ser durante su estancia con los sioux, a quienes admiró por su dignidad, y con los comanches, con quienes anduvo por las riberas de Río Grande.
Seguimos luego sus pasos por la Sierra Madre Occidental, por territorio taraumara (los pies ligeros), que conservan su cultura ancestral: la carrera, “gueriga”, empujando con el pie, día y noche, la bola de encino y los ritos del peyote. Desde Divisadero, bien puesto tiene el nombre, y por la Barranca del Cobre descendimos hacia el Pacífico, donde, en san Blas, de las Californias antes, ahora de Nayarit, vi a Miguel emocionarse, pues allí había tenido su comandancia de Marina en tiempos de Carlos III su antepasado, José María Bodega y Quadra, el que frenó el avance ruso desde Alaska en Nurka.
Yo tuve mi punzadita en Guadalajara, que al fin y al cabo yo soy de la de aquí, de la chiquitica, pues aquella ya pasa de los siete millones. Allí Álvar se tropezó con Nuño Beltrán de Guzmán, un mal bicho, que acabó por morir preso por sus desmanes con los indios. De entrada pretendió “herrar” a todos los que iban con Cabeza de Vaca. En México DF, donde él y nosotros concluimos el periplo, se encontró con algunos mejores, el también paisano mío y primer virrey de la Nueva España, Antonio de Mendoza, un hijo del Gran Tendilla, primer alcaide cristiano de Granada y el salvador de la Alhambra, y con Hernán Cortés, que son hombres y palabras mayores.
Ya para entonces Álvar Núñez Cabeza de Vaca me lo había metido Miguel, y aún sin él me hubiera calado hasta el tuétano, y ya había decidido escribir sobre él y su epopeya. Algunas cosas hice, pero han pasado 20 años hasta que brotó lo que debía, su novela.
En estos tiempos estultos y “estatuicidas” tropas de orcos con móviles y de revolucionarios cebones, incapaces de hacer historia ni aportar nada a su tiempo, se dedican a juzgar con estúpida soberbia y efecto retroactivo secular y milenario a la humanidad entera y sus protagonistas, sobre todo si hablan español, y condenarlos a la decapitación y el oprobio. Porque como son de piedra y bronces sus estatuas, y también sus hechos, no pueden arrojarlos a la hoguera. A la que, tal vez, quieran echar mi libro.
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Autor: Antonio Pérez Henares. Título: Cabeza de Vaca. Editorial: Ediciones B. Venta: Todostuslibros y Amazon
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