En estos Tratados de armonía (edit. Siruela), Antonio Colinas, Premio Nacional de Literatura en 1982, sumerge al lector en un laberinto de reflexiones apacibles y, a la vez, reveladoras de problemas de nuestro tiempo y de siempre. ¿Aforismos, poemas en prosa, pensamientos, páginas de diario…?
Zenda adelanta un fragmento del libro.
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Una tormenta de fuego. El trigo muerto. Tu cuerpo, entre el trigo muerto. Como muerto (¡mas tan vivo!). Sangraban las crestas del monte en el horizonte. Este sí estaba muerto. Era como un animal azul. De repente, cayó la noche y tú y yo ya éramos la noche. Las bodegas en la sombra —su lomo negro como otro animal dormido— guardaban en su entraña un fuego morado. Nosotros callábamos. Entre el trigo nocturno, muerto.
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Estábamos sentados sobre un gran tronco caído, sin vida. Pero nosotros éramos la vida. Pasaba el río más allá de los álamos. Temblaban los álamos. Hería ya el otoño en aquel suelo lleno de hojas corrompidas. Crujían, hervían entre nuestros pies como lava de oro. La hora del amor (quieto) se dilataba en las manos enlazadas, a la espera de las últimas hojas que se negaban a caer. Como tu cuerpo. Como nuestro amor.
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A veces nos hemos preguntado por qué Pasternak no fue detenido, incluso durante los años de las purgas más duras. Es obvio que su detención a partir de la obtención del Premio Nobel habría supuesto un escándalo mundial profundamente dañino para la Unión Soviética. Olga habla de «un extraordinario duelo silencioso» entre Stalin y el poeta. ¿Por qué «silencioso»? Hay una razón aparentemente circunstancial, pero no por ello menos sugerente: Pasternak había sido en el pasado el autor de una antología de poesía georgiana. Este hecho podría haber llevado a que Stalin —georgiano, de nacimiento— tuviese cierta simpatía hacia él. En cualquier caso, ese respeto debió darse, pues en un informe de la policía sobre Pasternak aparece una nota al margen, escrita a mano por el propio Stalin, que dice: «No toquéis a este habitante de los cielos».
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Hay que saber de dónde viene la sensibilidad y la formación de Pasternak para comprender mejor su aparente «revisionismo», su fidelidad a una serie de ideas para él irrenunciables. La circunstancia de haber sido hijo de un pintor y de una concertista de piano hizo que pintura y música formaran su vida tempranamente de una manera muy especial. Por su casa habían pasado personajes como Tolstói, Rilke o Rajmáninov. Conocía el extranjero por haberse formado filosóficamente en Alemania. En aquellos días podrían verse estos hechos como meramente «burgueses», negativos, pero en la infancia de las personas hay vivencias que forman y vivencias que deforman. En Pasternak no solo se da un progresivo desencanto ideológico —desde su primigenia e imagino que cristiana aceptación de los cambios, de la justicia social—, sino unas raíces culturales profundas e imborrables. La descripción de la fiesta de Navidad, con el Árbol lleno de velas encendidas, o la existencia en el relato de algunos conciertos, como el de un trío de Chaikovski, surgen de los días de su infancia, son para él imborrables.
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Hermann Hesse abandonó su país natal, Alemania, para refugiarse en Montagnola, en Suiza, en un pueblecito sobre el lago de Lugano, con vistas a uno de los paisajes más hermosos que he visto. Allí tiene aún casa y tumba. Este afán suyo de retiro en busca de las raíces del conocimiento, de la espiritualidad, está llena de hallazgos y de contenidos proféticos. Su decisión, sobrevolando dos grandes guerras mundiales, pudiera ser considerada como escapista, pero en modo alguno lo fue. Lo vuelvo a comprobar hoy, cuando leo su Correspondencia con Thomas Mann. Escritor este en «el mundo» y en la «sociedad», siguiendo un compromiso más aparente. Y sin embargo esta correspondencia nos prueba que cada uno testimonió a su manera. Y en los lugares que exigían sus ánimos y sus vidas.
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En Nápoles: contrapeso o complemento de Roma; también con su pasado español tan vivo. Decir Nápoles es decir también Cervantes, Quevedo, Aldana. Y los complementos de Nápoles en otros viajes: Pompeya y el Vesubio, Capri, Amalfi, por citar solo unos pocos nombres de referencia. Pero ahora estoy en el Parco Comunale de la ciudad partenopea. Enfrente veo la Villa-Museo Pignatelli, «il giogiello di Nápoli», dicen. Y cerca también la estatua de un hombre que me lleva directamente a Leopardi: Carlo Poerio, revolucionario y poeta, amigo del autor de los Cantos en sus años napolitanos, antes de que en Nápoles muriera. Entro en la zona de los rioni, tan distintos de cuando los visité por vez primera una noche de hace más de cuarenta años. Nuevas y lujosas tiendas ahora. Pequeños parques e iglesias en silencio. De vez en cuando, el paso de alguna moto voladora. Y regreso a la orilla del mar. Las gaviotas incesantes sobrevolando majestuosas los árboles del parque. Al fondo, a la derecha, la loma verdeazulada de la colina de Posillipo, con el Parco Virgiliano y la tumba ignota del autor de la Eneida (tenet nunc Parthenope), o la llena de misterios de Leopardi en Fuorigrotta, o la gruta de la Sibila, en Cumas. Espacios llenos de tantas resonancias cultas por su viveza, vivas por su carga culta.
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En el Café Greco sucedió aquel día algo que cuento simplemente como constatación de un hecho, pues no tiene mayor importancia. ¿O sí la tiene? A la mesa que hay al lado de la mía llega una mujer oriental y se sienta. También ella pide un té. En sus manos trae una buena cámara de fotos que posa sobre la mesa. Pienso que es una de tantas turistas japonesas en Roma. Luego, mientras espera su té, me dice: «¿Le puedo hacer a usted una fotografía?». Le digo que sí. Me hace la foto y le pregunto luego que quién es ella. Me dice que es una fotógrafa profesional coreana y que está trabajando unos meses en Roma. Me hace la fotografía y, luego, me pregunta que quién soy yo. Se lo digo y me sonríe levemente, como si previamente hubiese adivinado algo. No hay más palabras entre nosotros. Luego, ella toma tranquilamente su té y se va tras saludarme con una inclinación de cabeza. Recibo la foto en España unas semanas más tarde.
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Uno de los días no sé qué sucedió al anochecer. Había quedado solo y me vi de repente caminando al borde del valle de la Gehena. No sabía hacia dónde iba. Caminaba como sonámbulo o atraído por algo. Luego, ya de noche, me encontré sentado en el suelo, frente a la Puerta de Jafa. Y no me quería mover de allí, aunque la noche avanzaba, y los viandantes habían desaparecido, y aunque me hubieran recomendado firmemente que no saliera de noche. Pero la noche era como un inmenso imán que me atraía desde una dulce oscuridad.
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Siempre nos encontraremos en la ciudad con esa presencia del agua salvífica y sanadora. Algo parecido observaremos al visitar las ruinas de Qumrán, donde el agua de su pequeño estanque parece haber ido muy unida a las prácticas de la comunidad o secta que allí se estableció y que los rollos del mar Muerto, encontrados en una cueva cercana, refrendan en algún momento. El agua como elemento purificador, como símbolo de enorme significación. Sin embargo, estanque y agua nunca pueden ser más misteriosos como lo fueron para mí en la cisterna de Santa Elena, al pie mismo del Sepulcro, pero absolutamente desconocida para visitantes y por supuesto para el gran turismo. Doy con ella por casualidad, merodeando por los alrededores del edificio principal. El lugar pertenece hoy a una rama de la iglesia ortodoxa. Cruzo por una puertecita y detrás me encuentro con un monje sentado en una silla, pero que está profundamente dormido. Así que como un furtivo no lo despierto ni le pregunto y sigo sigilosamente hacia dentro. Excavada en la roca, en penumbra, me encuentro con una enorme gruta, sorprendentemente rebosante de agua oscura. Hacia ella desciende una estrecha escalerita de piedra que sigo con el temor de resbalar y de abismarme en lo negro. Quiero llegar abajo y tocar con mis dedos el agua. Este carácter sombrío y misterioso del lugar me impide entrar en más descripciones; por eso, más tarde tuve que acudir de nuevo a la poesía para poner de relieve cuanto allí sentí. Así nació el poema «La cripta», recogido en Desiertos de la luz. Releyendo ahora el arranque del poema descubro que hubo otra presencia en la entrada del estanque que yo había olvidado, además de la del monje dormido:
Desciendo al antro.
Antes
he visto en la puerta una mujer
de ojos verdes, sentada en una piedra
de oro,
y que al pasar me mira y, al mirarme,
me despide como si nunca más
fuese yo a regresar a la luz.
¿Era el ángel guardián de lo que hay dentro?
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Hoy viajamos al otro extremo de esta tierra. Hebrón: la ciudad en la que vivieron y fueron enterrados los patriarcas. ¿Dónde? Más al sur, detrás de los desiertos del Néguev y de Beerseva, en donde también vivieron. Hacia los desiertos, hoy como ayer, mira y se abre el nuevo país con brillantes procesos de riego. Se abre el camino en el desierto y con él se lleva la electricidad; luego, los tubos que conducen la preciada agua, que será aprovechada gota a gota para el riego. Pienso en nuestro país, donde derrochamos el agua caudalosa de los ríos, que se pierde en la mar. Se pierde el agua mientras más abajo, en nuestro sur, se secan y mueren los ancianos frutales murcianos y andaluces. Estos desiertos también con sus instalaciones militares secretas, pero si los atravesáramos llegaríamos de nuevo al oasis de Engadí y al mar Muerto.
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Sí, un día nos encontramos al fondo de este valle con la casa que habitó Nietzsche y detrás de ella con el bosque y el sendero donde, paseando, le nació la idea de su personaje, aunque allí solo escribiera la segunda parte de su libro Así hablaba Zaratustra. Recuerdo también los dos lagos helados del valle y la imposibilidad de ascender detrás de la casa por el sendero debido a la gruesa capa de nieve Pero esta es otra historia vivida en otro viaje, hace ya muchos años, cuando entramos en aquel valle suizo, desde Tirano, en Italia, en un trenecito de alta montaña, bajo una gran tormenta de nieve. Al final, encontramos el ancho valle con sol, pero con sus dos lagos helados. La espesura de la nieve solo nos permitió llegar con un trineo hasta la casa y el bosque y el sendero, donde había nacido el poema «La canción de la noche», de Zaratustra, cerrado por la nieve.
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He vuelto a abrir los ojos. Algo me los hace abrir: un sonido. Es un pájaro que canta. ¿Quiere responder a mi silbar incoherente, a mi silbar-pregunta? Y de nuevo regresan las palabras del poeta de Occidente: recuerdo las «virtudes del pájaro solitario». No logro saber qué tipo de pájaro es el que emite ese canto jubiloso, fresco y distinto. Seguramente el de un ruiseñor. ¿Aquí, tan arriba? Solo sé que se trata de un pájaro solitario. No el de Leopardi, pues aquel silbaba en lo alto de la torre de un pueblo. Y vuelvo a cerrar los ojos. Y vuelvo a escuchar su canto. Y vuelvo a sentir cómo fluye en mí la sonrisa interior. El pájaro solitario escribe su música en la mañana de la luz.
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Ahora, cuando he vuelto a abrir los ojos, los he sentido llenos de lágrimas. Es como si solo, en este instante de la fatiga extrema, se me revelase en su sentido último y pleno otro verso de Manhae: «Mi secreto ha entrado en tu mirada a través de mis lágrimas».
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Ascendemos y ascendemos, pero siempre el secreto está —mudo— más allá, siempre más allá. Antes, en el límite de los límites, cuando nos falte la respiración, nos encontraremos con Ella.
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Vuelve los ojos hacia dentro, pues allí encontrarás siempre lo que has buscado toda la vida fuera de ti. Allí dentro está todo, pero no es fácil dar con esa totalidad. Hallada, habrás dado con la bondad o energía de una luz que no se ve, pero que se inflama y entrega con dulzura. Y fluyendo con ella en tu respiración, se abrirán quizá todos los caminos que antes se cerraban.
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Autor: Antonio Colinas. Título: Tratados de armonía. Editorial: Siruela. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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