Aquello no sonaba: ¡Se derramaba! Algo así como un océano de violines que crece dentro de un túnel. Yo tenía 15 años. Entonces —como hoy— todo me parecía desgarrador, decisivo, sublime. La diferencia, claro, es que en aquellos días no tenía mucho repertorio de dónde escoger. Así que mis cuatro cachivaches —las novelas de Oscar Wilde y Stendhal que memorizaba, y los dibujos de la Quinta del Sordo de Goya que recortaba de los laminarios del instituto— retumbaban en mi cabeza con más intensidad de lo normal. Por eso, cuando escuché Home, aquella canción del álbum Ultra de Depeche Mode, un mundo se abrió ante mí y más nunca se volvió a cerrar. Algo así como partirse la cabeza para toda la vida.
Corría el año 1997 y aunque sé que esa fue la fecha en la que compré el single —aquel objeto de colores vivos, con un dibujo de Emma Corbijn en la portada— que aun conservo entre mis cosas, mi hermana me ha hecho saber —veinte años más tarde— que quien realmente lo compró fue ella. Yo, que pensé que me había hecho con el disco en aquella tienda en Londres, caí en cuenta de que no fue del todo así. Me sentí como una impostora; alguien que falsea sus recuerdos y sus pertenencias. Con aquel single de Depeche Mode hice lo que con las obras completas de Borges: robarlo de la habitación de mi hermana, llevarlo a la mía y atribuirme su hallazgo.
Sin embargo tengo la certeza de no mentir. Realmente puedo reconstruir el momento en que escuché Home. Me recuerdo, de pie en una tienda monumental, aislada gracias a unos audífonos unidos por un cable cortísimo al mostrador de los discos más escuchados. Todavía hoy soy capaz de reconstruir el hechizo que produjo en mí aquel comienzo potente de batería y sintetizador que iba avanzando, misterioso, hacia un arreglo orquestal. “Here is a song from the wrong side of town/ Where I’m bound to the ground by the loneliest sound/ And it pounds from within and is pinning me down …”. Aquella canción que hablaba de volver a casa. De estar a salvo.
Algo me obliga a pensar que si lo evoco de esa forma es porque así ocurrió, aunque en el fondo se trate de un robo. Quizá el recuerdo de haberlo comprado se trate de una forma de falsear la verdad, de esconder un hecho: las cosas realmente buenas —los poetas, los libros, las libretas, los bolis, los discos—, los había visto mi hermana primero y yo me limitaba a cogerlos sin permiso de su habitación: ese reino al cual acudía puntualmente para expoliar sus tesoros.
El single de Depeche Mode le costó a mi hermana dos libras con noventa y nueve, que es el precio que todavía marca la caja de cartón del disco. Corría el año 1997. Yo tenía 15 años y viajaba por primera vez a Europa. Entonces Tony Blair estaba en el número 10 de Downing Street, los Clinton ocupaban la Casa Blanca, nadie hablaba del Brexit, ni nosotras vivíamos en un país gobernado por simios. Yo —claro— ya no vivo en ese país, pero ella sí, lo cual hace mis recuerdos aun más salobres. Entonces yo creía en el progreso. En la fe lineal de las revoluciones industriales: que las cosas irían siempre a mejor. Que el mundo era aquella ciudad inmensa en la que gente viajaba en trenes modernísimos y todo el mundo se parecía a los hermanos Gallagher. Descubrir que aquello no era así me tomó su tiempo.
Todo esto viene a mi mente, se me junta en el cielo de la boca y me aprieta como un nudo en la garganta mientras escucho Where’s The Revolution, el sencillo del nuevo disco de la banda británica: Spirit, el álbum número catorce de Depeche Mode. Escuchándola, he descubierto una de las canciones más lúcidas, desencantadas, irónicas e inteligentes que sobre nuestra actualidad alguien haya conseguido escribir. Es un retrato del mundo roto donde gobiernan Trump y Erdogan, aunque no se les mencione jamás. En ella están los pañales sin cambiar de los indignados, las piernas pesadas de quienes siempre votan al gobernante equivocado, el ritmo industrial de una marcha triunfal para perdedores… El soniquete de nuestros desaciertos.
En el vídeo de Where’s the revolution?, una joya de Anton Corbijn —el genio que me dejó de piedra con aquel Heart-Shaped Box, de Nirvana— se puede ver a David Gahan, Martin Gore y Andrew Fletcher disfrazados con barbas a lo Karl Marx y moviendo los brazos como las ruedas de una locomotora. “The train is coming, the train is coming, the train is coming… So get on board”. (El tren ya llega, el tren ya llega, el tren ya llega… Así que súbete”. Dan risa y ganas de llorar. “The train is coming, the train is coming, the train is coming… So get on board”.
Al escuchar ese estribillo, me di cuenta de que todo había cambiado y que, al mismo tiempo, seguía siendo igual. Que quienes ya reventaban a pedradas mi corazón con letras que me parecían verdades reveladas volvían a hacerlo, casi 20 años después. Que en todo ese tiempo no ha surgido nadie capaz de interpretar su tiempo como ellos lo han hecho con éste. ¿Tenían que ser unos veteranos como los Depeche los únicos capaces de contar en el espectro de la cultura de masas la tragedia de vivir en un mundo que no progresa?
Pensé en mis falsos recuerdos, en la época lejana de los hallazgos y las emociones, aquella donde la música de verdad importaba, porque se te quedaba metida en el corazón como un verso de Hamlet. “The train is coming, the train is coming, the train is coming… So get on board”. Nacer en los ochenta, sobrevivir a los noventa –su Perestroika, sus Balcanes, su FMI en América Latina- y llegar al nuevo siglo exhaustos de un fin de ciclo muy largo. Nada de cuanto pensé en la época de Home era cierto. Probablemente ni siquiera el recuerdo que pueda llegar a tener de aquel tiempo. “The train is coming, the train is coming, the train is coming… So get on board”. El tren ya llega. Así que súbete, o arrójate.
Vídeo: Where's the Revolution, de Depeche Mode
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