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Tres apuntes de un viaje a Portugal

Tres apuntes de un viaje a Portugal

(Así nació «El rinoceronte y el poeta»)

No tardamos mucho en constatar, con gran pena, que la librería Lello se parece poco a lo que tuvo que ser en sus orígenes. Fundada en 1869, se hizo extremadamente popular cuando en 1906 el ingeniero Francisco Xavier Esteves proyectó el edificio en el que tiene desde entonces sus dependencias. Se trata de una construcción de aires neogóticos que no tardó en convertirse en uno de los más prestigiosos centros culturales de Oporto y cuya silueta destaca, más de un siglo después, entre todas las que rodean la plaza de Lisboa, a la sombra de la Torre de los Clérigos. El tiempo no ha trastocado la apariencia de la vieja librería, pero sí ha modificado sustancialmente su propia razón de ser. Ya no es la Lello un refugio para bibliófilos y letraheridos; es, más bien, un parque temático al que los turistas acuden en masa buscando aquello que, en realidad, no estuvo nunca allí. Desde que J. K. Rowling, la creadora de Harry Potter, desveló que se había inspirado en sus estanterías recubiertas de arabescos y en su bellísima escalera de curvas sinuosas para imaginar la escuela de Hogwarts, la mayoría de quienes cruzan sus puertas no lo hacen atraídos por el olor de la tinta ni a la caza y captura de algún título imposible de hallar en otras latitudes. Pretenden, sencillamente, dejar constancia de su paso —foto mediante— por el lugar que sirvió de embrión a uno de los escenarios recurrentes de la nueva cultura popular.

"Existe una leyenda urbana que tiene como protagonista al mismísimo Pessoa y que se remonta al año 1985, cuando las autoridades decidieron conmemorar el cincuentenario de su fallecimiento depositando sus restos en un monolito erigido ad hoc en uno de los laterales del claustro."

De ahí que en Lello no haya apenas fondos de interés y que en sus anaqueles y sus mesas se encuentren las novedades de ultimísima hornada que uno podría encontrar en cualquier otra librería. Es una mañana de un lunes de agosto, en el caluroso verano de 2013. Hemos venido a primera hora porque tenemos previsto llegar a Lisboa para comer, pero el local ya está lleno hasta los topes. Con estoica disciplina, nos integramos en la extensa fila india que poco a poco avanza por los pasillos hasta desembocar en la soberbia escalinata. Es a sus pies, en un pequeño recodo en el que no se detiene nadie, donde un par de ejemplares colocados como por descuido entre dos voluminosas pilas de guías turísticas llaman mi atención. Se trata de las ediciones que del Mensagem y las Quadrigas publicó en España Hiperión, a cargo respectivamente de Eduardo Lourenço y Jesús Munárriz. Pese a que me deslumbró en su día la lectura del Libro del desasosiego —tanto que hasta coloqué unas frases de esa obra en la apertura de una de mis novelas—, no conozco demasiado de la poesía de Fernando Pessoa. Al margen de las dos canciones de Luis Eduardo Aute que me lo descubrieron en su día, sólo he llegado a leer los poemas que conformaban una antología mínima e insuficiente que adquirí en Salamanca, en una librería de la calle Meléndez, cuando al poco de instalarme en la ciudad vagaba por su casco antiguo en busca de reductos donde empezar a construir algo parecido a un espacio propio. Estos dos libros que ahora veo aquí, en Oporto, no tienen nada de especial. No son ediciones de coleccionista ni atesoran ningún detalle que les confiera una pequeña dosis de excepcionalidad. Podía haber dado con ellos en cualquier librería de España, pero el azar quiere que me los tropiece unos minutos antes de partir hacia la capital portuguesa. Salgo de la Lello con ellos bajo el brazo, sin sospechar que unas cuantas horas después, cuando los ojee en el hotel lisboeta próximo al parque de Eduardo VII donde pasaré las siguientes noches, conoceré la peculiar historia del primer y único libro que Pessoa llegó a publicar en vida, y que en ese instante quedará plantada una semilla que empezará a germinar al día siguiente.

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Durante muchos años, el monasterio de los Jerónimos fue el verdadero panteón nacional de los portugueses. Ahora las mayores glorias del país reciben sepultura en la vieja iglesia de Santa Engracia, en la trastienda del barrio de Alfama, pero quien quiera contemplar de cerca los túmulos de los personajes que dieron lustre a Portugal en sus tiempos más pujantes deben acercarse al soberbio edificio manuelino que emerge a orillas del Tajo para adentrarse en el bosque de columnas que sujeta sus bellísimas bóvedas estrelladas. No descubro nada: las bondades artísticas del cenobio son del todo conocidas y en esta mañana de agosto debemos de ser más de cien las personas que recorremos las naves de su templo mayor y los corredores balsámicos del delicado claustro. Hay, sin embargo, un dato que suele pasar inadvertido y del que nada dicen los pequeños paneles informativos que, aquí y allá, especifican al visitante qué es aquello que está viendo: no todos los muertos que deberían estar aquí llegaron a recibir realmente sepultura; o, dicho de otro modo, hay en los Jerónimos algunas tumbas que, pese a las apariencias, jamás llegaron a conocer a quienes iban a ser sus moradores. Es el caso del rey don Sebastián, cuyo sepulcro custodia una pareja de elefantes, al que no se pudo enterrar porque nunca se encontró su cuerpo, desaparecido tras el desastre de Alcazarquivir. También el del poeta Luis de Camões, clásico por excelencia de las letras lusas, cuyos restos se esfumaron tras el terremoto de 1755. Hay quienes afirman que los huesos de Vasco da Gama nunca llegaron a instalarse en el cenotafio que se dispuso aquí para tal fin porque lo impidieron los vecinos de Vidigueira, que no habrían visto con buenos ojos el traslado a la capital de los vestigios de uno de sus hijos más ilustres. Existe, por último, una leyenda urbana que tiene como protagonista al mismísimo Pessoa y que se remonta al año 1985, cuando las autoridades decidieron conmemorar el cincuentenario de su fallecimiento depositando sus restos en un monolito erigido ad hoc en uno de los laterales del claustro. Los cronistas oficiales, y las hemerotecas, atestiguan que así se hizo, pero un insistente rumor cuenta que, cuando se procedió a la exhumación en el viejo panteón familiar del cementerio de Prazeres, los allí presentes descubrieron con sorpresa que el cuerpo del poeta permanecía incorrupto y, para no dar lugar a beatificaciones extemporáneas, optaron por mantener en secreto el hallazgo y dejar que su cadáver continuara durmiendo el sueño eterno en su rincón del camposanto lisboeta. En el monumento de los Jerónimos que, según esta versión, no albergaría sus cenizas, se inscriben los versos de su famosa estrofa: «O poeta é um fingidor. / Finge tão completamente / que chega a fingir que é dor / a dor que deveras sente.»

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"En un panel se resume un viejo sucedido del que yo nada sabía. Es la historia de un canecillo de esta misma edificación cuya forma imita la cabeza de un rinoceronte."

El sol golpea con saña cuando al fin llegamos al pie de la Torre de Belém. La tarjeta que adquirimos ayer por la tarde en la oficina de turismo del Rossio nos evita la cola para acceder a lo que, más que un monumento, casi ha adquirido ya categoría de tótem. Sin embargo, nuestro pequeño privilegio no nos salva de incorporarnos a otra larga hilera de personas que aguardan su turno para acceder a la planta superior, que promete una sugestiva panorámica de la desembocadura del Tajo. La fila a la que nos incorporamos recorre los cuatro laterales de una pequeña sala y lo que parecía una aburrida espera termina deparando el segundo hallazgo que resultará crucial en este viaje. En un panel se resume un viejo sucedido del que yo nada sabía. Es la historia de un canecillo de esta misma edificación cuya forma imita la cabeza de un rinoceronte y que tiene su origen en un ejemplar de esa especie que llegó a Lisboa en los primeros compases del siglo XVI, cuando gobernaba el rey Manuel y Portugal afianzaba su imperio marítimo gracias a las buenas artes de sus navegantes. Mientras aguardamos nuestro turno para subir por la estrechísima escalera de caracol hacia los pisos superiores, pienso en ese pobre rinoceronte al que también inmortalizó de oídas Alberto Durero, en un dibujo que no tardaría en hacerse célebre, y que tuvo la mala suerte de perecer en un naufragio cuando, una vez agotada su estancia lisboeta, el monarca portugués quiso enviárselo al Papa como obsequio. Me planteo la posibilidad de escribir, a la vuelta, algún artículo sobre el tema para cualquiera de las publicaciones con las que colaboro de forma más o menos regular. No hay la menor intención de ir más allá, por mucho que desde la planta superior de la Torre de Belém me demore unos minutos contemplando, allá al fondo, la grandilocuente mole del monumento a los descubridores, un exhaustivo recordatorio de las insignes figuras que hicieron de Portugal una potencia de la navegación comercial en plenos fragores renacentistas. La providencia, sin embargo, circula siempre por caminos insospechados. Unos minutos después, mientras caminamos exhaustos por el intenso calor agosteño en busca de un lugar donde comer algo antes de coger el tranvía que nos llevará de vuelta a la Plaza del Comercio, llama nuestra atención un modernísimo edificio levantado en una dársena y cuyo interior acoge un restaurante de diseño. Tomamos asiento en una mesa de la terraza y al coger la carta descubro que el local se llama Mensagem y tiene como logotipo la silueta de un rinoceronte. En ese momento sé que algo tendrá que terminar aquí, pero aún no acierto a comprender el qué porque, aunque algo intuyo, todavía desconozco que en ese preciso instante, a orillas del Tajo, bajo el cielo azulísimo de la Lisboa que busca las inmensidades del Atlántico, está empezando todo.

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