El excelente primer libro de Bob Dylan (1941) desde que en 2004 apareciera Crónicas: Volumen 1 tras la concesión del Novel de Literatura en 2016 nace con polémica. La casa editorial que publicó originariamente el volumen, Simon & Schuster, anunció originalmente que 900 copias del libro saldrían autografiadas personalmente por Dylan a 600 dólares por pieza. Lo que no contaron fue que el esperado gesto de la estampación de la firma del bardo de Duluth iba a llevarse a cabo gracias al autopen, una máquina de replicación automática que utilizaron desde Thomas Jefferson a Barack Obama. Dylan no podía ser menos. Hasta que los fans descubrieron que las copias empleaban el artilugio para la estampación del autógrafo, pero tanto la editorial como el propio autor se negaron a admitirlo en un principio. Como la evidencia saltaba a la vista, acabaron por admitir el “error”. Muy feo el gesto, e innecesario, todo sea dicho. Lo que no quita para que Filosofía de la canción moderna sea un ejemplar estudio personalísimo de las composiciones que han marcado la vida de Bob Dylan desde su infancia con la vista puesta en la canción popular estadounidense, por más que se cuele un «Volare» (1958) de Domenico Modugno, un «London Calling» (1979) de The Clash o un «My Generation» (1965) de The Who, aunque ninguna canción de The Beatles o de The Rolling Stones. Malote Dylan.
El título del libro llama a engaño, porque ni es filosofía ni es moderno, siempre y cuando entendamos por «moderno» un estudio de las canciones que han sido grabadas a lo largo del siglo XX y algunas del XXI. Es un asunto de contemporaneidad, desde que existen registros fonográficos de mínima solvencia para captar el genio musical de una materia tan volátil y a la vez profunda como es la música. La nómina de escogidos para la gloria va desde la incendiaria «Keep My Skillet Good and Greasy», de Uncle Dave Macon (1924), que “se anticipa unos cincuenta años al rock and roll” y que Dylan aprendió seguramente de Woody Guthrie, quien la versionó, pasando por «Jesse James», de Harry McClintock (1928), «Old and Only in the Way», de Charlie Poole (1928), hasta el «The Pretender», de Jackson Browne (1976), el «Pump It Up» de Elvis Costello, el «Pancho and Lefty» de Willie Nelson y Merle Haggard (1983), el «Old Violin» de Johnny Paycheck (1986), o «By the Time I Get to Phoenix», de Jimmy Webb (1996), sin olvidar rarezas como «Doesn’t Hurt Anymore», de John Trudell (2001) o confirmaciones de talento como la de «Dirty Life and Times», del llorado Warren Zevon (2003). Entre medio, lecturas de clásicos de The Clash, The Temptations, Elvis Presley (grande su aportación a la comprensión de «Viva Las Vegas»), Hank Williams, Nina Simone, Frank Sinatra o la mirada impagable a la hermosa «If You Don’t Know Me By Now», de Harold Melvin & The Blue Notes (1972).
Robert Allen Zimmerman, alias Bob Dylan, tiene querencia por las canciones de familias infelices (Dostoievski tendría mucho que decir al respecto), temazos sobre desdichados y demás infortunios, aunque queda hueco para tahúres de toda índole, amores imposibles, venganzas del corazón y divertimentos de raigambre norteamericana. Si ya a Harold Bloom se le criticó por su deriva anglófila, con Dylan el exabrupto rozaría lo lacerante. Suerte que en su selección sí sean todas las que están, aunque no estén todas las que son. “A decir verdad, lo único que nos une es el sufrimiento”, dice Dylan, y no le falta razón. Con frases como ésa monta un tratado de arqueología musical que pone al día el gusto por la crítica musical convertida en un género en sí mismo y en monumentos literarios cuando quienes están detrás son David Hajdu, Nick Hornby, Alex Ross, Ben Ratliff o, ya por estas latitudes, Diego Manrique, Kiko Amat, Alberto Manzano o, ya sin la deriva pop, Ramón Andrés.
En el libro aparecen frases que darían para un pequeño compendio de epigramas. Cuando no se dice que “lo que pasa con la vida es que sigue adelante aunque se hayan agotado los titulares”, se cuenta que “las peculiaridades de la condición humana se filetean tan finas como una ración de patatas durante la hambruna irlandesa del siglo XIX” o que “el conocimiento es algo bueno, aunque uno de sus efectos secundarios potencialmente dañinos es que cuanto más se amplía el campo del conocimiento más se arruga nuestra piel”. Ahí reside el genio de Dylan, su invención y su estilo, mientras se dedica a la crítica social o a rebuscar en su endiosado ego para dinamitarlo y bajarlo humildemente a tierra cuando se postra ante las canciones que han marcado su devenir como narrador. De ahí que comente con ironía que, como las películas, “los discos de soul, como los de hillbilly, blues, calipso, cajún, polka, salsa y otras formas musicales indígenas, entrañan una sabiduría que la gente pudiente suele procurarse en las universidades. La llamada «escuela de la calle» es algo real y no solo consiste en aprender a esquivar a sablistas y charlatanes”. Parecería que entona el mea culpa pero no, simplemente está resultando sincero, todo lo sincero que puede ser.
En el camino caben reflexiones muy personales sobre el arte de la canción, tanto en lo creativo como en lo identificativo —cómo hacerla y cómo reconocerla—, así como medidas consideraciones a propósito de éxitos rotundos que guardan algún secreto que sólo él se atreve a confesar a modo de zasca: “Que yo sepa nadie ha discutido la autoría del éxito de Frank Sinatra del año siguiente [a «Strangers in the Night»], «Somethin’ Stupid», aunque no está de más decir que la escribió el hermano mayor de Van Dyke Parks, Carson”. Así es el tipo. Pendenciero y ufano, místico a su pesar y un tanto crápula. Pero lo queremos, sobre todo cuando se descuelga con ese decir radiofónico. Recordemos sus programas temáticos de una hora de duración en Theme Time Radio Hour, que luego regaló como encarte en la edición deluxe de Together Through Life (Columbia, 2009). Es entonces cuando nos ilumina con anécdotas alrededor de la selección de canciones. Nos habla, por ejemplo, de los setenta y cinco hijos de casi otras tantas mujeres que dejó Screamin’ Jay Hawkins, o contextualiza la carrera entera de algún artista indómito, como cuando confirma que Ry Cooder “mejoró cada uno de los discos en los que tocó y otros muchos en los que no lo hizo”; o de su propia vida, en la idea de que “ser escritor no se elige. Es algo que uno hace, y a veces alguien va y se da cuenta.”
La glosa es el género escogido para resolver con solvencia la apuesta personalísima de este manojo de composiciones, más de sesenta, dedicadas todas ellas al genio en la sombra ya al otro lado de la Estigia que fue Doc Pomus. Prueba de ello sería la canción de Harold Melvin & the Blue Notes «If You Don’t Know Me By Now» (1972) cuando señala que “ahora bien, si ella cree que eres incapaz de salir por la puerta ahora mismo, se equivoca. Otra prueba de que no te conoce (…). El contexto lo es todo. Ayudar a la gente a encajar las cosas de su existencia es mucho más eficaz que hacérselas tragar con un embudo. Y ahí va otra manera de contemplar una canción de amor”. Desde luego, ni por asomo habla de la versión de Simply Red con la que muchos aprendimos en la primera juventud algo de soul de segunda mano, pero no se escapa que todo forma parte del tópico, como si los versos que entona el gran Teddy Pendergrass trajeran a las mientes el «Don’t Think Twice (It’s Alright)» del propio Dylan y desembocaran en la sentida «By The Time I Get to Phoenix», de Jimmy Webb, que versionó desde Frank Sinatra hasta Oscar Peterson o Isaac Hayes, este último inspirándose asimismo en el Morricone de Sergio Leone. Si hasta selecciona una canción para no hablar de ella, como sucede con «Saturday Night At the Movies», de The Drifters (1964).
El libro se escapa de los usos tradicionales de las ediciones de Anagrama. Ha sido tratado como objeto de lujo, con tapas duras, portadas a relieve, sobrecubierta, generosa tipografía y disposición de páginas, encuadres y una gran profusión de fotografías seleccionadas que serán alegría para los lectores potenciales del volumen, con especial énfasis en los grafismos que documentan el amor por el vinilo y por las historias laterales del universo de la música que selecciona el autor de «The Times They Are A-Changin», ya desde la reivindicación en la portada de la rocker Alis Lesley a las fotos de colofón y contraportada, coloreadas, restauradas y tintadas a mano, como se destaca en los créditos finales. En medio de todo ello, la jerga canalla de Dylan lo llena todo, trasladada al español con solvencia por Miquel Izquierdo. Para los más curiosos se reserva un código QR que remite a las notas que Alessandro Carrera preparó para la edición italiana de la última obra de Bob «Solopuedequedaruno» Dylan. No sabemos si el poso de filosofía mundana persistirá tras la lectura. De lo que no cabe duda es que de música el tipo sabe un rato. A lo mejor la verdadera filosofía consiste en eso, en extraer enseñanzas de lo inesperado, como sucede con una buena película o con una canción pop. Gracias, bandido.
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Autor: Bob Dylan. Traducción: Miquel Izquierdo. Título: Filosofía de la canción moderna. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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