Si quien les habla, en su insignificancia, hubiera soñado alguna vez con llamar a la musa; si la buena crianza que a mis mayores debo no fuera dique suficiente para contener la humana vanidad cuando, despojado de cualquier mesura, diera en querer escribir una novela y así se lo confesara, ruborizado, a un amigo —por acaso, Miguel Munárriz, que atiende en Zenda y tales negocios conoce al dedillo—, ¿qué creen que tal amigo nos recomendaría? ¿hacia qué metas orientaría nuestros despistados pasos? El lector convendrá en que la cosa ofrece pocas dudas. Contestaría: sí, escribe. Y añadiría: una novela negra, por supuesto.
Porque, vaya por delante, ni a nuestro mentor se le pasaría por la cabeza disuadir al novicio impertinente, ni se le ocurriría sugerir otro destino literario. Se diría que, hoy, escribir novela negra es una actividad cotidiana para la mayor parte de género humano… incluso obligatoria en los países nórdicos. La producción, infinita, como esas algas colonizadoras que todo lo cubren, ocupa los mejores anaqueles de las librerías. Sus autores, incontables, respiran autoridad y son agasajados cual príncipes en multitud de congresos y semanas negras convocados por todo el orbe. Los protagonistas —que oscilan entre el policía atrabiliario e indisciplinado y el detective alcohólico de pasado tenebroso— constituyen en sí mismos un catálogo de la historia universal de la infamia, y logran apenas raspando ser menos malos que los asesinos a los que persiguen. En fin, quien más o quien menos tiene en su círculo de amistades un par de docenas de entusiastas creadores de este género, y solo cumplir con ellos, ¡ay!, nos compromete la lectura de medio año.
Confesémoslo: estamos un poco ahítos de tanta mugre y sangre en formato de libro de bolsillo, y de la multitud de recensiones y reportajes especiales que las páginas literarias de diarios y revistas les suelen dedicar con la llegada del calor, pues es bien sabido que para el verano no son las bicicletas, sino la novela negra. Y como están ustedes, queridos lectores, sobradamente recomendados en este aspecto, hemos decidido dar un paso al costado, apostando por lo que algunos, en su error, creen una variedad del mismo tema: la novela de espías.
La novela de espías y la novela negra pertenecen al mismo género en igual medida que el homo sapiens es pariente del orangután. Aquélla tiene un poso de sofisticación, de cosmopolitismo, de la que ésta habitualmente carece. El espía habla idiomas, entiende de coctelería y, si se tercia, es capaz de seducir a la damisela de turno recitándole al oído un poema de Ronsard… y eso en la ficción, porque en la vida real pueden ser aún más refinados; como fue el caso de Kim Philby, Guy Burgess o cualquiera de los exquisitos del círculo de Cambridge. Los detectives, en cambio, bastante hacen con sacar cuatro perras para pagar la pensión y el carajillo del desayuno. Hay de todo, se me replicará recordando a Sherlock, Poirot, Ellery Queen, Roderick Alleyn, o lord Peter Wimsey, entre otros gentlemen de la ficción policíaca. Y en efecto, así es, pero ese modelo caducó y ahora se lleva otra cosa. Dicho sea sin señalar.
La conclusión, en fin, está clara. Uno mismo, por caso, que nunca pensó en ser policía ni nada que se le parezca, en alguna ocasión fantaseó con sentar plaza de espía de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, pero no hubo manera de enterarse de dónde había que echar la instancia (es lo que tiene la clandestinidad propia del oficio).
Vamos, pues, con una lista corta para pasar estos calores. Recomendaremos únicamente —ne quid nimis— tres títulos, los justos y medidos para disfrutar sin exceso y a la vez dejar hueco para otras cosas: un poquito de Galdós o Baroja, otro de Balzac o Dickens, alguno de los tomazos recién salidos de Ferlosio y el verano será completo.
Serán tres novelas, si no desconocidas, al menos poco visitadas. Haremos la gracia al lector de suponerle familiarizado con los clásicos del género, que daremos por bien conocidos, aunque no sobrará mencionarlos: Kim, de Rudyard Kipling, para muchos, su mejor libro y una obra maestra absoluta de la literatura; El agente secreto, de Joseph Conrad —un Conrad sin mar— inaugurando el tema del espía durmiente, y Ashenden, agente británico, de Somerset Maugham. Los dos primeros son fáciles de encontrar; para el último, más dificultoso, debe recurrirse a esas ediciones de los años 40 de la editorial Lara de Barcelona.
Igualmente, asumiremos que está de más nombrar a los dos grandes escritores de espionaje del siglo XX, Graham Greene y John Le Carré. Cualquier parecido de estos finos estilistas y sagaces conocedores del alma humana con los picapiedra que firman la mayor parte del novelerio negro contemporáneo es pura broma.
En fin, no haremos más sangre con estas comparaciones, porque podríamos encuadrar en nuestras filas hasta a don Francisco de Quevedo, cuyas actividades en lo que terminó siendo conocido como la conjura de Venecia serían dignas de Smiley, si la prudencia y la conveniencia política le hubieran permitido ponerlas en papel.
Y así queda la propuesta:
- Un ataúd para Dimitrios (Eric Ambler)
Cuando, unos meses ha, Arturo Pérez-Reverte puso en las librerías su Falcó, y una avalancha de reseñas y comentarios se nos vino encima, sorprendió bastante comprobar que entre las muchas alusiones a los antecedentes literarios del personaje, en ninguna —al menos, de las que leímos, y fueron unas cuantas— se insinuara el grandioso, el inmarcesible, el venerable nombre de Eric Ambler.
Señores críticos —incluidos, para nuestro oprobio, los de esta página que nos acoge, cuya genética es cien por cien revertiana—, señores críticos, digo, ¿en qué estaban ustedes pensando? Que si Le Carré por aquí, que si Graham Greene por allá… Falcó ha salido del ataúd de Dimitrios, como es evidente y hasta obligado, conocido el delicado paladar del padre de la criatura para este tipo de novelas.
Porque, ¿cuál si no es el autor imprescindible del género de espionaje? Se podrá discutir quién ocupa el segundo lugar; si es cualquiera de los ya mencionados; incluso Le Queux, Fleming, Ludlum o Forsyth podrían entrar en la lista. Pero para el número uno no hay duda posible: Eric Ambler.
Espías aburridos o despistados, agentes dobles de sí mismos; ambientes mitad cómicos, mitad opresivos; países cercanos y exóticos a la vez; diálogos tan sencillos como sutiles; situaciones donde mezcla bien lo cotidiano con lo inverosímil … todo esto, y en grado superlativo, es Ambler.
El título se corresponde con la edición americana (A Coffin for Dimitrios), frente al de la inglesa (The Mask of Dimitrios, o La máscara de Dimitrios que tampoco es infrecuente encontrar). El sueño de una tarde de estío en una buena butaca con vistas al mar es esta novela, y muy justamente merece figurar en el olimpo de las lecturas entretenidas, compitiendo con lo mejor de Stevenson, Verne o Salgari. Publicada en 1939, la aventura entre disparatada y siniestra de Charles Latimer tras la pista de Dimitrios desde Estambul a París —pasando por ese rosario de países raros de entreguerras, como Bulgaria, Grecia y Serbia— envuelve como un perfume narcótico. Después de leerla, nadie viaja a Turquía sin ver un coronel Haki en cada persona de uniforme con la que se cruce, ni deja de presentir a Peters en todo señor gordo con pinta de intrigante.
Como apenas hay colección de misterio que se haya atrevido a no incluirla, Un ataúd para Dimitrios es habitante más que habitual en los saldos de las librerías de lance, y en internet se encuentra por menos de tres euros. Oro a precio de arena. La primera edición inglesa, claro, se cotiza, aunque no demasiado: hace cinco o seis años pedían 250 dólares. La primera versión española, salvo que alguien nos corrija, la tenemos registrada en 1944, publicada por Poseidón, clásica editorial argentina fundada por un catalán. Todavía aparecen ejemplares.
La relación canónica de la producción amblertiana la componen 18 novelas, además de cinco con seudónimo y algunas otras sueltas, como su autobiografía. Cada cual tendrá sus favoritas, pero sería raro que esa lista no estuviera encabezada por tres obras maestras: Un ataúd para Dimitrios, Motivo de alarma, La luz del día. Lo mejor que se ha despachado en este tipo de literatura.
- El enigma de las arenas (Robert Erskine Childers)
Ciertas novelas, leídas por primera vez, producen tanto entusiasmo que la única manera de canalizarlo es regalándosela a las cuatro o cinco personas que sabes capaces de compartirlo. Este es el caso de El enigma de las arenas. Y si alguno de esos amigos es, además, dado a las cosas del mar…
Se trata, en primer lugar, de un extraordinario relato, de consistente calidad literaria, en la línea de esas grandes novelas de aventuras imposibles de disociar de su paternidad inglesa. Y, además, es un libro curioso y sutil… si se tiene en cuenta que el ochenta por ciento de la narración la ocupan disquisiciones sobre el manejo de un pequeño barco entre nieblas, bancos de arena, mareas y canales que no aparecen en las cartas de navegación, bordea lo milagroso que consiga retener al lector de secano —es nuestro caso— a bordo del Dulcibella, como tercer tripulante.
Escrito en 1903, fue interpretado en clave de aviso contra una previsible invasión naval alemana a Gran Bretaña —nada extraño, pues el último capítulo es casi una tesis doctoral sobre el tema—, y parece que, en ese sentido, tuvo bastante influencia entre los militares y políticos de Londres. Que Erskine Childers terminara malamente, fusilado en el marco de la guerra civil irlandesa de principios del siglo XX, y que su hijo llegara a primer ministro de Irlanda son otros detalles que parecen contribuir a la ambientación tan peculiar de esta singularísima novela.
La edición en español, publicada por Edhasa, que se va agotando cada no mucho tiempo, por alguna incomprensible razón tarda en ser renovada y las reimpresiones se hacen esperar. Hay en las librerías de internet alguna alternativa en colecciones de bolsillo, que no recomendamos. Así que solo queda rogar a la editorial que no lo deje estar, que tenga siempre ejemplares frescos para reponer.
Finalmente, una petición más: en las versiones en su idioma original que conocemos nunca faltan los mapas; algo fundamental en este libro, como bien sabe cualquiera que lo haya leído. Creemos recordar, pero la memoria es débil, que Edhasa los incluía también en sus ediciones pretéritas; sea como fuere, han desaparecido de las recientes… y así es casi imposible seguir la derrota del Dulcibella.
- Cita con el peligro (Helen MacInnes)
Cerramos esta pequeño pero exquisito ágape con un postre a la altura. Confesaremos que un buen motivo para la elección ha sido la relativa rareza de la pieza, y también la dificultad de hacerse con ella. No por nada esta sección se llama El cazador de libros, y en cuestión de recomendaciones, hay un prestigio que mantener.
Se puede decir que Helen MacInnes está aceptablemente publicada en español, pero de eso hace ya algo de tiempo. Espigando en las librerías de internet, encontraremos media docena larga de títulos a precio de saldo, casi todos aparecidos en los años 60 y 70. Ya no está de moda, y a la espera de que una editorial (quizá Impedimenta, a cuyo catálogo tan refinadamente anglófilo le encajaría de perlas) se decida a darle otra oportunidad, queremos reivindicar su estilo elegante y, sobre todo, sus tramas tan amblertianas. Y cuando de espías se trata, ¿qué más se puede decir?
La novela que aquí se propone probablemente es lo mejor de su producción. Mantendremos la reserva sobre el argumento, pero al lector que disfrutó de El enigma de las arenas le provocará saber que va a encontrar muchas líneas conexas entre ambas.
El título en español es una elección desgraciada que oculta el original —Assignment in Brittany, siendo ésta la Bretaña francesa—, mucho más evocador. Hasta donde conocemos, sólo existe una única edición, también en la argentina Poseidón, publicado en Buenos Aires en 1943. Y encontrarla es casi misión para un agente secreto.
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