No se reconstruye lo que se pierde.
¿Con qué animo empiezo a escribir si se ha volatilizado un texto de más de 20 folios que he ido escribiendo con una fe cierta, distinta y nueva a lo largo de las últimas tres semanas? No ha sido, además, un tiempo cualquiera.
Apuntes, ideas, un cajón de sastre, unas notas a pie de página que actuaban como texto principal, escritos repentinos que tenían la frescura de su efervescencia, reflexiones abatidas sobre mi nuevo desarraigo, cavilaciones sobre el futuro… A nadie le podría importar, en cualquier caso. Y ahora, ¿qué hacer? ¿Seguir como si nada? ¿Volver a empezar? ¿Estoy condenado a ser Sísifo? ¿Tal vez escribir a mano, en un cuaderno?
No sabemos lo que nos aguarda. Ahora mismo -¿siempre?- podemos ser pollos sin cabeza que vamos andando inconscientes de que horas después nos ocurra cualquier imprevisto. Todo es tan fugaz, tan ajeno a nuestra voluntad. Sí, parece que todos los días morimos (¿Borges?) y a la vez hemos de nacer (dos veces en mi caso). Nada de lo que hicimos ayer se tiene en pie. Como si fuera un periódico. Precisamente para que nada se olvide (Philip Roth) o para que quede algo, cuatro jirones, escribimos, hablamos, contamos algo a alguien.
¿Qué somos, sino memoria? ¿Qué es una persona sin pasado? Somos pasado, el presente es sólo intención y el futuro está por hacer. El mañana… ¿quién puede asegurarlo?
He de decirme que sólo fue un mes escaso en mi vida, he de hacerme a la idea de que… sí, de que ¿no existió? Sin embargo, la espesura de esa niebla blancuzca, de esos días llega como un vaho sin sabor, sin consistencia. De algún modo revolotea como ceniza. Un trozo de papel, una hoja volandera, caprichosa, una factura al aire antes de que llegue la tormenta de primavera. Un vuelo de pájaro que no admite su secuencia, del que es imposible rastrear su dibujo, unas palabras escritas a lápiz que pudieron salvarse, como aquellos microgramas de Robert Walser que una enfermera encontró, meses después de su muerte, en una caja de zapatos (¿en un armario colectivo donde los internos guardaban su ropa de invierno, las botas para adentrarse en tardes de lluvia?). Somos nieve. Copos que a veces ni siquiera llegan a posarse en el barro, que se deshacen en el aire, que se evaporan antes de tocar la hierba, las hojas de un abeto o un banco de piedra que acoge el pesar de un hombre solitario en un jardín del que nadie ya se ocupa.
Hubiera querido que lo perdido llegara a las manos de alguien, un desconocido, un muchacho, un desocupado, y lo hubiera leído, como el mensaje de una botella de un náufrago que aunque llegara tarde habría cumplido su misión. Esa es la literatura. Un jeroglífico que permite —a modo de arcilla— dar fe de la voluntad de un hombre, del deseo de algo, de un lamento.
Doy demasiada importancia a cuatro palabras. Es la metáfora de lo que nos aguarda. Sólo importamos a los más cercanos. Si miráramos nuestra agenda de teléfonos, de las direcciones, comprobaríamos que de la mayoría desconocemos su suerte, que algunos nombres no significan nada, que algunos han muerto (y no hemos sido capaces de tacharlos).
¿De cuántos días nos acordamos, realmente? Si hiciéramos recuento, así, de repente, sin grandes pretensiones, qué tendríamos en nuestras manos. Si Mefistófeles nos ofreciera recuperar nuestra memoria, si nos dijera ‘podrás tener a tu alcance el triple de recuerdos de tu vida’, ¿qué supondría? ¿No nos aborreceríamos, no sentiríamos repulsa de nuestra conducta? Tampoco sé por qué se recuerda alguna vivencia y no otras.
Somos esa mujer con alcuza de Dámaso Alonso que se adentra en el bosque de años atrás, que vamos de vagón en vagón de un tren en marcha sin que sepamos si alguien está al frente. Tal vez vayamos a un precipicio, puede que se pare por falta de carbón y nos encontremos en medio de una sabana, de una estepa. Que gritemos y sólo escuchemos el eco de nuestra desesperación.
Si se levantara la niebla que rodea nuestro velero, ¿estaríamos entre la nada de un océano o junto a tierra firme? ¿Sería ese arrecife una isla, un continente o se trataría sólo de un espejismo?
Escucho el susurro de Beckett: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
También podría inventarme esas tres semanas. Modelar a alguien con mi misma fisonomía, clonarme con un cerebro distinto. Pues ¿no estaba harto de ser yo mismo, no me veía mezquino, débil, temeroso? Como Melville, podría decir: “Llamadme Ismael”. Hasta que llegara el día en que yo mismo dudara entre Manuel o Ismael.
A dónde va todo esto, a qué enorme basurero. Hoy, esta noche, soñaré que me he convertido en un niño de esas favelas que hurga entre plásticos, váteres rotos, lunas de armario destrozadas y sillas sin fondo, un muñeco de hojalata sin piernas en medio de montañas de desechos, de esculturas mutiladas que un hombre paciente diseñó con mesura y oficio.
Esta noche seré consciente de la labor callada y anónima de los alfareros, de los carpinteros, de los cordeleros y de los sastres. Un abrazo imposible a hombres anónimos.
He mantenido unas horas en el ordenador el nombre del texto perdido, que ahora se reduce a dos letras, que ya está sepultado por este. Esperé por si quería regresar, soñé que si se había extraviado pudiera ver una luz diminuta y temblorosa a modo de faro de juguete en noche de tinieblas. Ya sé que no ha de volver.
En todo caso, y aunque apareciera: esta acuarela, ¿a quién le importa?
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