Por lo común, las obras maestras demuestran su verdadero peso al cabo de los años. Cuando en 1958, dentro del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, Alfred Hitchock (Leytonstone, 1899-Los Ángeles, 1980) celebró el estreno mundial de Vértigo —que en España llegaría originalmente a las salas con el título De entre los muertos—, la película obtuvo críticas bastante escépticas, cuando no abiertamente hostiles. Pese a que aún no había filmado las que el paso del tiempo revelaría como algunas de sus creaciones fundamentales, pienso fundamentalmente en Psicosis y Los pájaros, se le acusó poco menos que de haber dilapidado el talento del que había hecho gala hasta entonces, poniéndolo al servicio de una causa dirigida más a buscar el efectismo que a lograr la culminación de una obra memorable. Tuvieron que transcurrir décadas para que crítica y público fueran conscientes de las aristas que dejaba entrever un argumento que sólo en apariencia se desarrollaba conforme a las directrices de la linealidad y asumieran todo el valor de una pieza que no sólo no ha perdido frescura casi seis décadas después de su puesta de largo, sino que gana en intensidad con cada nuevo visionado. Pocos dudan hoy de la importancia de Vértigo, protagonizada por James Stewart y Kim Novak, y del papel fundamental que juega en la trayectoria del cineasta que la alumbró. Tampoco de que los críticos de 1958 carecieron de la lucidez necesaria para explorar sus recovecos. En el presente, la importancia del filme trasciende con mucho las fronteras del canon hitchockiano. Recuerdo, de hecho, que hace no mucho se celebró una especie de encuesta entre especialistas en la que Vértigo, en dura competencia con el Ciudadano Kane de Orson Welles, se acabó llevando el título (simbólico y discutible, como siempre ocurre con estas cosas) de mejor película de la historia del cine.
Sus fotogramas se convirtieron en indispensables para muchas personas que, en algunos casos, tejieron en torno a ellos el hilo de una especie de obsesión. Fue el caso de Eugenio Trías (Barcelona, 1942-2013). Presentarle a él es casi tan ocioso como presentar la propia película. Se le ha considerado el escritor filosófico más importante de las letras hispanas desde José Ortega y Gasset, y en 1995 se convirtió en el primer español —y, hasta la fecha, el único—, en obtener el premio internacional Friedrich Nietzsche, considerado el Nobel de la filosofía. Su obra se expande por varios campos del saber, como la estética, la ética o la reflexión cívico-política, y algunos títulos que salieron de su pluma alcanzaron pronto el rango de referencias de la filosofía española en los últimos tiempos, casos de Lo bello y lo siniestro o Los límites del mundo. Propuso abrir el ámbito de la razón a espectros que en teoría la contradicen, pero que también de algún modo pueden fecundarla, y con ese empeño pergeñó obras en torno a la locura (Filosofía y carnaval) o adentrándose en el sinuoso universo de los mitos y las magias (Metodología del pensamiento mágico). Se definió a sí mismo como un «exorcista ilustrado», una especie de médium entregado al afán de propiciar un diálogo permanente entre la luz y las sombras, y afirmaba que el ser sólo tiene sentido como síntesis entre aquello que parece y se manifiesta abiertamente y lo que, sin llegar a manifestarse, juega un papel crucial en la sustentación de esa identidad.
También el filme de Hitchock se aproxima, de algún modo —y, seguramente, sin que el propio director fuese consciente de ello—, a la exploración de ese terreno pantanoso. Teniendo en cuenta que película y filósofo no tardaron mucho en encontrarse, puede que incluso la primera tuviera algo que ver en la germinación de los intereses del segundo. Eugenio Trías vio por vez primera Vértigo a la edad de dieciséis años, y desde entonces, y según su propio testimonio, la revisitó en más de un centenar de ocasiones. El largometraje ocupó horas de su tiempo y propició reflexiones lúcidas que poco a poco fueron puestas negro sobre blanco en escritos de distinta envergadura. Es toda esa labor intelectual la que ahora compendia el volumen Vértigo y pasión (Galaxia Gutenberg) para evidenciar el portentoso desarrollo que el filósofo dio a su interpretación particular de cuanto el cineasta británico exhibía en la pantalla. El argumento de Vértigo —cuyo argumento se basó en el de una novela francesa escrita por Pierre Boileau y Thomas Narcejac y titulada Sueurs froides: d’entre les morts— es bien conocido. Scottie Ferguson, detective de la policía de San Francisco, tiene que dejar su trabajo a causa de la acrofobia que padece. Un antiguo amigo de la infancia, Gavin Elster, le contrata entonces para que lleve a cabo un seguimiento de su mujer, Madeleine, que sufre ataques de melancolía y parece estar poseída por el espíritu de una de sus bisabuelas, Carlota Valdés, fallecida cien años antes. Scottie comienza a cumplir el encargo y descubre que, efectivamente, la esposa de su amigo se pasea por distintos escenarios de la ciudad que estuvieron relacionados con la biografía de su familiar. Aunque la labor del detective es abnegada y minuciosa, su vértigo le impide ascender al campanario desde el que Madeleine se arroja para poner fin a su vida. Pareciera que la historia termina ahí, pero, un tiempo después del desenlace fatal, Scottie se cruza por la calle con una mujer llamada Judy Barton que le recuerda a la fallecida Madeleine, y entabla con ella una relación de carácter enfermizo que inevitablemente conducirá —evitaré entrar en detalles, por si se da el improbable caso de que algún lector de este artículo aún no haya visto la película— a una conclusión fatídica.
A partir de este núcleo argumental, y de su materialización visual, Trías ejerce una serie de brillantes reflexiones en las que deja tan patente su erudición como el poder fascinador, casi hipnótico, que sobre él ha venido ejerciendo la película. Lo disecciona todo: desde el modo en que el director rompe el suspense «de forma brutal y desconsiderada» cuando aún falta por desarrollarse un tercio del filme —las razones de esa decisión las explica el propio Hitchcock en la famosa conversación con su colega François Truffaut que propiciaría uno de los libros imprescindibles para la historia del séptimo arte (El cine según Hitchcock, Alianza, 1974)— hasta la conexión entre la espiral que traza el peinado de Madeleine y la que dibuja el moño de la madre de Norman Bates en Psicosis, pasando por cuestiones varias en las que el autor encuentra pie y fundamento para tratar, aunque sea en segundo plano, sus preocupaciones principales, esa relación bipolar y ambivalente entre lo bello y lo siniestro. «La verdad circula siempre en otra dirección que la que los Grandes Temas parecen señalar. Es más oculta y secreta. Pero asimismo es más evidente; está más a la vista, o más “a mano”», escribe Trías en uno de los textos que conforman su largo y detallado ensayo. En esa verdad oculta y a la vez resplandeciente laten los ecos de lo inexplicable, esos que no se relacionan directamente con el ser pero que de algún modo lo sustentan, como sustentan a Scottie cuando cree encontrar a Madeleine rediviva y se da de bruces con las implicaciones rocambolescas de una farsa criminal. Han sido muchos los escritores fascinados por el cine que dejaron impronta de su afición en cientos de páginas impresas —se me ocurren, a bote pronto, Cine o sardina, de Guillermo Cabrera Infante, o Donde todo ha sucedido, de Javier Marías, amén del recientemente aparecido Mi vida en rojo Kubrick (Alpha Decay), donde Simon Roy da cuenta de su larga relación con El resplandor—, pero pocos han sabido emplear la erudición y la minuciosidad de los que hace gala Eugenio Trías a la hora de desentrañar incluso los resortes más ocultos de una narración que se mueve entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y sus reflejos inexactos. Entre el núcleo temático aparente y el soterramiento de esos Grandes Temas que asoman al fondo y que el filósofo barcelonés sacó a la luz, con tesón y cariño y paciencia, durante toda una vida. Es una feliz noticia que ahora los lectores puedan disponer de sus averiguaciones cinéfilas en un solo volumen. Vértigo y pasión gustará a los seguidores de Hitchcock y también a los de Trías, y despertará interés y una curiosidad sincera y creciente en quienes no sean especialistas ni en el uno ni en el otro. Creo que es el más importante cometido que puede cumplir una obra de este calibre.
Título: Vértigo y pasión Autor: Eugenio Trías Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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