Nada importa, sino la piel. Han entrado en la buhardilla besándose y quitándose los zapatos, los pantalones, la camisa, la blusa, dejando un rastro que recuerda lejanamente algún cuento infantil, por si hubiera que regresar a tientas desde el bosque de la pasión. Las medias, la ropa interior quedan junto a la cama. Acaban de conocerse, en muchos sentidos. ¿Quién querría volver? Llevan días mirándose y hoy en la cena se acechaban y empezaron a rozar sus manos bajo la mesa. Saltó la chispa. Están desnudos, ruedan sobre las sábanas.
Albert le lame el cuello. María estira la cabeza hacia atrás, dejándola colgar fuera de la cama. Mira el mundo dado la vuelta, en un instante, ese mundo quebrado por la guerra y el sufrimiento de tantos en el que acaban de construir un islote de amor que la hace sonreír de manera infantil. Albert se ha puesto encima, le lame los pezones y empuja con la verga en la entrepierna. Ella se abre, mientras le acaricia la espalda y baja hacia las nalgas en tensión. Se le queda mirando. Le vuelve loca su expresión: la media sonrisa desde la que considera el mundo, los ojos vivos y brillantes donde se intuye una inteligencia incansable, y a veces una tristeza abisal; la expresión juvenil del hombre maduro lleno de proyectos, atractivo y ojeroso, a veces lejano, envuelto en una nube de pensamientos, casi inasible. Pero ahora no. Ahora está tan excitada, tan húmeda por lo súbito de este encuentro deseado —no planeado—, que solo puede empujarle para que entre en ella, para sentir cómo su carne se acomoda y, con sorpresa, cómo la piel confirma la intuición de que ha encontrado a su alma gemela. Albert le susurra dulzuras en su francés afilado, y ella ríe porque a la vez la besa junto a las orejas y le hace cosquillas. Cuando la ha tomado y empieza a darle empellones con fuerza, haciéndole temblar, a ella se le escapa un «coño» y «joder» en español. Tampoco lleva tantos años en Francia para evitar que aflore la lengua materna en un momento así, tajante, desnudo.
—Oh la la! —exclama él. Se da un respiro, se detiene un segundo, la besa en los labios y en los ojos, y sale de ella, sudoroso.
Se tumba boca arriba y María se encarama sobre su cuerpo delgado. Le besa, le monta, le mete la lengua y él le pone una mano en la nuca. Después saca la cabeza fuera de la cama, como ella antes, y se deja hacer. Siente cómo esa lengua que acaba de exclamar en español sabe latín, lamiendo sus tetillas y bajando hacia el sexo. Acaban reconociendo sus cuerpos así tumbados en sentido inverso, con besos y lametones. A ratos se entretienen en las zonas donde sus caricias provocan un gritito o un jadeo. Después de jugar así están muy excitados. Él ha estado lamiéndole de tal forma que la ha dejado a punto de llegar al orgasmo.
Vuelven a hacer el amor. No pueden parar de mirarse, y eso les excita más aún. Qué preciosidad, piensa Albert mientras la contempla. Esa mirada interrogante y felina, seria y un punto peligrosa, le ha enamorado. Pero hay algo más.
Las sacudidas se suceden y aceleran. Se sientan en la cama, uno frente a otro. La cadera de María danza adelante y atrás. Le coge la cara entre las manos, igual que tiene su pene entre las piernas, y le besa una y otra vez, le mordisquea los labios mientras él la sujeta por la cintura para apretarse contra ella, lúbrico, sintiendo que está llegando muy dentro de María, tan dentro como nunca ha llegado a estarlo en otra mujer. Se miran a cada rato, sonríen, se besan. Sienten que ya, que no pueden contenerse más, que les supera un calor, una quemazón que sube desde sus sexos enlazados y les recorre, la espalda, el vientre. Se abrazan con fuerza. Las cabezas giran, están cuello con cuello, apretados, mirando cada uno a un lado. Sienten sus pechos unidos, frescos de sudor y, de pronto, estallan de placer, gritan, sienten casi la energía de una detonación que les envuelve y les funde, como si sus almas quedasen soldadas en ese mismo instante.
—¡Ahhh! —exhalan, y se quedan inmóviles un rato. Respirando con mucha fuerza, los ojos cerrados, sintiéndose unidos, dos cuerpos como si fuesen uno.
Albert se echa de espaldas sobre la cama y María se tumba boca abajo sobre él. Le abraza con fuerza. Poco a poco recuperan el aliento. Le dice suavemente, junto al oído: «Je t’aime, je t’aime, je t’aime, je t’aime…».
Tiene 21 años y conoce el amor, pero nunca ha sentido nada igual. Y de algún modo ya sabe que nunca podrá sentir algo parecido por otra persona. Los ojos se le humedecen. Tiene en su boca un sabor confuso, mezcla de tabaco y sexo. El pelo humedecido por el sudor se le derrama en la frente y unos hombros preciosos, que él está picoteando de besos. Sus labios se han puesto de un rojo intenso, frutal, después de devorarse mutuamente mientras hacían el amor de una forma metódica y salvaje al mismo tiempo. Todo se desmorona en un mundo en guerra, en un París peligroso de delación y colaboracionismo, de resistencia y clandestinidad, una ciudad encadenada, a punto de asistir a la caída de la ocupación nazi. Todo menos este amor. ¿El amor? La llamarada inútil, el asombro consciente cuando todo lo demás está perdido.
—Ma belle, ma brune, ma douce, trembles-tu aussi comme je le fais? —le susurra lentamente Albert muy cerca del cuello. María siente el calor de su aliento, como si sus palabras cobrasen fuerza corpórea para acariciar su piel, para estremecerla aún más.
—Oui, mon amour —responde con una voz temblorosa.
Este cálido ensueño la desborda. Se ve incapaz súbitamente de contener su propio corazón, se siente —piensa— bajo el destello de todos los manantiales. ¿Qué me está pasando? Con las pulsaciones aceleradas todavía, percibe el corazón del hombre palpitando, bajo el vello, junto a sus pechos desnudos. Una sensación de placer muy intensa le recorre, por eso se mantiene inmóvil, con el pene aún latiendo dentro de ella, goza de esa caricia. Comienza de nuevo a mover muy lentamente las caderas, mientras le besa y susurra palabras en su oído. Él se excita, y también le habla, porque sus voces conocen un lenguaje cifrado que abre la llave de su alma. La voz delgada y grave de María Casares resuena en la cabeza de Albert Camus. Él, que acaba de cumplir la treintena y está en un momento creativo que le marcará, ya no concibe lo que escribe con otro timbre que no sea el de ella.
—J’avais seulement besoin de toi —le dice el escritor—. Je t’ai tant aimée, tout ce soir, en te voyant, en entendant cette voix qui pour moi es maintenant devenue irremplaçable.
Es como si hubieran desatado los nudos que la amarraban a sus propios temores. Es una libertad sin límite, consciente de cada poro, de cada átomo, la libertad que vence a la erosión de la guerra. El derrubio de los sueños invadidos, incendiados, masacrados desaparece en el esplendor de dos cuerpos que se aman. Se giran y Albert besa su sexo, con delicadeza. Luego mordisquea los labios mayores y juega con la lengua sobre el clítoris. Ella se remueve y jadea. Le muerde suavemente en un muslo. Así siguen, amándose incansablemente, entre risas, durante un rato. Luego se incorporan. Beben de un vaso de agua. Después se sirven otro de vino. Brindan. Se besan.
—Cet amour n’aura pas de fin. Je sais, je sens, je le jure.
Un amor sin final. Hay en este descubrimiento una conexión con toda la realidad que les conmueve. Bajo esa impresión María, una dotada actriz, podría extenderse más allá de su cuerpo, encarnar cualquier experiencia. No solo actuar.
—Bientôt la guerre sera finie —musita María. Expresa algo más que un deseo. La guerra pronto acabará, esta noche lo cree a pie juntillas.
A su mente llega, multiplicado por mil, el frío que muerde los sueños de un soldado caído en una playa de Normandía. Podría soñar cualquier cosa esta noche y su sueño se cumpliría. Podría desear lo que quisiera y el deseo le sería ofrecido como un regalo. Conoce a Albert solo hace unas semanas. Ya le admiraba como escritor. Acaba de estudiar un papel para su nueva obra, El malentendido. Apenas han comenzado las lecturas previas a los ensayos. Y en esta noche, por fin, le ama. Mientras el mundo inicia por mar una de las mayores batallas de la historia, en una cama a orillas del Sena nace un fulgor, una intensa, dulce pasión, de poso amargo, como la eternidad.
—Amour, mon amour… Un amour, Maria, ça ne se conquiert pas sur le monde, mais sur soi même —susurra él. Un amor no se conquista en el mundo, sino en uno mismo. Asalto anfibio contra el peor enemigo, el más terrible, que cada uno llevamos dentro, que nos desvía por caminos inermes, rutinas mortecinas, por la prosa insípida del mundo. Si has venido a conquistarlo, ni este amor ni esa guerra acabarán nunca.
Sus almas ya se habían entregado antes de desnudarse esta noche por primera vez. Se necesitan, antes de tocarse. María llegó a París huyendo de la guerra española y encontró en Francia otra guerra mayor. Pensó que la destrucción la perseguía. Hoy todo eso ha terminado. Refugiada en sus brazos, observa la misma llamarada que brota de su corazón y que se impone a todo lo demás. Que les inspira y arredra.
—J’ai tellement désiré de toi…
Albert recorre sus caderas lentamente con las manos mientras se bambolea junto a ella. Luego se giran, uno al lado del otro, besándose y riendo al mismo tiempo, incapaces de explicar este milagro, un amor que se sabe invencible desde el primer minuto y para siempre. Aunque no volvieran a verse, incluso aunque murieran ahora mismo en la ciudad tomada por los nazis, su encuentro ha trastocado, de algún modo que todavía no comprenden, sus propios planes y los planes de la destructiva máquina que mueve el mundo.
—Je ne vois pas pourquoi la fin de la guerre serait la fin de ce que nous sommes —piensa él en alto. María le acaricia el rostro.
El mundo se desmorona, no el amor. La guerra no nos cambiará, ¿por qué la guerra nos cambiará? Cinco mil embarcaciones llegan, desde la noche, para alcanzar las playas, primero obuses, después lanchas y tanques y por fin los cuerpos infinitos de ocho divisiones. Cada uno es una historia, deja un amor. La arena aprende a dibujar una vez y otra vez las pisadas de la muerte. Las repite a la perfección. Unos pocos pasos y ya, las olas los borran, de inmediato y para siempre. La piel es el abismo. Han decidido saltar, hace frío, hay una distancia infinita, un infierno o un océano que van a recorrer. Y se abrazan bajo las sábanas. La piel será un día su manuscrito de bordes gastados, la vida irá dejando sus tachones, apilará sus cartas de amor, de soledad; será telón y texto para ensayar la muerte, para dejar la calavera siempre al alcance de la mano, a unos pocos pasos; será la escena donde se viven con mirar, se sienten tan solo con echar de menos.
Mientras tanto, se lamen, se besan, se mordisquean desde los muslos hasta la nuca. Albert se sitúa detrás de ella y la abraza y la toma con fuerza. Je t’aime. Una vez más. Ella grita de placer y acelera sus movimientos, se le entrega otra vez completamente. Luego se da la vuelta y se coloca encima, juegan, se besan de manera desesperada, casi salvaje, hasta que sienten llegar otro orgasmo, muy rápido, rompiendo como las olas en la costa, en la madrugada lejana en la que se sienten morir de placer, de dolor, como meros peones de las paradojas del mundo. El grito se repite, ambos se desploman agotados, su gozo va en la brisa de una noche incierta.
—Tu feras ce que tu voudras. Mais quoi que tu fasses je ne t’oublierai pas —le dice—. Jamás te olvidaré. Si me amas debes entender que la espera y la soledad solo pueden ser desesperación para mí.
Más allá, el Sena fluye curvo y silencioso. No hay rumor que lo cruce, sólo algunos transeúntes estrechamente vigilados, sus pensamientos dentro de la gabardina. La ciudad invadida se refleja con pesadumbre en las orillas. Devuelve el eco lustroso de las botas de caña y su acento del Rin, de las llantas sobre el pavimento seco en torno al Louvre y la Bastilla, donde retumban antiguas ansias de rebelión. Donde nacen los pasquines, en sótanos mohosos, giran las multicopistas, frente a cigarros siempre humeantes. Albert dirige el periódico clandestino Combat. La Gestapo busca a sus responsables. Tiene un plan de fuga en bici y tren a Verdelot. Pronto lo activará.
El río se desliza y todo lo convierte en un susurro. Evacua cuerpos. En los tiempos de paz no le faltan cadáveres de locos, poetas suicidas, amantes, traidores, burgueses apuñalados. En tiempos de la guillotina flotaban como coles las cabezas impares, y en esta guerra flotan sin abrigo y boca abajo los saboteadores, pañuelo en cuello, resistentes ejecutados en la orilla sobre la que caen tan ligeramente que un leve viento los arrastraría, como hojas. Los conduce bajo la noche, más allá de la isla de luz que es la ciudad, los transporta hacia la oscuridad del mar, entre botellas vacías, colillas y viejos recuerdos de los amores perdidos.
Un amor no se conquista en el mundo. En el mundo, en la mar borrascosa, miles de soldados conquistan una playa, paralizados por el miedo y por el frío, con el corazón estallando dentro del pecho. Oyen lejanas detonaciones, cada uno con su fusil, mientras rebotan con las lanchas en la marejada. El amor de cada uno sobrevive allí apenas, como una tenue llama en el medio de un huracán. Avanzan. Pavor que seca sus bocas con un sabor metálico. Fuman, rezan, vomitan. Oleadas, enjambres hacia la boca del lobo, hacia el infierno que amanece en la arena ensangrentada. Se sienten pequeños bajo los destellos, entre las ráfagas, buscando refugio junto a cuerpos reventados. La piel es el abismo. Se mueven como sombras desenfocadas. Así quedará en las fotos. Todos somos sombras.
En París y en el resto de Europa amanece. El campo de batalla está demasiado lejos. Los amantes se despiertan con la primera luz. Se besan somnolientos. Comparten una bañera. Hablan de todo y de nada, como si este paréntesis lo fuera. Cuando el agua se entibia se secan y se visten.
—Cuando el mundo nos olvide… —María le tapa la boca. Se abraza a él, cierra los ojos. En su mente el recuerdo de las caricias de la noche anterior, sus dedos y su lengua recorriéndola. Todo el vello se le eriza y aprieta su cuerpo contra él. Albert la besa, introduce su mano debajo de la ropa y vuelve a acariciarla. Es como si les doliera separarse. Aún no saben manejar la llamarada.
Ruedan por la cama, la blusa y la camisa se desabotonan. Albert le besa los pechos, el ombligo, sus manos recorren los muslos y se internan hasta su sexo. El cuerpo de María se tensa con un ronroneo y le baja la bragueta. Albert jadea al sentir el miembro en la boca. Los amantes se demoran, cada uno, en el sexo del otro. Jadean. En un momento se detienen. Sonríen. Luego se abrazan, rostro con rostro, mientras siguen acariciándose. Vuelven a susurrar palabras dulces, sus manos recorren el torso, la cintura. Albert se detiene. Acaricia lentamente los hoyuelos de Venus, en la espalda de María. Se incorpora, los besa. Ella permanece tumbada boca abajo, divertida. Húmeda.
Se tumba sobre ella. Ella mueve la grupa, entre risas. Le da un azote. Se lo devuelve. Él la da la vuelta. Se colocan uno al lado del otro.
Le dice: «Me tengo que ir».
—¿Café?
—Croissant.
—Tendresse —la besa, dulce.
—Moelleux.
—Jajaja Amour.
—Jajaja Guerre.
—Toujours.
—Jamais.
—Maintenant.
—Embrasse moi.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: