Un forastero bajo otros astros. Así es como se recordaba a sí mismo, años después. Jirones violáceos en el cielo del desierto anunciaban el frío y la primera oscuridad. El jeep tardaba en llegar y los soldados, aparentando tranquilidad, fumaban en silencio en torno al fuego. Formaban un grupo singular; jóvenes entrenados para sobrevivir en un desierto en llamas donde la guerra, como en el principio de los tiempos, era la manera de unir a los hombres. Lo acogieron primero con desconfianza; un periodista inexperto, un sahafi español entre guerreros no les daba buena espina, pero tras unos días duros para todos, comprobaron que las Leicas no le estorbaban en el campo de batalla; que era capaz de compartir con ellos trabajo, cansancio y arrojo igual que compartía los pocos cigarrillos que llevaba encima.
El día antes de la última misión se sentaron en torno el fuego, silenciosos. Habían elegido una noche sin luna para el ataque, pues su luz sobre la arena roja del desierto suele ser tan brillante que incluso permite, en jornadas tranquilas, leer sin necesidad de linterna. Le ofrecieron el té, que bebió a sorbos, como cada vez, para mantener caliente el ánimo. El té saharaui se toma de tres formas, joven sahafi, le explicaba el soldado, amargo como la vida, caliente como el amor y cuando las hojas se han humedecido se le añade, si hay, el azúcar. Es así como más nos gusta ¿eh, compañeros? Dulce como la muerte. Reían con la fiereza de la juventud, desafiando a los dioses y su inexorable partida de ajedrez.
“Amor”. Una palabra que apenas se pronuncia en lugares así punzó, veloz e inesperada, el recuerdo, como un dardo disparado por una cerbatana. Aquello no había sido exactamente amor, pero maldita la falta que le hacían entonces a aquel joven las definiciones. Ella tenía una sonrisa luminosa y profesional, un escote ceñido donde jamás se ponía el sol, unos cansados ojos negros y una larga biografía tatuada en sus caderas.
Quizás ésta sea mi última noche, le dijo ofreciéndole el penúltimo cigarrillo. Ella sonrió, sabia, como solo algunas mujeres hermosas saben sonreír. En el desierto siempre es la última noche, niño.
Apagó el cigarrillo con la punta del zapato de tacón en el sucio suelo de la cantina sin dejar de mirarle a los ojos. Las lentejuelas envolvían con destellos de luz aquel cuerpo imponente y magnífico de hembra mediterránea. Esta noche serás mi único cliente. Luego caminó despacio, contoneando aquellas caderas generosas hasta la puerta.
El joven reportero, echado en la barra, asistía al espectáculo con una especie de felicidad salvaje, sabiendo que aquello era para él. Luego, tranquilo, pagó la botella de champagne que no habían bebido y abandonó la cantina.
Cuando entró en la habitación, ella salía de la ducha y ni siquiera se preocupó de secarse. La tetas oscuras y pesadas ofrecían unas grandes aureolas de pezones gruesos como botones, excitados y duros dentro de la boca del joven que, aún vestido, chupaba muy despacio las gotas de agua que resbalaban desde el pelo. Ella gemía, ronca. Le gustó aquel muchacho guapo desde la primera vez que lo vio entrar en la cantina. Veintipocos, silencioso, de mirada tranquila, brazos fuertes y sonrisa inteligente. Se lo llevó aquel mismo día a la cama y follaron toda la noche. Y la noche siguiente y la otra. A veces le cobraba, y a veces no. Ella era una profesional, lo había tenido que ser desde que la vida la empujara sin remedio hasta recalar en esta parte del mundo. Con los cuarenta rondando el calendario, sabía lo que podía esperar de los hombres, pero, sobre todo, lo que nunca debía esperar de ellos, así que a éste se propuso disfrutarlo todo lo posible.
Él se quitó la ropa sin dejar de mirarla. Tenía la piel bronceada, la espalda ancha, las piernas fuertes, el culo perfecto. También tenía una verga dura, resistente e incansable. Ella adoraba el placer que le daba ese trozo de carne; acariciarla, mojarla de saliva, prepararla para su coño, era algo a lo que no estaba dispuesta a renunciar. Se agachó lentamente besando la cintura, el vientre, los muslos del hombre, metiéndose aquella verga hasta la garganta y dejando que él guiara el ritmo sujetándola con fuerza del pelo mientras la saliva espesa le caía en regueros por las tetas. Al cabo, la levantó empujándola con suavidad mientras le mordía la boca, hasta la cama, donde le abrió las piernas, sujetándolas con ambas manos, fuertes como grilletes, para hundirse profundamente en aquel coño ancho y cálido. El vello negro, espeso, duro, le rozaba la piel al moverse dentro, incansable, con una singular furia tranquila. Ella clavaba sus uñas afiladas en aquel culo perfecto sintiendo un placer feroz en la idea de hacerle daño, de abrirle una herida y chupar su sangre. Pensaba, por entre las brumas del deseo y de aquel placer incontrolado, bestial, interminable, que podría golpear con una fusta ese culo y esta espalda a la que ahora se aferraba en mitad de un nuevo orgasmo, hasta desgarrarle la piel. Y que se correría mientras lo hacía.
Cuando su cuerpo dejó de temblar, el chico salió de aquel coño y, de rodillas, se hundió profundamente en su garganta, esta vez derramándose con un gruñido casi doloroso, en ella.
El jeep parecía volar sobre las dunas negras. Los cinco hombres, tocados con las kufiyas y en silencio, agarraban con fuerza los AK-47 evitando en lo posible el ruido metálico. De vez en cuando el conductor frenaba bruscamente, entrecerraba los ojos y observaba las sombras. Al poco volvía a arrancar, manteniendo el rumbo con pequeñas variaciones en la dirección. Parecía conocer el camino de las tinieblas. Todos aguardaban intentando protegerse del frio. La negrura azulada los envolvía como una bóveda tachonada de pequeños destellos de luz. Entonces el joven reportero supo, por instinto, que algo no iba bien. En aquella parte del planeta, en aquel mes, la constelación de Orión tendría que señalar el Norte.
Deberíamos perseguir el cinturón brillante del Guerrero, pensó, tenso, pero por alguna razón, sólo alcanzo a verlo cuando giro la cabeza. ¡Para, para, para! Gritó. ¡Orión ha quedado atrás, hemos errado el camino!
El conductor frenó levantando olas de arena. El muchacho bajó y se puso a su lado, pero él le detuvo. Un momento, sahafi, le ordenó, mirando fijamente el suelo abultado y negro, frente a ellos. Luego, sin mediar palabra se hincó de rodillas y levantando los brazos al cielo, comenzó a orar en un susurro: Allahu Akbar Ashadu an Ashadu Anna.
—¿Qué pasa? —preguntó, alarmado.
—Que el suelo, ahí enfrente está minado, sahafi. Erré el camino, sahafi. Esas minas las puse yo mismo hace meses. Siempre en el pie del Guerrero, para yo recordar, sahafi, pero lo olvidé.
Entonces miró al joven reportero como si lo viese por primera vez. Tú tienes baraka, joven forastero. Tu dios te respeta. O te teme. Vivirás muchos años.
Sonrió el reportero, pensando en la dueña de aquellas caderas morenas que lo esperaba, cálida, en la cantina, y se alegró de estar vivo al menos una noche más.
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