La presidenta revisa su despacho antes de recoger y piensa en todas las cosas que tendría que dejar preparadas para llevarse. Porque en el peor de los casos convendría adelantarse a las posibles repercusiones. No puedes mezclar ingenuidad y poder. La «jefa» —como la llama el personal más cercano— conoce el espacio a ciegas, se mueve rápido de un sitio a otro con pasos cortos alrededor de la mesa, ordenando papeles y metiéndolos en carpetillas y luego en el archivador portátil. Podría parecer el final de una jornada más, pero puede que no lo sea. Cuando ha terminado con la mesa, entra en su baño privado. La entrada está disimulada detrás de un biombo oriental, regalo del embajador, y se contempla un momento en el espejo. Elegantísima, enfundada en un traje de chaqueta de crepé de seda azul que le cae como un guante, pantalón en ultramar, blazer en Klein, y que viste directamente sobre la lencería de encaje, abre el grifo casi sin pensarlo y se humedece la mano derecha, antes de llevársela a la frente y a los pómulos. Uf —empieza por esa interjección, mientras enarca las cejas y se mira en el reflejo en el que unas pocas gotas prístinas se deslizan por su rostro— quién te lo iba a decir, después de lo que ha costado llegar hasta aquí… Con la mano húmeda se atusa un poco el pelo, cortado a lo garçon, color rojo anaranjado, señales de peligro, llamas sobre sus ojos.
—No me pases llamadas —recuerda que dijo a Isabel, su secretaria, cuando recibió al joven emprendedor alto y moreno, de pelo ensortijado, ojos verdosos, atildado, al principio un poco tímido, luego seguro y confiado. Pasó toda la entrevista comiéndoselo con los ojos. Le habría firmado cualquier proyecto solo por tenerle cerca. Olía tan bien desde que juntaron sus mejillas en el saludo inicial. Le invitó a sentarse y se le quedó mirando, embobada, mientras el joven le explicaba su visión empresarial para la que solicitaba apoyo financiero. Incluso fue mostrándole en una tableta, frente a la que ella se inclinó dejando que la luz rasante entrase hacia la gloria de su escote, sin perder detalle, todos los datos de mercado que harían de aquel proyecto un gran proyecto. Que lo era, eso aparte.
Cada vez que el emprendedor —¿había olvidado su nombre?— realizaba un comentario simpático ella reía y mostraba una sonrisa de aprobación. Trataba de provocar una pequeña tormenta, al menos, en aquel tipo tan sumamente atractivo y sin embargo tan impresionado por la entrevista que parecía concentrado exclusivamente en su asunto. Pasada la media hora prevista para la cita, el muchacho aún extendía con una profesionalidad encantadora los detalles y conclusiones de la nube de datos de la que había extraído su magia económica. La otra magia, como el arcoíris, parecía inalcanzable, por más que la tuviera delante de los ojos.
Tuvo que despedirle con otro beso en las mejillas, que le dio con los ojos cerrados, como pidiendo un deseo: que al pasar de un lado al otro de la cara se detuviese, la abrazase con fuerza animal, y le comiera la boca a besos. Se imaginó durante un instante cayendo en el sofá encima de él, desabotonándole y lamiéndole las tetillas mientras sentía una enorme erección entre las piernas… Pero fue eso, un mero instante, que no pudo alargarse más y que terminó con una despedida muy cálida y afectuosa, pero formal, que al chaval le dio esperanzas de éxito financiero y le impidió siquiera pensar que se había marchado de allí dejando el horno encendido.
—Menudo fracaso —piensa ahora. Y se pregunta qué le pasa. Por qué en este día sintió de manera tan insensata la soledad como una atracción magnética. Se recuerda a sí misma, tan solo unas horas antes, regresando a la mesa, sonriendo todavía, al tiempo que sentía hasta el roce de la lencería en sus pezones y una gota de sudor cayendo por la espalda, lúbrica. Entró después en el baño para enfriar los ánimos y hacer un pis. Mientras se lavaba las manos, pensaba en aquello de tener o no tener poder frente al deseo, en fin, que ni siquiera siendo tan poderosa, porque no se puede ser la presidenta de tu propio deseo ni de la soledad. En eso estaba mientras acabó de maquillarse los labios con un rojo intenso. Era un desquite. Entonces oyó la puerta del despacho y salió a ver quién había entrado sin llamar.
—Ya le he dicho que no podía pasar, presidenta —le explicó su secretaria con cara de susto, mientras sostenía del brazo al periodista más inquieto de la camada que sigue habitualmente la información de su ámbito—. ¿Llamo a seguridad?
—¡Venga ya —explotó él—, si es sólo un momento! Dos preguntas y me voy. O tres. Hoy está todo el mundo hablando de ti, si me atiendes puedes quedar muy bien.
Esa soltura para tutearla desde el primer día, que no le gusta pero que le hace gracia, no puede evitarlo, y ese pelito largo. Y esa cara de ir un café por detrás de lo que necesita, y una copa por delante, hicieron que tomase la decisión. El reportero novato, un joven que le saca la cabeza, con sus ojeras y sus zonas ocultas, con tantas ganas de triunfar… Y a ella por otro lado… con ganas también. Desde que se conocieron, ambos se detectan atractivos el uno para el otro, pero tan alejados en sus vidas, que ni de lejos debía salir eso fuera de la cabeza. Nunca. Jamás. Era una lejanísima fantasía. Algo impensable. En él podía parecer natural, porque ella le mola, está en sus treinta, esplendorosa y en plenitud profesional y personal, con poder, y porque se le ve que no se arredra. En ella era más difícil, por su apellido y en parte porque ya sabe que en el deseo es donde se oculta a veces su timidez, y además porque parece que hay cosas que le cuesta satisfacer a alguien de su reputación y responsabilidad sin jugársela.
—Está bien, Isabel, ya ha entrado… —recuerda que le dijo—. Tengo que acudir a un almuerzo dentro de media hora. Déjanos un rato, no me pases llamadas. Te aviso.
La secretaria asintió y cerró la puerta, y la sonrisa del muchacho, cuaderno en mano, se abrió de par en par, con esa chispa de promesa en los ojos. Puso el boli sobre la hoja como quien tensa el arco. Estaban frente a frente, a menos de un metro. Incómodo para ambos, pero había algo eléctrico.
—¿Tienes algo que decir sobre…?
—Nada. Que hablen los demás. Yo sé lo que hago. Mis decisiones son firmes —le miró a los ojos. Él los bajó.
—Pero muchos te acusan…
—Pierden el tiempo. Mi consejo está al tanto, me apoya totalmente.
—La operación deja daños colaterales —volvió a mirarla, con las pupilas dilatadas.
—Nada que no sea normal en la vida de las empresas. ¿No tendré que explicarte la realidad a ti, un periodista con tanto dominio escénico?
—¿Dominio esc… por qué? —le tenía.
—¿A qué has venido?
—A preguntarte. A confirmar por fuentes oficiales.
—¡Venga!
—¿Qué pasa? —interrogó él con cierto desesperado asombro.
—¡Suéltalo! Tú buscas una portada, o por el camino…
—Oye, no sé qué quieres decir. Ya sabes que yo no voy…
—¿Lo sé? No sé.
—Te juro… —se acercó a ella, le tomó el antebrazo—.
—Anda —ella sonrió y le miraba de frente, necesitaba resarcirse.
Les temblaban las piernas. El chico se acercó demasiado —como si se acercase al sol— y cedió a la evidencia de que ella no se resistía. La besó, primero con miedo. Le iba a caer un tortazo, una denuncia, el fin de su carrera incipiente en cuanto la presidenta hablase con su director, un final inolvidable para un momento que no podrá explicar. Pero ella no se inmutó. No le rechazaba, le devolvía el beso. Él no sabía si podía abrazarla, pero siguió un rato. Ella tampoco. Hasta que estalló.
La presidenta le empujó con tanta fuerza que le tiró sobre el sofá. Él, atónito, derribado súbitamente, sonrió con cara de susto. Ella se quitó la chaqueta y se le tiró encima, literalmente. Entonces comenzaron a devorarse, los dedos de él se hundían en el pelo corto y rojizo de ella y luego bajaron hacia el culo. La presidenta le desabotonó con furia la camisa, bajó por su pecho lamiendo y besando mientras le desabrochaba el cinturón y la bragueta. Él notó sus pechos rebotando bajo el satén y el encaje. La erección se abrió paso entonces.
—Eres una mujer… asombrosa.
—Calla, bobo.
La presidenta introdujo la verga en la boca con una dulzura y un deleite inesperados. Él se dejó hacer y se acomodó en el sofá. Ella bajó por el tronco del pene y subió luego jugando con la lengua hasta la punta, besando el glande hinchado y potente, mientras el muchacho se estremecía como un junco. Desarmado de este modo, parecía como si se hubiera hecho aún un poco más joven en sus manos. Ella volvió a subir besando y lamiendo un cuerpo precioso, pulido. Al tiempo se desprendió del pantalón y la braguita. Y volvió a subirse encima. Sentía muy húmedo el coño presidencial. Se reía. No lo pudo evitar.
El muchacho se rehízo, volvió a abrazarla y la tomó mientras la besaba de un modo salvaje. Logró desnudarla del todo mientras la follaba con todas sus fuerzas, adiós encaje. Estuvieron así botando sobre el sofá durante un buen rato, presos de un deseo que les espoleaba, que les quemaba, y llenos de morbo por la situación, absolutamente anómala. Con pericia, él se incorporó con ella sentada aún encima. Estaba más fuerte de lo que aparentaba. A ella eso la venció, sintió que se corría entonces, que sus piernas se abrían hasta el infinito, pero pararon un momento para cambiar de postura.
Se puso a cuatro patas apoyándose en el brazo del sofá mientras él arremetía por detrás con fuerza, a un ritmo endiablado. Su cuerpo parecía un resorte y la presidenta se entregó absolutamente al placer, se abrió de un modo imposible a las embestidas del joven que la acariciaba con avaricia el culo, los muslos y los pechos, que no dejaban de rebotar, hermosos, rítmicos. Ambos sudaban. Ella llevó su mano al abdomen de él, quería sentir, aun a tientas, la musculatura que se combaba y le enviaba tan dentro inmensas oleadas de placer. De espaldas, sin poder verlo con sus ojos, sintió con las yemas de los dedos cómo nacía el movimiento que luego se transfería a sus nalgas, mientras apuraba las sensaciones de la verga dentro de su coño, una polla poderosa, durísima, que entraba y salía con ritmo incansable en su cuerpo, llevando escalofríos desde la piel hasta los rincones más recónditos y empezando a encender la hoguera de un orgasmo colosal.
Mientras lo sentía aproximarse volvió a apoyarse en el brazo del sofá con ambas manos para empujar su cuerpo hacia atrás y sentir más fuertes los empellones del joven, que estaba tensando su torso hacia atrás, porque ya casi no podía seguir al ritmo enloquecido en el que la estaba follando. Ella no recuerda nada igual. Sintió que ya, que no podía resistirse más a la cabalgada que la dominaba como si fuera una chiquilla, y por fin se dejó ir, sabiendo que iba a gritar. Sólo en el último instante se acordó de que no podía, así que hundió la cara en el brazo blanco del sofá y gritó con todas sus fuerzas durante muchos, muchos, muchos segundos que parecieron no acabar. Con aquellos gritos su deliciosa desesperación quedó como un secreto entre ella y la impoluta tapicería. Poco a poco, el grito se apagó y se convirtió en un jadeo, justo en el momento en el que sintió que el joven se estaba corriendo dentro de ella y que después la abrazaba, pero ya no podía reaccionar, ya solo era capaz de respirar con dificultad, y por eso movió la cara hacia un lado, con la boca entreabierta, dibujando las dos líneas de su carmín, paralelas e insondables, sobre la tela nívea.
Ambos se quedan unos minutos abrazados, jadeando, tratando de comprender, sin la suficiente sangre en el cerebro ni en los músculos para poder pensar con claridad o siquiera moverse. El reino del deseo no admite presidentes, ni lacayos. El reino del deseo se impone porque es el mandato urgente de la vida.
—Presidenta —recuerda que dijo el joven, dándose de inmediato cuenta de lo ridículo que sonaba mientras su polla seguía dentro de ella. Se echaron a reír. Con la primera carcajada el pene fue expelido y su mano llegó a tiempo para impedir que el semen cayera sobre el sofá. Sonríe todavía al acordarse y se lleva las palmas de las manos a los ojos, de puro rubor.
Luego se incorporaron. Ella se fue al servicio con el semen en una mano y la ropa en la otra. Allí se repuso, se lavó y se vistió. En el sofá, él se fue poniendo las prendas lentamente, con un torbellino en la cabeza. ¿Qué es esto? ¿Ahora qué hago? ¡Qué buena estás! Nunca habría imaginado…
Ella salió por fin. Él ya estaba vestido. Carraspearon. Se acercó con un clínex. Le limpió el carmín de la cara. Le dio un beso extra y una palmada en el culo. Luego se puso seria. Él sonreía aún.
—Bueno, espero que mis declaraciones hayan satisfecho tu curiosidad. Cuidado con lo que publicas mañana…
Le miró con guasa, pero tenía miedo. Pensó que la frase era un exceso, pero le pareció adecuada y no dijo más. Él se recompuso y ya no sabía sonreír. Aceptó el beso y se despidió, tímido. Cerró la puerta detrás de sí, con cara de susto aún.
Horas después, al terminar la extraña jornada, la presidenta suspira profundamente al recordarlo, pero no de alivio. Esto puede ser un tropiezo insalvable en su impecable ascenso. No sabe qué pensar. Ni qué hacer. Por primera vez. Espera con temor y curiosidad la hora a la que se publicará esta noche la primera edición del periódico. El chico es inteligente, se dice. Puede limitarse a ser discreto, quién sabe, especula. Tendrá que leer desde el titular hasta el final. Y, con mucha suerte, recordar entre líneas.
En la redacción, el joven melenudo, después de un par de wiskis y un par de cafés, ha sentido por fin la cabeza en su sitio, además de la urgencia del cierre. Se muere por contarlo, no solo como periodista. El jefe le apura, que si logró que la presidenta hablara, que se echa el cierre encima.
—¡Sí!, claro, pero poca cosa. Que mantiene el apoyo, todo controlado —le responde. El jefe le mira fijamente, su instinto le dice que se está guardando algo.
—¿Nada más? —insiste.
El otro mueve la cabeza a los lados y empieza a teclear a toda velocidad. Y piensa: «Soy gilipollas, tenía que haberlo grabado».
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