De niña le gustaba sentarse junto a la orilla del lago tratando de imaginar el mar en sus aguas. En verano, a la sombra de las redes secándose al sol, el sonido del oleaje era dulce como la miel que los mercaderes traían en tarros desde la lejana Jericó; sin embargo, en los inviernos sin luna, las olas rugían misteriosas con el murmullo cansado de los profetas, y en ocasiones los viejos pescadores de Magdala, en torno a las hogueras, recordaban haber visto reflejada en sus aguas una estrella muy brillante aquella lejana noche de invierno. Su brillo, más potente que el de la luna sobre las arenas del desierto, había traído entre las gentes la esperanza del cambio, el fin de la ocupación romana, pero ese anhelo se extinguió veloz, como su luz. Ahora aquella niña, hija de un rico mercader de Magdala, se había convertido en una mujer que vestía sedas de Oriente y se tocaba con el oro que las legiones saqueaban en los templos sagrados de los judíos. Para su familia estaba muerta; hubiera sido una vergüenza reconocer que María era ahora la hermosa puta de un romano.
Por entonces, las plegarias de los rabinos mezcladas con la sangre de los sacrificios parecían mantener independiente a Galilea, que conservaba a Herodes como rey de su pueblo. Pero la realidad era que el vasallaje del monarca ponía de relieve su temor a Roma, permitiendo que los soldados asentados en los campamentos de la vecina provincia de Siria realizaran, de cuando en cuando, incursiones a las ciudades más ricas de las orillas del Genesaret, repartiéndose luego el trigo, las doncellas y el oro. Así fue como entraron en su casa aquella noche, mataron a su padre y a sus hermanos, como si la vida no fuese otra cosa que la decisión de un hombre con una espada, y se la llevaron a su campamento. Todo estaba muy oscuro y la paja del interior de la tienda donde la tumbaron atada estaba húmeda, aunque no se parecía en nada a la humedad de la playa de su infancia; por el contrario, era una humedad sucia, turbia, que olía a animal moribundo y a pobreza. Le abrieron las piernas y la violaron. Con el tercer legionario perdió la cuenta, y un poco después el conocimiento. Al abrir de nuevo los ojos distinguió un rostro bronceado y unos ojos oscuros mirándola con atención. «Estás a salvo. Mi nombre es Cayo Valerio, soy comandante del Alae de Caballería de Meggido y ahora eres mi esclava».
Sus habitaciones, en la parte alta de la fortaleza de Tiberias, se abrían al lago. Estaba encerrada, pero pronto dejó de pensar en ello. Dos mujeres la asistían, cepillaban su pelo color miel, la ungían con perfume de palo de sándalo y doraban su cuerpo con aceite de mirra para que la seda oriental resbalara con suavidad por su piel al desnudarse. A veces, en mitad de la noche, el romano irrumpía huraño en la habitación sin pronunciar palabra, sucio de sudor y sangre, y la tomaba sin esperar, hundiéndose en lo más profundo de su coño con furia, lacerándole la piel con las guarniciones de cobre del cíngulo. Otras, la tumbaba en la cama arrancándole el vestido y permanecía contemplándola así, de pie frente a ella, silencioso, con aquel cuerpo recio, bronceado, resistente, cruzado de antiguas, hermosas cicatrices y heridas recientes que a veces se abrían y sangraban durante el sexo, manchando de sangre el lino de las sábanas. Ella se acostumbró a aquel hombre silencioso, a su olor, su peso, a la manera de entrar en su cuerpo con aquella verga dura, tensa, preparada para el combate. Lo miraba de pie, tan perfecto como una máquina invicta de matar y de amar, y sin poder evitarlo se le erizaba la piel de deseo. El hombre, a veces, antes de abrirle las piernas y cabalgarla durante horas, se tumbaba junto a ella recorriendo con las yemas de los dedos su cuerpo: la línea recta del cuello, el círculo de los senos, el botón hinchado de los pezones, la curva de la cintura, la suavidad del vientre, el monte de Venus, la cara interior de los muslos, los pies. “Tienes pies de princesa etrusca”, le dijo una vez, pero ella no se atrevió a preguntar qué significaba, no por miedo al hombre, sino por no quebrar la magia extraña de aquel instante. Él, ajeno a sus pensamientos, lo hacía todo muy despacio, concentrado en las líneas y curvas, como si repasara una táctica de ataque sobre el mapa de un pergamino.
En ocasiones dormían juntos y al amanecer se amaban como leones hambrientos, compartiendo la ternura de los últimos restos del sueño. Luego él se derramaba con un gruñido de placer, besándola largamente en la boca. “Hundirme en tu cuerpo es como cabalgar hacia mi propio olvido”, le había dicho el último día.
La noche siguiente no apareció. Ni la otra. Al cabo de tres días con sus tres interminables madrugadas un legionario abrió la puerta: “Vete, eres libre. Nuestro comandante no volverá”.
El camino a Magdala no era largo, pero el regreso le agriaba la boca, como si le acercasen a los labios una esponja empapada en hiel. No quería volver, pero no tenía adónde ir. Al caer la tarde vio a una muchedumbre agolpada en un claro. Recogían en grandes cestos panes recién horneados y peces frescos que unos hombres repartían sonriendo. Al pasar junto a ellos escuchó una voz que la llamaba por su nombre: «María de Magdala, pareces perdida ¿quieres quedarte conmigo?».
Ella se miró en aquellos ojos verdes y le parecieron tan dulces como las aguas del mar de su infancia.
—Ya no puedo ser la mujer de nadie —le respondió, serena—. Mi hombre ha muerto.
—No necesito una mujer, sino un soldado.
Entonces ella siguió a aquel hombre singular sin volver la vista atrás.
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