En las páginas de 40 reflexiones para una cuarentena diversos profesionales del periodismo, la historia, la economía o la política, entre otros, expresan desde un clima de reflexión personal su propia percepción de la crisis que estamos padeciendo. El objetivo es donar lo recaudado con esta obra a la sanidad española. Hoy quiero compartir con lectores y zendianos mi texto sobre el confinamiento; la foto fija de mi vida en cuarentena; la trinchera que he elegido para esperar y morir. Pero sobre todo, ahora más que nunca, para vivir.
Nunca hubo un tiempo tan feliz, y sin embargo los hombres nos sentíamos profundamente desgraciados. Corríamos atentos al reloj, tomábamos aviones sin importar el destino; nos movíamos por el mundo como por una cinta mecánica, sin mirar a los lados; moríamos haciéndonos autofotografías, juzgábamos sin conocer; odiábamos sin admitir; nos alejábamos de la naturaleza sin medir las consecuencias. Buscábamos la espiritualidad en teorías cuánticas, la juventud en una toxina, la sabiduría en un clic, el amor en una web. Añorábamos un mundo que se perdía, pero nosotros mismos contribuíamos a esa pérdida, y aunque los habitantes de la privilegiada Europa teníamos muchas razones para disfrutar de una vida en paz, sin embargo no éramos capaces de percibirla ni de garantizarla.
Ahora la carrera veloz hacía ninguna parte se ha frenado de golpe. Confinado en casa, el ser humano, por primera vez en la historia, se pregunta con miedo palpable, real y globalizado acerca de sus errores. Todavía es pronto y las respuestas son múltiples; cada uno alcanza a ver, como en el cuento de los sabios ciegos de Kipling, solo una parte del misterio. Pero lo cierto es que la explicación de lo que nos pasa, la resolución del misterio que es el de nosotros mismos está ahí, delante de nuestras narices, como la carta robada de Allan Poe.
Atrapada, como el resto de la humanidad, miro mi trinchera y sonrío, agradecida. En estos casi cuarenta y cinco años de vida la he ido levantando con muchas cosas; la compañía, la sonrisa, el amor, la lealtad, la madurez, las lágrimas, los desengaños, la soledad, la aceptación, la renuncia, el silencio, y un entrenamiento diario en intentar ver las múltiples, pequeñas razones cotidianas para no olvidar la alegría. En esta trinchera también hay cine, (vitamina en vena); música (esa extraña, necesaria forma del tiempo); pintura, (¡cómo mirar el mundo sin ella!), viajes (materializados en souvenirs sincréticos como tótems de la felicidad); pero sobre todo hay libros. Un poco más de nueve mil libros tapizan mi vida. Y ellos mejor que nadie son el espejo de lo que he sido: la niña silenciosa y lectora con mucha curiosidad por casi todo; la adolescente tímida sedienta de aventuras; la joven enamorada de los héroes homéricos; y la mujer esforzándose cada día por ganarse el título de La Mujer, querido Watson.
En estos días me sorprendo a mí misma de pie, frente a mi biblioteca, como el general corso de un ejército invisible exhortando a sus soldados: ¡Cuarenta siglos os contemplan! Porque los libros hoy adquieren una dimensión singular; son los sacos terreros de la trinchera de la memoria de la humanidad, y gracias a ellos nos podemos asomar al desastre con otros ojos. Para los que seguimos vivos en estos tristes días deberían ser los respiradores mecánicos del alma. Su sola presencia es ya sanadora porque es compañía; pasar los dedos por sus lomos, abrir alguno y leer al azar, o sencillamente mirarlos como el que contempla un paisaje misterioso lleno de aventuras, sabiduría, sufrimiento, secretos, mentiras, olvido, confidencias, sexo, amigos, amor, ya es un consuelo. Aquí está todo. Y entre ellos estoy yo y seguiré estando, mientras esta pesadilla dure, rodeada de estos fieles amigos que merecen ser nombrados como un mantra; como una oración sanadora de agradecimiento. Gracias, Quevedo, alimento de primera necesidad; Plutarco, biógrafo de la excelencia; Lorca, vida, amor y muerte a la manera española; Zorrilla, compañía de nuestros muertos en el frío noviembre; Muñoz Seca, humor triunfante sobre la injusticia y la maldad; San Agustín, el hombre que mejor explica a Dios; Allan Poe, locura y miedo de calidad; El Cid, nuestro Ulises; Lope de Vega, invicto de la lengua, las mujeres y el olvido; Miguel Hernández, pastor de versos; Jardiel Poncela; risa sofisticada; Arturo Pérez-Reverte, ¡Oh, capitán, mi capitán!; Dante, amor a la italiana; Lampedusa, aristocracia y melancolía; Homero, el padre de mis héroes; Virgilio, faro de Europa; Jack London, seductor aventurero; Pérez Galdós, honra de España; Agatha Christie, dama del misterio, Arthur Conan Doyle, mi médico de cabecera; Larra, el mejor periodista español; Chaves Nogales, el reportero más lúcido; Hemingway, el reportero más chulo; Leigh Fermor, mi amor platónico; Borges, mi amor espiritual; Scott Fitzgerald, snob de la palabra; Balzac, muchedumbre hecha novela; Dickens, aventura de sobrevivir; Stendhal, genio en rojo y negro; Goethe, catedral gótica; Cervantes, amor, lujuria, desengaño, maldad, negrura, humor, ocaso, razón, osadía, madurez, pasión, luz. Vida. Marco Aurelio, mi epitafio; Conrad, todo… Imposible no dejar injustamente a algunos en la retaguardia de este escrito, pero todos aguardan, pacientes, en línea de combate en mi biblioteca, mi memoria y mi corazón.
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Autor: Varios autores. Título: 40 reflexiones para una cuarentena. Editorial: Samarcanda. Descarga el libro AQUÍ (libros.cc)
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